En la sala de las serpientes halló a las sacerdotisas, corriendo de un lado para otro, a medio vestir, tratando de recuperarlas. Aquella mañana muchas habían abandonado los lugares en que tenían que hallarse y se habían refugiado en el jardín. Una o dos de las más dóciles, al ser atrapadas y devueltas a sus sitios, habían mordido a quienes
Bastaría con que el dios le tocase un solo momento para que muriese, pensó, entristecida.
_Si ésa es la única tarea que los dioses me reservan —dijo con firmeza—, la llevaré a cabo.
_No merece la pena que me vaya solo a Creta o a Thera —opinó Crises—. Podrías ir conmigo como fuiste a Colquis para estudiar las artes de las serpientes; o a Egipto, donde siempre son bien acogidas las sacerdotisas. En Egipto, y en especial en Cnosos, construyen de continuo y hay trabajo para un hombre entendido en pesos y medidas. He oído que van a reconstruir el palacio que se derrumbó con el último toque de Poseidón, El que hace temblar la Tierra.
—Pues no vayas solo —repuso Casandra—. Llévate a Criseida. Jamás fue feliz aquí. No querrás que cuando la cautiven vuelva al lecho de Agamenón, ¿verdad?
—No es a Criseida a quien Agamenón desea —afirmó Crises—. Y tú lo sabes tan bien como yo.
Casandra se estremeció, percibiendo la vibración de la verdad en la voz del sacerdote. Pero contestó:
—Me atengo a mi destino como tú, hermano, te atienes al tuyo; vete pues a Cnosos o a Egipto o al lugar al que te conduzca tu destino, y que todos los dioses te mantengan allí con salud. —Movió la mano, en gesto de bendición—. Sólo te deseo bien, pero separémonos aquí, para siempre.
—Bésame, aunque sólo sea una vez —suplicó él, cayendo de rodillas.
Se inclinó y apoyó levemente los labios contra la arrugada frente, como una madre que besara a su hijo.
—Que lleves la bendición del Señor del Sol allí a donde vayas y me recuerdes con cariño —dijo Casandra.
Prosiguió su camino, dejándole aún arrodillado y confuso. Su mente ya no es la que era, pensó, y quizá sea mejor así. Sufrirá menos cuando lo golpee el destino; no puede tardar para él. Ni para ninguno de nosotros.
Casandra se sintió aterrada. Filida había tratado de decírselo, pero ella no la escuchó. El augurio había sido malo, pero el tiempo del temor ya había pasado
—El Señor del Sol no envió a los suyos una falsa advertencia —afirmó—. En realidad cayó sobre nosotros la mano de Poseidón pero su golpe fue ligero. Oíd, las aves canta de nuevo; el peligro ha pasado, al menos por hoy. Sin embargo, algunas aún parecían inquietas. —La gran sierpe, la Madre de las Serpientes, no ha salido en tres días a buscar su comida —manifestó Filida La hemos tentado con ratones y conejos recién nacidos y luego con un pichón e incluso con un cuenco de leche fresca de cabra. (Este último era ya un raro manjar en Troya, donde habían tenido que sacrificar muchas cabras por falta de pienso; la leche que restaba se reservaba para niños pequeños o para mujeres que, al comienzo de su embarazo, no podían tolerar otro alimento.) ¿Qué significa este augurio, Casandra? ¿Está la Madre irritada con nosotras? ¿Y qué podemos hacer para apagar su ira?
—Lo ignoro —contestó—. No he recibido de la diosa mensaje alguno que indique irritación con nosotras. Creo que quizá debiéramos vestirnos con nuestras prendas de fiesta y cantar en su honor. (Al menos aquello no podría acarrear ningún daño.) Y luego bajaremos e interpretaremos una danza de devoción en los funerales de Héctor.
La idea provocó exclamaciones de alegría entre las mujeres. Como había supuesto, ahuyentó al momento sus temores sobre los presagios. Pero Filida, que había aprendido de Casandra buena parte del arte de las serpientes de Colquis, aguardó un instante mientras las otras iban a cambiarse de ropas.
