La Antorcha (66 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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En el lugar más elevado del templo de Apolo los vientos ya rugían en torno de los muros. Eneas estaba en pie, aún no armado.

—No hay razón para que me arme si he de competir en lucha sin armas —dijo—. Aceptaré a cualquier adversario que no sea Aquiles. Anoche soñé...

—¿Te envió el dios un sueño dichoso? —le preguntó Casandra.

—Dichoso o infausto, no lo sé —contestó—. Me parece que ya he conseguido mi buena fortuna.

Se inclinó y la besó.

—¡Prométeme que no lo lamentarás, querida mía!

—En absoluto —le dijo.

Ya no le importaba. Había aguardado tantos años, rechazando incluso, según creía, al propio Señor del Sol... y ahora, en plena guerra, entre las sombras de la muerte, había hallado el amor sabiendo que no podía durar. Cuando en el lado opuesto de la estancia Miel se agitó, presa de alguna pesadilla, corrió a tranquilizarla. La acunó y arrulló con cariño, y vio que los ojos de Miel se volvían hacia aquella figura que no le resultaba familiar en el dormitorio. De repente, se sintió vagamente satisfecha de que la niña fuese demasiado pequeña para expresar su sorpresa o su curiosidad.

Luego, cuando volvió a estar junto a él, pensó en todas las mujeres de Troya que durante todos aquellos años habían ceñido las piezas de las armaduras de sus hombres, que les habían enviado a luchar o a morir; y en que por una vez compartía sus preocupaciones y temores.

Le ayudó a atarse la última correa del peto. El resto de su armadura se lo pondría en el campo. Aún no había sonado la trompeta que llamaba a los hombres al campo. Y no era seguro que se oyese aquella mañana. Sólo quienes fueran a competir en los Juegos fúnebres de Patroclo necesitarían levantarse y salir, aunque se montaría una atenta guardia por si los aqueos trataban de romper la tregua.

—Ven, bésame, amor mío. He de irme —dijo él abrazándola con fuerza por última vez.

—Aún no, ¿Quieres que te traiga un poco de pan y de vino? —le preguntó.

—No te preocupes, cariño, he de desayunar con los soldados de mi unidad —titubeó y apretó su rostro contra la mejilla de ella—. ¿Puedo volver esta noche?

Casandra no supo qué decir y él confundió la causa de su silencio.

—Ah, no debería... tus hermanos son amigos míos, tu padre es mi anfitrión...

—Por lo que respecta a mi padre o a mis hermanos, no hay hombre en toda Troya ante el que deba responder de mis actos —declaró Casandra secamente—. Y tu esposa, mi hermana, me dijo cuando nos despedimos que no abominaría de nada que te hiciese feliz.

—¿Dijo eso Creusa? Me pregunto... bien, se lo agradezco entonces. Yo podría habértelo dicho, pero ha sido mejor que lo supieras de ella.

Impulsivamente la atrajo hacia sí de nuevo.

—Permíteme que vuelva —suplicó—. Puede que no tengamos mucho tiempo... ¿Y quién sabe lo que puede ser de nosotros? Pero estos días de tregua...

Por toda Troya, pensó ella, mujeres que acababan de abandonar los lechos de sus hombres, ajustaban sus armaduras, aprovechando esos últimos y breves momentos de demora y de besos, tratando de no pensar en la vulnerabilidad de la carne que acariciaban.

Eneas pasó una mano por sus cabellos.

—Ni siquiera con Afrodita tengo ahora pendencia... porque fue ella quien te trajo hasta mí. Le sacrificaré una paloma tan pronto como pueda.

Había palomas suficientes en el templo de Apolo, pero Casandra le repugnó sugerirle que comprase una. En cierto sentido, Eneas había robado algo que pertenecía a Apolo, aunque ella no sabía ahora ni había sabido nunca por qué tenía que pertenecer a alguien que no fuese ella misma. Entonces se recriminó su estupidez; no era la primera de las doncellas del Señor del Sol que llevaba un hombre a su lecho y difícilmente sería la última. Se alzó de puntillas para besarlo.

