La Antorcha (64 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—¡Estás herido!

—Nada serio, te lo aseguro, querida —afirmó Héctor—. He recibido heridas peores adiestrándome en el campo.

Tenía en el antebrazo una larga cuchillada que no había alcanzado el tendón. Bastaría lavarla con vino y aceite y cubrirla después con un vendaje apretado. Andrómaca no quiso aguardar al curandero y se ocupó ella misma.

—¿Lo mataste? —le preguntó.

—No estoy seguro de que haya muerto, pero sí de que nadie se recupera de una estocada como ésa en los pulmones.

Antes de que acabara de hablar, oyeron un gran grito de cólera y de dolor, que se alzó del campamento aqueo.

—Está muerto —dijo Héctor—. Buen golpe, al menos para Aquiles.

—Mira —señaló Troilo—. Allí está.

Sin duda, era Aquiles, que vestía tan sólo su pampanilla. Salió de la tienda, y se dirigió a grandes zancadas hacia las murallas de Troya. Sus largos y rubios cabellos flotaban en el aire. Cuando llegó casi al alcance de un tiro de flecha, se detuvo y alzó un puño, que agitó ante las murallas. Gritó algo que la distancia impidió que oyeran.

—Me pregunto qué estará diciendo —comentó Héctor.

Paris, que estaba desarmándose cerca de él, contestó:

—Supongo que algo como ¡Héctor, hijo de Príamo, baja aquí, que voy a matarte diez veces!, con algunos comentarios intercalados sobre tus antepasados y progenitores.

—O, más probablemente, diez mil veces —agregó Héctor—. No soy capaz de entender las palabras pero el tono es bastante sugerente.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Paris—. ¿Lo celebramos?

—No —contestó Héctor serenamente—. Yo no me alegro; era un hombre valiente y honorable, según creo. Puede que fuese el único que frenaba la locura de Aquiles. Estoy seguro de que la guerra empeora por su desaparición.

—No puedo entenderte —dijo Paris—. Nos hemos desembarazado de un gran guerrero y no te muestras contento. De haberle matado, yo estaría dispuesto a celebrar una fiesta y un banquete.

—Si todo lo que deseas es un banquete, seguro estoy de que podremos disponerlo de un modo o de otro —dijo Héctor—. Tengo la certeza de que muchos se alegrarán; pero si matamos a los enemigos decentes y honorables entre los aqueos, nos quedaremos con los locos y con los rufianes. No temo a ningún hombre cuerdo, pero Aquiles... ésa es otra cuestión. Posiblemente lamento la pérdida de Patroclo tanto como cualquier hombre a excepción del propio Aquiles.

Eneas se asomó a la muralla.

—¿En dónde está Aquiles? Ha desaparecido.

—Es probable que haya regresado a su tienda y esté tratando de conseguir de Agamenón la suspensión de la lucha durante unos días de duelo.

—Ésa podría ser la ocasión de golpearles con fuerza, antes de que Aquiles se recobre y mientras se hallen desorganizados —dijo Paris.

Héctor negó con la cabeza.

—Si solicitan una tregua, estamos obligados por nuestro honor a otorgársela —afirmó—. Ellos nos la concedieron para llorar a tus hijos, Paris.

—Yo no la pedí —bramó Paris—. ¡Esto no es una guerra, sino un minucioso intercambio de cumplidos, como una especie de danza!

—La guerra es un juego con reglas como cualquier otro —dijo Príamo—. ¿No fuiste tú, Paris, quien se quejó de que Agamenón y Odiseo habían vulnerado las normas cuando se apoderaron de los caballos tracios?

—Si tenemos que luchar, hemos de intentar vencer —contestó Paris—. No veo la razón de intercambiar cortesías con un hombre a quien trato de matar y está haciendo cuanto puede por devolverme el favor.

Héctor y Paris empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Primero uno y después otro —exigió Príamo.

Héctor se impuso con su fuerte voz.