—Todo eso está muy bien, querida mía, ¿pero y si la gran serpiente sigue negándose a comer?
—Supongo que deberemos aceptarlo como el peor de los augurios —contestó Casandra—. Después de todo, hasta la propia Madre de las Serpientes es sólo una bestia; y ningún animal deja de comer sin razón. Yo he alimentado a la fuerza a serpientes más pequeñas, pero no me siento capaz de hacerlo con ésa. ¿Lo harías tú?
Filida negó con la cabeza, y Casandra prosiguió: —Así que lo mejor que podemos hacer es llevarle la comida que más le gusta y rezar para que se la coma.
—En suma, exactamente lo que haríamos con uno de los Inmortales —dijo Filida con una cínica sonrisa—. Cada vez me pregunto más para que sirven los dioses.
—Tampoco yo lo sé, Filida, pero te ruego que no hables de eso con las demás muchachas —respondió Casandra—, y supongo que mejor será que vayamos también nosotras a vestir nuestras ropas de fiesta.
Filida le palmeó la mejilla, y dijo:
—Pobre Casandra, no sentirás muchos deseos de bailar y de festejar cuando Héctor yace muerto.
—Héctor se halla mejor que la mayoría de quienes aún vivimos en esta ciudad —afirmó Casandra—. Créeme, querida, me alegro por él.
—Ninguno de los míos está combatiendo —dijo Filida—. Y hace tanto tiempo que no voy a una fiesta de funerales que me alegraría aunque fuese en honor de mi propio padre. Danzaremos por la Madre Serpiente y en memoria de Héctor, y espero que les beneficie a ambos.
Se marchó y Casandra se inclinó ante la gran ruta artificial que había sido excavada en el muro.
Dudó hasta asegurarse de que Apolo no hablaría para prohibirle la entrada y luego penetró con una antorcha encendida para investigar lo que sucedía. La vieja serpiente conocía su olor y no la atacaría, pero tampoco se acercaría a la antorcha. En la semioscuridad del interior de la cueva, Casandra percibió el antiguo hedor que llevaba el miedo hasta la misma médula de los huesos de los humanos, pero ella había sido adiestrada para ignorarlo.
Se arrastró, evitando una mancha de inmundicias en la cueva. En condiciones normales, las serpientes eran más limpias que los propios gatos; ésta no hubiera ensuciado su cueva si todo fuera bien. Empezó a tantear, buscando el gran bulto de anillos escamados. Prosiguió arrastrándose mientras murmuraba para tranquilizarla. Tendió una mano insegura y frotó con suavidad. Pero en vez de las cálidas escamas que esperaba hallar, tocó lo que le pareció fría cerámica. Presionó con más fuerza. Inerte bajo su mano, la gran serpiente yacía muerta.
Así que ése era el motivo de que no saliera a comer. El presagio era peor de lo que suponían las muchachas, pensó Casandra, suspirando, tendida por un instante al lado del animal muerto. Se preguntó si sería posible volver a la planicie gris de la muerte donde se hallaba Héctor aguardando a su hijo, si encontraría allí a la Madre de las Serpientes y si lograría que le hablase, siendo su sacerdotisa, con voz humana.
Bien, eso no supondría una gran ventaja. Si tenía ocasión de cruzar de nuevo la llanura, tal vez la encontrara; eran tantas las preguntas sin respuesta acerca de la muerte que nunca podía entender que alguien la temiese o se enfrentara a ella sin una ansiosa curiosidad.
Retrocedió arrastrándose hasta salir de la cueva y colocó ante la entrada la antorcha, en señal de que no debía molestarse a su ocupante. Filida regresó y le preguntó: —¿Entraste en la gruta? ¿Está bien? —Muy bien —contestó Casandra con voz firme—. Ha cambiado la piel y no debe inquietársela. Filida se sintió aliviada.