—Hasta la noche entonces, amor mío —dijo.

Acudió al parapeto para verle bajar por la ciudad. Aún no había amanecido del todo. Las nubes cruzaban por la llanura ante Troya y sólo se veían algunas siluetas en las calles; soldados que iban en busca de su comida matinal.

Se sentía cansada y hubiera debido volver a la cama. Pero se preguntó cuántas de las mujeres de la ciudad que acababan de enviar a sus amantes o a sus maridos al combate, o al combate simulado de los Juegos que iban a celebrarse, podrían volver a dormir. Regresó a su habitación y halló todavía a Miel bajo las mantas. Se vistió con rapidez. No deseaba andar por los patios; por alguna razón, estaba segura de que se encontraría con Crises y de que éste intuiría al instante lo ocurrido, sin que ella pudiera soportar su mirada. En los últimos tiempos le había ido dejando a Filida el cuidado de las serpientes así que no tenía razón alguna para ir al patio de los ofidios.

Advirtió con sorpresa que le pesaba la soledad. Siempre había vivido sola y se había acostumbrado a no necesitar compañía. Entonces recordó que no había nadie en el templo del Señor del Sol con quien poder hablar de lo que pasaba en su corazón.

Varias de las mujeres de Pentesilea ocupaban una estancia no muy alejada de la de Casandra; las más se hallaban en un patio cercano en donde dormían sobre mantas enrolladas. Una o dos estaban despiertas y desayunaban pan y el áspero vino nuevo que se elaboraba en el templo. A Pentesilea, por su rango, se le había asignado una pequeña habitación situada al final de la gran sala. Casandra atravesó el antiguo mosaico de conchas marinas y espirales, de puntillas para no despertar a las que dormían. Llamó con suavidad a la puerta. La vieja amazona la abrió y le pidió que pasara.

—¡Buenos días, mi querida niña! ¡Qué cansada y soñolienta pareces!

Abrió los brazos y Casandra se refugió en ellos, llorando sin saber por qué.

—No tienes que llorar —dijo Pentesilea—. Pero si lloras, yo diría que hay motivo bastante. Sé que anoche saliste del banquete con Eneas, ¿te ha seducido ese rufián?

—No, no es nada de eso —contestó Casandra, con acritud.

Y se preguntó por qué sonreía Pentesilea.

—Bien, y si se trata de que estás enamorada, ¿por qué lloras?

—No... no lo sé. Supongo que porque soy tan estúpida como siempre supe que lo eran las mujeres que participan en tales juegos con los hombres y hablan de amor y lloran...

Y ahora, pensó, no soy mejor que ninguna de ellas.

—El amor puede trocar en estúpida a cualquiera —afirmó Pentesilea—. Tú has conocido el amor más tarde que la mayoría, eso es todo. El tiempo para llorar por amor es el de los trece años, no el de los veintitrés. Y, como cuando tenías trece no lloraste ni gemiste por ningún guapo muchacho, llegué a creer que quizá serías de las que buscan amantes entre las mujeres...

—No, nunca pensé en eso —afirmó Casandra—. He conocido lo que es desear mujeres —añadió, pensativa—. Pero lo atribuí a que quizá las veía a través de la mente y de los ojos de Paris.

Recordó a Helena y a Enone y cuan intensamente había sido consciente de su presencia; una parte de ella siempre sentiría un gran afecto por Helena. Pero lo de ahora era algo distinto y del todo inesperado. La enfurecía sentirse tan estúpida por un hombre con quien ni siquiera podía esperar compartir la vida.

Lloró de nuevo; esta vez con rabia. Trató de expresarla con palabras, pero Pentesilea dijo:

—Es mejor la ira que la pena, Casandra. Tiempo habrá de penar si la guerra prosigue. Vamos, ayúdame, Ojos Brillantes.