—Esas «cortesías», como las llamas, son lo que hace de la guerra una empresa honrosa para hombres civilizados; si dejáramos de otorgar tales cortesías a nuestros enemigos, la guerra no sería más que una faena sucia, desempeñada por carniceros y por la hez de la canalla.

—Y si no vamos a luchar, ¿por qué no zanjamos nuestras diferencias tirando al blanco con el arco, o en una prueba de lucha sin armas? —preguntó Paris—. Me parece que en este caso sería más lógica la competición que la guerra; estamos compitiendo por un premio.

—¿Es Helena el premio? ¿Crees que ella estaría dispuesta a ser el premio en una prueba de tiro? —preguntó Deifobo.

—Probablemente, no —contestó Paris—. Pero es normal otorgar a las mujeres como premio para alguien.

A primeras horas del día siguiente, Agamenón, vistiendo la blanca túnica de un heraldo, acudió bajo la bandera de paz al palacio de Príamo y, como oferta de paz, entregó a las dos domésticas de Hécuba, Kara y Adrea. Luego solicitó de Príamo, en honor del muerto, una tregua de siete días, porque Aquiles deseaba celebrar unos Juegos fúnebres para honrar a su amigo.

—Se otorgarán trofeos —dijo—. Los hombres de Troya están invitados a competir y, a la hora de conferir los premios, se les considerará en términos de igualdad con nuestra propia gente.

Al cabo de un momento añadió que Príamo sería bien acogido como juez de aquellas pruebas en las cuales fuese experto, quizás en carreras de carros o en tiro con arco. Príamo le dio las gracias con solemnidad y ofreció un toro como sacrificio a Zeus Tonante y un caldero de metal de premio para la competición de lucha.

Después de que Agamenón hubo aceptado los regalos y se marchara entre corteses expresiones de estimación, Paris inquirió con enojo:

—Supongo que competirás en esta farsa, ¿verdad, Héctor?

—¿Por qué no? El espíritu de Patroclo no me negará un caldero o una copa, ni un buen banquete de funerales. Ya no existe pendencia entre él y yo. Y si he de morir en el asalto final a Troya, en caso de que se produzca, tendremos algo de qué hablar en el Más Allá.

Un silencio mortal gravitó sobre Troya y sobre el campamento aqueo durante todo el día siguiente. A media tarde, Casandra bajó hasta las murallas de la ciudad. Desde lo alto del muro del templo del Señor del Sol su visión abarcaba el campamento y la playa llena de naves, pero no oía nada ni era capaz de deducir lo que estaba sucediendo.

Andrómaca se hallaba en la muralla con Héctor y otros miembros de la casa de Príamo. Dieron la bienvenida a Casandra y le hicieron sitio donde pudiera ver lo que estaba sucediendo.

—Éste sería el mejor momento para atacarles y quemar el resto de sus naves —sugirió Andrómaca.

Pero una mirada furiosa de Héctor la obligó a rectificar.

—Bromeaba, amor mío. Sé que no eres capaz de romper una tregua.

—Ellos lo son —le recordó Paris—. Si yo hubiera muerto y vosotros solicitado una tregua para enterrarme, ¿crees de veras que no os asaltarían en mitad de las fiestas? Es probable que Odiseo y Agamenón estén apremiándoles precisamente ahora para que nos ataquen cuando menos lo esperemos.

—El campamento parece casi desierto —dijo Casandra—. ¿Qué estarán haciendo?

—¡Quién sabe! —dijo Paris—. ¿A quién le importa?

—Yo lo sé —respondió Héctor—. Los sacerdotes preparan el cadáver de Patroclo para la cremación o el sepelio. Aquiles gime y llora. Agamenón y Menelao tratan de hallar algún medio de romper la tregua. Odiseo intenta que no griten para que no podamos oírles. Los mirmidones se disponen para los Juegos de mañana y el resto del ejército se emborracha.

—¿Cómo lo sabes, padre? —preguntó Astiánax.

—Porque es lo que haríamos nosotros de estar en su situación —contestó Héctor, riendo.

En aquel momento surgió del interior de la muralla un joven mensajero que vestía la túnica de los novicios de Apolo.