—Oh, pero aún no te has arreglado... ni te has puesto tus sandalias de danza.
—Héctor no se preocupará de lo que vista —le contestó—. Y puedo bailar tanto descalza como con sandalias. Cuando las muchachas se reunieron de nuevo en el santuario, ella marcó los pasos de la danza, que era más antigua que la propia Troya. Al concluir, lanzó el lamento postrero, murmurando para sí una oración por la vieja serpiente. Luego se preguntó si sería adecuado rezar por el alma de una bestia que probablemente no existía. Bien, si poseía alma, bienvenida sería la oración; y si no la tenía, no le causaría daño.
—Y ahora a la fiesta —dijo y las hizo salir hacia el palacio. Príamo no las esperaba; pero, a pesar de eso, fueron bien recibidas, y a Hécuba le complació que hubiesen acudido a rendir tributo a Héctor. Casandra permaneció en el centro de las danzarinas, observando cómo se enroscaba en torno de ella la larga espiral de mujeres, entre el revoloteo de sus blancas vestiduras, y luego marcó el despliegue de los anillos de la antigua danza del laberinto. Cuando terminaron la danza y la canción, Casandra indicó a las sacerdotisas que antes de sentarse ayudasen a llenar las copas de los invitados. Ella misma escanció una copa y la llevó a Pentesilea. Fatigada y desalentada, sintió que no había nadie más en la sala con quien pudiera hablar. Ni incluso con Eneas, aunque éste le sonrió y le hizo señas.
Pentesilea no la importunó con preguntas; simplemente hizo que se sentara junto a ella y compartiera su copa de vino. Y sólo después inquirió:
—¿Qué te sucede, pequeña? Pareces indispuesta. ¿Es sólo por la muerte de Héctor?
Casandra advirtió que las lágrimas inundaban sus ojos. Para todos los demás en Troya era la sacerdotisa, la portadora de cargas, la que respondía a todas las preguntas que era preciso hacer. Nunca se le ocurrió a nadie que también ella podía tener temores o preguntas propias.
—Hay veces en que desearía haber optado por ser una guerrera —confesó—. No consigo ver en qué se beneficia nadie porque yo sea sacerdotisa.
—Con frecuencia, Casandra, nos son marcados los caminos de la vida. —Al decir esto, la voz de Pentesilea adquirió un tono acerado.
—Entonces, ¿por qué a algunas les es factible elegir?
—Creo que, a veces, nuestra posibilidad de elegir se halla limitada por decisiones que antes tomamos... si no en esta vida quizás en otra —dijo Pentesilea.
—¿Crees realmente eso? —preguntó Casandra.
—Oh, querida, no sé qué creer. Sólo que, como los demás, hago lo que puedo con las opciones que se me brindan en cada momento. Y así haces tú. Pero no debes quedarte aquí sentada, discutiendo con una vieja acerca de los recovecos de las cosas extrañas de la vida. Mira, Eneas ha intentado una y otra vez llamar tu atención. Unos pocos minutos con tu amante te alegrarán más que todas mis filosofías.
Casandra pensó que era posible que tuviera razón, pero no se sentía con ánimos. A pesar de eso, alzó la vista hacia Eneas y le devolvió la sonrisa. El se levantó para acercarse donde ella estaba, y Casandra aceptó una segunda copa de vino aunque advirtió que estaba tan diluido que casi todo era agua.
—Esa danza es encantadora. Jamás había visto nada igual. ¿Es una de las antiguas danzas de Troya?
—Sí, es muy antigua —le dijo—. Pero creo que procede de Creta. Se trata de la danza del laberinto, la espiral de los anillos de la Serpiente Tierra. Dicen que ya se bailaba en el templo de Apolo antes de que éste matase a la Gran Serpiente.
Y una vez más la Gran Serpiente yace muerta y Apolo no nos transmitió advertencia o presagio, pensó abrumada por su temor... ¿Qué podía significar todo eso? Con seguridad la muerte de Héctor era sólo el comienzo de un desfile de desgracias...