El viejo apelativo cariñoso hizo que sonriera a través de las lágrimas.

Casandra recogió la armadura, confeccionada con piezas superpuestas de cuero cocido y endurecido, y reforzadas con placas de bronce. Estaba adornada con espirales y rosetas de oro. La pasó sobre la cabeza de la amazona, haciendo que se volviera para ajustar las correas.

—Si algún daño me sobreviniese en esta guerra —dijo Pentesilea—, prométeme que mis mujeres no serán esclavizadas ni se verán obligadas a casarse; eso destrozaría sus corazones. Haz que, si la ciudad sobrevive, queden en libertad de marcharse sanas y salvas.

—Te lo prometo —murmuró Casandra.

—Y si yo muriese, quiero que este arco sea tuyo; mira, tengo incluso aquí, en el fondo de mi aljaba, algunas flechas de los centauros. La mayoría de mis mujeres emplean ahora saetas de punta metálica porque pueden perforar armaduras como la mía; pero las flechas de los centauros... ¿Conoces el secreto de su magia?

—Si, sé que emplean veneno...

—Exacto, venenos poco conocidos, extraídos de la piel de los sapos —afirmó Pentesilea—. Y son capaces de matar aunque la herida que inflijan sea leve. Pocos de tus enemigos, ni siquiera entre los aqueos, irán protegidos de los pies a la cabeza. Estas flechas son, por así decirlo, un modo de compensar la desventaja que las mujeres tenemos en talla y fuerza.

—Lo recordaré —dijo Casandra—. Mas pido a los dioses que no reciba en herencia a tus mujeres ni a tu arco y que portes tus armas hasta que se depositen en tu tumba.

—Pero este arco en mi tumba de nada serviría —objetó Pentesilea—. Cuando haya muerto, tómalo, Casandra, o deposítalo en el altar de la Doncella Cazadora. Prométemelo.

Los aqueos no intentaron romper la tregua durante los sietes días que duraron los Juegos fúnebres en honor de Patroclo ni durante los tres siguientes, que fueron dedicados a una fiesta en la que se distribuyeron los premios. Casandra no asistió a los Juegos ni a la fiesta pero supo de ambos a través de Eneas, que venció en el lanzamiento de la jabalina y ganó una copa de oro. Héctor se mostró contrariado porque participó en lucha y fue vencido por el capitán aqueo llamado Ayax el Mayor; mas le consoló un poco que su hijo Astiánax ganase la carrera pedestre para muchachos, aunque era el más pequeño de los contendientes.

—¿Qué recibió? —le preguntó Casandra.

—Una túnica de seda de Egipto, teñida con púrpura. Resulta demasiado grande para él y demasiado bonita para que la destroce un niño pero podrá vestirla cuando crezca —dijo Eneas—. Y a final del banquete, nos dieron las gracias por nuestra presencia en los Juegos y afirmaron que por la mañana nos encontraríamos en el campo de batalla. Así que vamos a dormir, amor mío, porque harán sonar el cuerno para despertarnos una hora antes del amanecer.

Se tendió y la atrajo hacia sí. Ella le abrazó con júbilo. Pero al cabo de un momento, preguntó:

—¿Estuvo Aquiles?

—Sí, la muerte de Patroclo lo ha enfurecido más que cualquier insulto de Agamenón. Deberías haber visto cómo miraba a Héctor; parecía Gorgona dispuesta a convertir a tu hermano en piedra. Sabes muy bien que nadie me considera cobarde, pero me alegra que mi destino no sea luchar contra Aquiles.

—Es un loco —dijo Casandra, con un escalofrío.

Y cortó la charla, poniendo la cabeza de Eneas bajo la suya para besarlo. Se durmieron abrazados; pero pasado cierto tiempo, Casandra tuvo la impresión de que se despertaba y se levantaba... No, porque, volviendo la vista atrás, pudo verse todavía en la cama, yaciendo entre los brazos de Eneas.

