La Antorcha (65 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Sin embargo, la confortó pensar que no se hallaría inerme en la defensa final de Troya. Guardó sus armas en el cofre; el calzón de cuero lo tiraría o, mejor aun, lo guardaría para entregárselo a Miel algún día. Vistió una fina túnica de lino de Colquis y se puso sus mejores pendientes; tenían la forma de cabezas de sierpes. Añadió a su atuendo un brazalete de oro y el collar de cuentas azules de Egipto y bajó a reunirse con sus huéspedes.

Éstas se hallaban con un hombre alto y armado. Con sorpresa, advirtió que se trataba de Eneas.

—He venido a escoltarte, Casandra, y mientras te esperaba he estado hablando con tus invitadas —dijo—. Agradeceremos contar con las amazonas arqueras para defender la torre principal; las situaremos en las murallas...

—Estoy a tu disposición —declaró Pentesilea—. Y tengo una vieja rencilla con el padre de Aquiles; al menos, lucharé contra su hijo.

Casandra sintió de nuevo que el agarro de la oscuridad oprimía su garganta, impidiéndole hablar o gritar.

—¡No! —murmuró.

Pero supo que ninguno de los presentes podía oírla.

Eneas volvió a hablar.

—Bien, Héctor es quien nos manda; a él corresponde decidir dónde habrás de pelear. Arreglaremos eso en uno o dos días. ¿Nos vamos?

Ofreció cortésmente su brazo a la reina de las amazonas y abandonaron la sala, poniéndose en camino hacia el palacio. Aún no había anochecido por completo y Pentesilea contempló con disgusto los cascotes que todavía bloqueaban las calles. De forma perentoria, se habían construido algunas chozas de madera, pero la ciudad parecía aún la caja de juguetes de un niño gigantesco destruida por él mismo en un exceso de rabia.

—Mi padre me relató muchas historias de las guerras entre los centauros y las amazonas —dijo Eneas—. En nuestra corte había un poeta que solía cantar una balada... —Tarareó unos compases—. ¿La conoces?

—Desde luego, y si tus vates la ignoran, yo la cantaré por ti —afirmó Pentesilea—, aunque mi voz ya no sea la que tenía de muchacha.

Mientras cruzaban los patios, Casandra miró con detenimiento al pequeño grupo de amazonas. Pentesilea había envejecido más de un año o dos desde la última vez que la vio en su viaje a Colquis. Siempre había sido alta y delgada; ahora estaba flaca, sus brazos y sus piernas rígidas y fibrosas, sin nada que suavizara sus tendones. Todavía conservaba los dientes, tuertes y blancos. Nadie podría describirla como una anciana.

Ninguna de las otras la igualaba en edad. La más joven, advirtió Casandra, era aún adolescente; una muchacha tan tuerte y peligrosa como su propio arco.

Esto es lo que yo podría haber sido, lo que debería haber sido. Casandra observó a la joven guerrera con mal disimulada envidia. Al menos ella no tiene que permanecer ociosa mientras se desploman los baluartes de su ciudad.

—Pero tú nunca has estado ociosa —le dijo Eneas en un susurro.

Y se preguntó, aunque nunca lo sabría con certeza, si había leído sus pensamientos o si ella los había manifestado en voz alta.

—Eres una sacerdotisa —continuó él—. No son sólo los soldados quienes sirven a una ciudad en guerra.

Pasó un brazo en torno de su cintura y caminaron entrelazados lo que restaba de camino. Cuando entraron en la gran sala de Príamo, el heraldo gritó sus nombres:

—La princesa Casandra, hija de Príamo; Eneas, hijo de Anquises; Pentesilea, reina de las tribus guerreras de las amazonas y dos docenas de sus señoras... ejem... —el heraldo tosió para ocultar su confusión— de sus guerreras... ¿Cómo diré...?

—Tranquilízate, asno —le dijo Pentesilea—. Ninguno de nosotros tenemos más inteligencia de la que los dioses nos dieron. Tu rey y tu reina saben quién soy.