Eneas se inclinaba hacia ella con ansiedad, preocupado por su angustia. No quiso asustarle; con él podía hallar incluso un cierto alivio en su inmensa desesperación.
—Déjame que te traiga algo —le rogó—. Apenas has probado nada en el festín. Y hay cabritos y corderos asados; Príamo ha sido generoso. Héctor no querría que te sintieras angustiada. Sea cual fuere el sitio en que esté, podemos tener la seguridad de que se halla bien y de que no mejorará con nuestros lamentos.
Aquello sonaba tan próximo a lo que ella había estado tratando de decir que se sintió poseída de júbilo. Al menos Eneas me entiende cuando hablo ¡No necesito abrirme camino a través de una montaña de miedo y de supersticiones en torno de la muerte! Su rostro parecía resplandecer a la luz de las antorchas. Recordó que le había visto salir ileso de las ruinas de Troya; viviría y el resplandor de su rostro era simplemente la luz de la vida, mientras que por los demás se extendía la palidez de la muerte.
—No quiero comer nada —dijo, aunque un poco antes se había sentido hambrienta.
—Abandonemos entonces esta sala de lamentaciones. Todos los dioses pueden atestiguar que yo quería a Héctor, pero no veo cómo puede mejorar su destino o nuestro entendimiento de éste porque unas personas se sienten en corro y coman hasta casi no poder moverse y beban hasta embriagarse.
Pasó un brazo en torno de ella. Enlazados, salieron a la terraza y contemplaron abajo la oscura superficie del campamento argivo. Había unas cuantas luces dispersas, pero en el resto reinaban las tinieblas.
—¿Qué estarán haciendo ahí abajo? —preguntó Eneas.
—Lo ignoro. Puedo ser una profetisa pero no alcanzo a ver tan lejos. Tal vez alcen un altar a Poseidón. Pero es demasiado tarde para eso y deberían saberlo.
—Quizás sus adivinos no son tan buenos como tú —bromeó, ciñéndola con fuerza—. Casandra, déjame ir a tu habitación...
Ella titubeó un momento, al final aceptó.
—Ven, si lo deseas —dijo.
Mañana habría tiempo suficiente para ocuparse de las serpientes muertas y de las ciudades moribundas.
Yendo por la empinada calle vieron caer una estrella fugaz cuya luz barrió todo el cielo de tal modo que, por un instante, pareció como si la tierra se hubiese inclinado. Se aferró al brazo de Eneas, recordando la noche en que Andrómaca y ella contemplaron las estrellas fugaces en Colquis, cuando aún era muy joven. Desde entonces no había visto una sola estrella fugaz, aunque había observado los cielos con atención. ¿Se trataba de alguna clase de presagio? ¿O no significaba absolutamente nada?
—¿Qué te ocurre? —preguntó Eneas, estrechándola contra sí y hablándole con gran ternura.
—Sólo que he visto la estrella.
—¿Estrella? ¿A qué estrella te refieres, amor mío?
Ahora imagino cosas. Ya está bien, pues, por esta noche, se dijo a sí misma con firmeza. Condujo a Eneas a su habitación, sabiendo con una súbita punzada de dolor que sería la última vez.
La tregua, con sorpresa de Casandra, no fue quebrantada por los aqueos. Ninguno de ellos compitió en los Juegos fúnebres de Héctor a excepción de un mirmidón anónimo que participó en lucha, venció sucesivamente a cuatro adversarios, incluido Deifobo, recogió la copa de oro ofrecida como trofeo y desapareció sin revelar su nombre. Las murmuraciones de la ciudad aseguraron que era un Inmortal disfrazado pero no fue así. Paris le había visto en las filas argivas y se trataba de un simple soldado. Tanto troyanos como aqueos siguieron los diversos acontecimientos y aplaudieron deportivamente a los ganadores.