—Perdonadme, nobles; traigo un mensaje para la princesa Casandra.

Casandra frunció el entrecejo. ¿Habría mordido a alguien una de las serpientes o estaría enfermo alguno de los niños? No podía imaginar otra razón para que fueran a buscarla. Había cumplido con sus deberes cotidianos en el templo, nunca demasiado acuciantes, y recibido permiso para ausentarse.

—Aquí estoy. ¿Qué quieres?

—Señora, han llegado huéspedes al templo del Señor del Sol. Vinieron por las montañas para sustraerse al bloqueo aqueo y te buscan. Dicen que se trata de una cuestión muy urgente que no admite demora.

Extrañada, Casandra se inclinó ante su padre y partió. Mientras subía hacia el templo se preguntaba quiénes podrían ser y por qué reclamaban su presencia. Penetró en la sala en donde se recibía a los visitantes; en la oscuridad de la estancia, tras el resol de afuera, los desconocidos eran sólo media docena de siluetas contusas.

Una figura se destacó de entre quienes esperaban, fue hacia ella y abrió sus brazos.

—Mi corazón se alegra al verte, hija —declaró.

Y Casandra, adaptando sus ojos a la penumbra, pudo ver el rostro de la amazona Pentesilea, y la abrazó con entusiasmo.

—¡Oh, cuánto me alegra verte! ¡En mi regreso de Colquis no encontré rastro de vosotras y creí que habíais muerto! —gritó.

—Sí, he oído que nos buscabas pero habíamos ido a las islas en demanda de ayuda y quizá de un nuevo lugar para vivir —le explicó Pentesilea—. Nada de eso logramos. Por tanto, tuvimos que regresar y no encontré medio de enviarte un mensaje.

—¿Pero qué estáis haciendo aquí? ¿Cuántas sois?

Traje conmigo a todas las que quedaban y no optaron por vivir en las ciudades bajo el dominio de los hombres. Hemos venido a defender Troya de sus enemigos. Príamo me dijo una vez, hace muchos años, que mal tenía que estar Troya para que recurriese a las mujeres en defensa de su ciudad. Quizás ahora conozca yo mejor que él la terrible situación en que Troya se encuentra.

—Ignoro si mi padre aceptará eso —dijo Casandra—. El ejército tiene alta la moral porque Héctor acaba de matar al segundo entre los más peligrosos guerreros de las huestes aqueas.

—Sí, me lo han dicho en el templo —contestó Pentesilea—. Pero no creo que Troya esté ahora* más segura por la muerte de Patroclo.

—Tía —dijo Casandra, en tono grave—. Troya caerá, mas no por la intervención de hombre alguno. ¿Crees que podemos detener la mano de un dios?

Pentesilea mostró su antigua sonrisa.

—No es la destrucción de las murallas lo que debemos temer sino la destrucción de nuestras propias defensas. Troya podría ser derrotada y saqueada y si es voluntad de los poderes superiores que eso suceda... —Su voz se quebró y extendió los brazos hacia Casandra que se refugió en ellos como la niña que antes había sido—. Mi pobre hija, ¿cuánto tiempo has soportado sola todo esto? ¿Es que no hay nadie en Troya, soldado, rey o sacerdote, que confíe en tu misión? —preguntó mientras la apretaba contra su enjuto pecho—. ¿Ni entre tus parientes y hermanos? ¿Ni siquiera tu padre?

—Ellos menos que cualquiera —murmuró Casandra—. Les irrita que hable de la destrucción de Troya. No quieren escuchar. Y tal vez tengan razón, puesto que no puedo brindarles un modo de sustraerse a ese destino sino decir tan sólo que ha de sobrevenir.

—Pero hacerte sufrir todo esto aislada... —empezó a decir Pentesilea, luego calló y suspiró—. Mas ahora tengo que presentarme con mis guerreras ante Príamo y saludar a tu madre y hermana mía.

—Te acompañaré al palacio para que te reciba —decidió Casandra.

La vieja amazona rió.