Pero sonrió divertida mientras el heraldo trataba de secarse en la túnica las manos sudorosas Hécuba abandonó su trono y fue hacia su hermana con los brazos abiertos.

—Mi querida hermana —dijo.

Pentesilea devolvió el abrazo.

También se levantó Príamo que, bajando de su trono, abrazó a Pentesilea del mismo modo que su esposa.

—Bienvenida seas, cuñada. Toda mano que pueda empuñar un arma es bien acogida por nosotros en este día. Tendrás tu parte en el botín del campamento aqueo con los demás guerreros, te lo prometo. Y cualquiera que lo contradiga, no será considerado amigo mío —declaró, mirando aguda y significativamente a Héctor.

—¿Hemos de llegar a esto, padre?

—Acogería incluso a los centauros para luchar contra el ejército de Aquiles —contestó Príamo—. Dime, hermana, ¿qué armas has traído?

—Conmigo vienen dos docenas de guerreras, todas dotadas con espadas de hierro de Colquis —repuso Pentesilea—. Cada una de nosotras es diestra también con el arco. Ninguna fallaría en alcanzar a cien pasos el ojo de un garañón a la carrera.

—¿Participará alguna de vosotras en la prueba de arco que se celebrará en los Juegos fúnebres de mañana? —preguntó Paris—. Aquiles ha ofrecido los mejores carros capturados y, para el primero de los tiradores, el gran arco de Patroclo.

—No se lo otorgará a una mujer —afirmó Héctor—. Aunque aventajase al mismo Patroclo.

—Pues ha jurado conceder los premios al vencedor.

—Nada es sagrado para Aquiles —aseguró Pentesilea—. Me gustaría competir aunque sólo fuera para que lo viesen todos sus hombres; pero podría sorprenderme. Mas ni deseo ni necesito un carro, y me basta mi propio arco. —Se echó a reír—. No vengo a esta guerra en busca de oro o de botín, ¿qué haría yo con una cautiva?

—Si ganas botín suficiente en esta guerra, podrás reestablecer tus ciudades —dijo Andrómaca—. O fundar una urbe en alguna otra parte, como hizo mi madre en Colquis.

—Hay ideas peores —admitió Pentesilea—. Creo que lo pensaré. Y si gano ese carro, Príamo, ¿rne lo cambiarás por oro?

—Si él no lo hace —intervino Hécuba—, lo haré yo. Serás bien pagada. Tú y tus guerreras.

Pasaron de nuevo las copas de vino. Todos los hombres reían y bromeaban, diciendo en qué pruebas competirían y lo que harían con el premio en caso de ganarlo.

—Tú deberías conseguir a alguna mujer, Eneas —dijo Deifobo—. Alguien que mantenga caliente tu lecho mientras Creusa está en Creta.

—No —dijo Eneas, alzando su copa—. Si consigo una cautiva, la enviaré a Creta como doncella de Creusa y niñera de mis hijas. Y le pagaré un salario justo con el que algún día pueda comprar su libertad. No me gusta eso de que se considere a las mujeres como trofeos. No me agrada que una mujer venga a mí si no es por su libre voluntad. Como veis, en algunas cosas coincido con Pentesilea.

Por encima del borde de su copa dorada sus ojos se cruzaron con los de Casandra. Ella supo lo que le pedía y cuál sería la respuesta.

Casandra y Eneas, subieron lentamente por la colina, camino del templo del Señor del Sol; no había luna y en las calles no se veía más luz que la que salía de una de las casas. Casandra tropezó en una piedra suelta y Eneas pasó un brazo en torno de su talle para protegerla... o quizá simplemente para estrecharla. Tampoco ella estaba segura de no haberle proporcionado la excusa voluntariamente. Aunque la noche era tibia, la cubrió con su manto y Casandra sintió que el calor de Eneas se iba transmitiendo a su propio cuerpo.