Ligera como un espíritu, se deslizó a través del templo, flotando donde las amazonas aún permanecían despiertas, afilando sus armas. Pasó sobre el palacio hasta llegar a las habitaciones que ocupaban Paris y Helena. Paris dormía profundamente; y Helena vagaba, con las mejillas mojadas por las lágrimas, arriba y abajo de la habitación donde habían muerto sus hijos. Aún tiene a Paris, ¿pero es suficiente? ¿Qué será de ella si somos derrotados?¿La arrastrará Menelao hasta Esparta sólo para matarla? Durante un momento, a Casandra le pareció ver a los capitanes aqueos echando a suertes a las mujeres conquistadas y llevándoselas a las negras naves que llenaban el puerto, rebosantes de suciedad y de horror...

No, aquello no era más que un sueño. Existía la posibilidad que nunca llegara a realizarse. La muerte de Patroclo y el retorno de Aquiles a la contienda habían cambiado el sentido de las corrientes del futuro, lo sabía. Incluso los dioses estarían haciendo nuevos planes. La noche parecía centellear con reflejos de luz de luna y, mientras se deslizaba como un fantasma hacia el campamento aqueo, enormes siluetas atravesaron la oscuridad. Ningún ser mortal, lo sabía, podía verla en su estado presente, mas para los dioses era fácil sorprenderla mientras espiaba en este mundo de espíritus...

Ignoraba hacia dónde se dirigía; pero por alguna razón desconocida, un firme sentido de determinación la impulsaba. Se detuvo un instante en la tienda donde dormía Agamenón. No le pareció realmente más alto de lo normal sino un hombre de aspecto corriente con un gesto de inquietud en el rostro. Este hombre estaba casado con la hermana de Helena y había sacrificado a su propia hija para obtener un viento propicio. ¿Exigían en verdad los dioses de los aqueos actos tan odiosos, o es que tenían sacerdotes que así lo proclamaban en servicio de sus afanes corrompidos? Supuso que un hombre malvado era malvado en todas partes, y que entre los aqueos se desenvolvería con más facilidad. Mientras deambulaba por allí, el durmiente se volvió boca arriba y abrió los ojos. Casandra tuvo la impresión de que podía verla, y quizás era cierto si él estaba soñando.

—¿Has sido enviado para tentarme, doncella? —murmuró, aunque ella no creyó que en realidad hablara.

—Sólo sueñas que estoy aquí —le dijo—. Soy el espíritu de la hija que enviaste a la muerte, y pido a los dioses que te envíen sueños malignos.

Salió a través de la pared de la tienda, pero oyó el alarido que emitió al despertar aterrado. No hubiera deseado ser él esa noche.

Siguió avanzando hasta encontrarse en la tienda de Aquiles. El príncipe aqueo se hallaba despierto, tendido boca arriba y con los ojos muy abiertos. Al otro lado de la tienda, sobre una camilla, estaba el cuerpo de Patroclo. Casandra no comprendió aquello, el cadáver debería haber sido ya incinerado o enterrado, o incluso expuesto para que lo devoraran las grandes aves carroñeras, como era costumbre entre algunas de las tribus de las grandes estepas. Sin embargo, el cuerpo había sido embalsamado y Aquiles continuaba velándolo. Sus extraños y pálidos ojos aparecían hinchados como si llevara llorando largo tiempo, y hasta ella llegó el sonido de sus sollozos.

—¡Oh, madre! —exclamó entre suspiros.

Casandra no supo si invocaba a su madre terrenal o si llamaba a una diosa.

—¡Oh, Madre, me dijiste que Zeus Tonante prometió para mi honor y gloria y mira cuál es mi estado: vilipendiado por Agamenón y ahora privado de mi único amigo!

Pensó: Deberías haber pertenecido a la clase de persona que pueden tener más de un amigo en la vida. Percibió de nuevo sus gemidos sin palabras y después sus gritos, dirigidos a Patroclo:

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