—No le entusiasmará mi llegada, hija mía, y cuanto más desesperadamente precise de las destrezas bélicas de mis mujeres, menos bienvenida seré. Lo mejor que puedo esperar es que no nos rechace. Tal vez he aguardado lo bastante para que comprenda la situación en que está y que necesita incluso a un pequeño grupo de buenas guerreras. Las mías suman treinta y cuatro.

—Sabes tan bien como yo que Troya no puede permitirse rechazar ninguna ayuda, venga de donde viniere, aunque hubieses traído contigo un ejército de centauros. Pentesilea suspiró y movió la cabeza. —Jamás volverá a haber un ejército semejante —dijo entristecida—. Los últimos guerreros han desaparecido. Después de que murieron sus caballos acogimos a media docena de sus niños más pequeños. Ahora los aldeanos rascan el suelo para obtener una cosecha de cebada y unos nabos para sus cabras y cerdos en donde antaño galopaban los caballos de los centauros. Nuestras yeguas también han perecido, salvo unas cuantas que se hallan en un estado lamentable. Son pocos ahora los caballos en las planicies próximas a Troya. Las últimas manadas salvajes fueron capturadas por los aqueos o por los propios tróvanos.

—La manada sagrada de Apolo aún pasta en libertad por las laderas del monte Ida; nadie se ha aventurado a tocarla —le recordó Casandra—. Ni siquiera las sacerdotisas del Padre Escamandro han osado pasar una brida por sus cabezas.

Pero eso le hizo pensar en Enone y se preguntó cómo viviría. Habían pasado años desde la última vez que vio a la muchacha. Ahora las mujeres del monte Ida jamás bajaban a la ciudad, ni siquiera en las fiestas. Paris nunca la mencionaba y, por lo que Casandra podía deducir, nunca pensaba en ella, a pesar de que ahora, muertos los hijos de Helena, el de Enone era el único que tenía.

—Tú y tus mujeres debéis estar cansadas del viaje —dijo—. Os ofrezco la hospitalidad del templo del Señor del Sol. Dejadme que llame a las sirvientas para que os conduzcan al baño y, si queréis, os proporcionarán túnicas limpias...

—No, querida niña —contestó Pentesilea—. Un baño nos vendría bien pero mis mujeres y yo nos presentaremos con nuestras armaduras y nuestros calzones de cuero. Somos lo que somos y no pretendemos otra cosa.

Casandra fue a organizar la nueva situación y decidió cenar en el palacio. Enviaría un mensaje anunciando que se presentaba con invitados, pero sólo revelaría su identidad a la reina Hécuba. Sabía que, en razón del parentesco, les brindaría una buena acogida; pero también sabía que a Príamo no le gustaban las amazonas. Incluso así, las leyes de la hospitalidad eran sagradas y estaba segura de que el rey jamás las transgrediría.

Como desafío, pensó en ponerse sus antiguos calzones de cuero y portar sus armas. Príamo se enfurecería, pero ella mostraría que se identificaba con las amazonas. Mas cuando sacó del cofre las antiguas prendas, recordó que no había tenido en cuenta la suave túnica interior. Fue confeccionada para la niña que era cuando cabalgaba con las amazonas. El cuero de los calzones estaba viejo y agrietado y también le estaban pequeños. ¿Por qué había guardado aquello durante tantos años? La muchacha que ella había sido ya no existía.

En el fondo del cofre descansaba su arco de madera y cuerno. Supuso que aún podría tensarlo. Y conservaba sin herrumbre y relucientes su espada y su daga. Aún podría cabalgar y tengo la seguridad de que sería capaz de luchar si preciso fuese, pensó, aunque no posea indumentaria propia de una amazona; quizás antes de que la ciudad caiga, pueda empuñar las armas en su defensa. No es el vestido sino las armas y la destreza, las que hacen a una amazona. Se vio y se sintió, colocando una flecha en el gran arco y tirando de la cuerda hacia atrás hasta hacer volar la saeta, aunque no había movido ni un solo músculo, Mas, ¿contra quién? No veía el blanco al que se dirigía la flecha...

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