En realidad no estaba asustada, pero estaba nerviosa y un poco preocupada. Durante muchos años, su vida había sido la de una sacerdotisa y su virginidad había ocupado el centro de esa vida. De repente recordó todos los argumentos que acumuló contra Crises y se preguntó si no estaba comportándose como una hipócrita. Ahora que había decidido rendirse, lo hacía ante el marido de su hermana. Pero la misma Creusa le había dicho que no le importaba. No tenía por qué sentir escrúpulos a ese respecto.

¿Y por el dios? Hacía ya mucho tiempo que había dejado de creer que Apolo se preocupaba de lo que ella hiciera. Hacía ya mucho tiempo que él la había abandonado; pero, a pesar de todo, supo que no lo desafiaría en el supuesto de que él prohibiera dar ese paso. Dentro de ella había un ardiente y pequeño centro de colérica desolación: A él no le importaba; ni siquiera le preocupaba que algunos de sus escogidos rompieran su compromiso con él.

Pero tal pensamiento se hallaba muy soterrado en su mente; en la superficie sólo quedaba espacio para Eneas.

Se aproximaban a las grandes puertas. Un sacerdote se hallaba allí, vigilando las entradas y las salidas. Casandra se volvió para que no la reconociera.

—No podemos pasar por ahí —dijo—. Si entras conmigo y no sales de inmediato...

Él comprendió al instante.

—Tienes razón —reconoció—. Has de cuidar de tu fama; yo no la pondré en peligro, Casandra. Tal vez deberíamos habernos quedado esta noche en palacio...

—No —lo cortó—. No hubiera accedido a eso. No me siento avergonzada... no es que...

—Pero no debes provocar un escándalo —dijo él.

Eneas se dirigió al muro desde donde se veían las calles en descenso. Casandra se sintió torpe. No había pensado en aquello hasta ese momento. Pentesilea y sus mujeres habían abandonado antes el palacio, y no las habían visto en las calles. Ella había logrado que Aquiles y Odiseo, cubiertos con mantos de los novicios, salieran del templo sin ser reconocidos, pero no podía hacer lo mismo con Eneas aunque dispusiera de un manto de aquellos. Frunció el entrecejo, mientras trataba de hallar un modo de introducirlo. Su partida en la mañana no constituía un problema serio.

—Hay un lugar donde el muro se desplomó con el gran terremoto; incluso los niños pequeños pueden trepar por allí —le dijo con voz casi inaudible—. No ha sido reconstruido porque todos los obreros se destinaron a la reparación de las puertas de la ciudad. Ven por aquí.

Lo condujo a lo largo del muro exterior. En ningún punto era muy alto, y antaño hubo una puerta en aquel lado. La cerraron hacía una o dos generaciones y, cuando el viejo arco se derrumbó, dejó un montón de cascotes por donde era fácil subir. Incluso con su larga túnica, Casandra no tuvo muchas dificultades para trepar, aunque las piedras rodaban bajo sus pies.

Pensó que probablemente no era la primera mujer del templo que llevaba por allí a un amante; al menos, podía esperarse de Criseida. No sintió placer en compararse con aquella gata callejera, pero tenía que aceptar que no era mejor. Tendió una mano a Eneas para proporcionarle un punto de apoyo en la bajada y sintió su aliento muy próximo. Entonces recordó sus frecuentes reproches a Criseida por esa clase de cosas.

Si a Creusa no le importa y Apolo no habla para impedirlo, no hay nadie, hombre, mujer o dios, que pueda sentirse ofendido, se dijo, para darse confianza. Lo guió bajo la oscura sombra que proyectaba el muro y, en vez de ir hacia la puerta del dormitorio de las sacerdotisas y por el pasillo hasta su habitación, lo encaminó a la ventana y por allí pasaron.

En el interior, todo era penumbra y silencio. Ardía tan sólo una lamparilla que daba luz suficiente para distinguir la cama y el jergón donde dormía Miel. Cuando se acercó al lecho, Casandra vio la morena cabeza de la niña sobre la almohada y, al inclinarse para trasladarla, una silueta alargada se desenroscó e irguió, con los ojos relucientes como cristal de roca. Advirtió que Eneas retrocedía y le dijo en voz baja:

—No te hará daño, no es venenosa.

—Lo sé —contestó Eneas—. Mi madre era sacerdotisa de Afrodita y compartía su lecho con seres más extraños que las serpientes. No me preocupa tu culebra.

—Puedo trasladarla a la cama de la niña, si lo prefieres —dijo Casandra al tiempo que alzaba a Miel y la tendía en el jergón.

La niña gimió y Casandra se sentó a su lado, arrullándola hasta que consiguió que volviera a dormirse.

—No es que me importe —declaró Eneas—, pero para ella yo soy un extraño. Pasará una noche más tranquila en la camita de la niña.

Cansandra sintió que le ardían las mejillas cuando se levantó y cogió a la serpiente, tendiéndola cerca de Miel. Ésta se deslizó, envolviendo con sus anillos la cintura de la niña. Miel se quedó tranquila por aquel contacto familiar. Cansandra se volvió, tomó el manto de Eneas y lo dejó a un lado.

—Ignoraba que tu madre fuera sacerdotisa de Afrodita —comentó.

—Cuando era niño, me decían que era hijo de Afrodita. Más tarde supe quién era en realidad mi madre y llegué a conocerla bien. No me sorprende que a mi padre le pareciese la diosa. Era muy bella. Creo que las sacerdotisas de Afrodita son elegidas por su belleza.

—Y si la sirven adecuadamente, ella podría prestarles la suya propia —añadió Casandra.

—No puede ser sólo eso —declaró Eneas—; pues en tal caso, hace tiempo que habrías sido elegida para su servicio.

La observación hizo que se estremeciera. ¿Estaba siendo introducida deliberadamente a servir a la diosa que infundía el desordenado culto al amor carnal en las vidas de los hombres y las mujeres? ¿Era esa despreciada diosa la que trataba ahora de poner su mano sobre ella y apartarla del compromiso que había contraído con Apolo?

Ya había visto cómo Afrodita trastornaba a quienes la adoraban. Eneas era hijo suyo, ¿la adoraba también?

No podía preguntarle aquellas cosas. Él se sentó en el borde de la cama para descalzarse. Ella se acercó y Eneas la tomó en sus brazos, retirando el pasador de sus cabellos que cayeron sueltos hasta ocultar su cara y todas sus preguntas. Ya no importaba. Todas las diosas, cualesquiera que fuesen, eran sólo una y ella debía servirla como cualquier otra mujer.

Oyó deslizarse a la serpiente mientras desplazaba sus anillos. Eneas extendió una mano hacia el ofidio, manteniendo su otro brazo alrededor de su cintura.

—No es extraño que hayas permanecido virgen tanto tiempo con semejante guardián de tu castidad —murmuró, con una sonrisa—. ¿Tienen todas las doncellas de Apolo vigilantes como ésta?

—Oh, no —dijo ella mientras se retrepaba en sus brazos. Luego se levantó para apagar la lamparilla. La oscuridad llenó la estancia y se oyó a sí misma reír de nuevo, quedamente. Más allá de su risa percibió, muy lejano, el resonar del trueno y después el repentino repiqueteo de la lluvia.

—Resplandeciente Afrodita, si he de servirte como casi todas las mujeres, después de haberme negado a tu servicio durante tantos años, derrama sobre mí algunos de tus dones —murmuró.

Percibió una vibración luminosa rodeándola. ¿O fue sólo el ocasional destello de un relámpago cuando la acarició Eneas en la oscuridad?

Al llegar el alba, Casandra se deslizó silenciosamente de la cama para sentarse ante la ventana, recordando y saboreando cada detalle de la noche. Pronto los aires de la cima despejarían de la perlada niebla que envolvía la ciudad.

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