La Antorcha (35 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Criseida se acercó a Casandra, y le murmuró:

—Caris ha dicho que podemos volver al templo, ¿estás dispuesta?

—No, querida. Me quedaré un poco más con mi madre, mis hermanas y las esposas de mis hermanos, si Caris me lo permite —dijo Casandra—. Regresaré en cuanto pueda.

—Siempre te dejan hacer lo que quieres —afirmó Criseida con envidia—. Estoy segura de que no te censurarían si decidieses no volver.

Hécuba oyó aquellas palabras, pero era demasiado bondadosa para captar malicia en la voz de la joven.

—Han sido muy amables, permitiendo que estés aquí para ayudarnos. No olvides, Casandra, decir a Caris lo que se lo agradezco. Supongo que con todas estas gentes en palacio debo hallar el modo de que desayunen. ¿Me ayudarás, Casandra, ya que tus obligaciones en el templo no te reclaman de inmediato?

—Desde luego, madre —contestó Casandra.

Helena se brindó alegremente.

—Y yo también.

Casandra se asombró al ver que Hécuba daba a Helena un afectuoso cachete en la mejilla.

—Iré a hablar con Caris —dijo, y se alejó rápidamente.

—Como es natural, debes quedarte puesto que tu madre te necesita al estar Creusa embarazada y Andrómaca aún dándole el pecho al niño —afirmó Caris—. No te preocupes, Casandra; Quédate el tiempo que tu madre precise.

—¿Qué es eso? —preguntó Andrómaca, temblando, cuando resonó un golpe en la puerta.

Otras mujeres también temblaron y gritaron de miedo.

—No seáis tan tontas —les dijo Helena, frunciendo el entrecejo—. Hemos visto partir a los aqueos.

Fue y abrió la puerta por completo, su rostro se iluminó, aumentando su belleza y Casandra supo quién estaba allí incluso antes de ver a su hermano gemelo.

—¡Paris!

—Quería asegurarme de que el niño y tú estabais bien —dijo él, mirando a su alrededor en busca del niño—. ¿No le habrás dejado abajo mientras te refugiabas aquí?

—Pues claro que no. Duerme por allí, en brazos de Etra —dijo Helena, y Paris sonrió.

Una sonrisa, pensó Casandra, que no debería haber mostrado fuera de su propia alcoba.

—¿Sentiste miedo, querida?

—No cuando me di cuenta de que estábamos tan bien protegidas —murmuró, y él apretó su mano.

—Le dije a Héctor que viniera conmigo para asegurarnos de que nuestras esposas y nuestros hijos estaban a salvo —explicó Paris—. Pero se hallaba demasiado ocupado en ordenar vino y víveres para la guardia de palacio.

—Héctor jamás descuidaría sus deberes con sus hombres —dijo secamente Andrómaca—. Ni yo desearía que lo hiciese.

¿ Y qué está haciendo aquí Paris entre las mujeres en un momento como éste? Casandra sabía que Héctor se estaba comportando como debía, pero tampoco ignoraba que en aquel instante cada mujer de Troya le envidiaba a Helena su marido.

—¿Estaba Menelao allí? —preguntó ella en voz baja.

—Si estaba, no lo vi —dijo Paris—. Ya te previne que era demasiado cobarde para venir. Y ahora nos hemos desembarazado de Agamenón.

—No lo creas —estalló Casandra—. Volverá casi antes de haber tenido tiempo para reunir a sus hombres, y la próxima vez no te librarás de él tan fácilmente.

Paris la miró con amable indulgencia.

—¿Todavía sigues profetizando catástrofes? ¡Pobre muchacha! Eres como un rapsoda que sólo conoce un poema y lo repite en cualquier sitio a que va —afirmó—. Pero siento que estés asustada por esos buitres aqueos. Esperemos que ya hayamos visto lo peor de ellos.

También yo. Él ignora cuánto lo deseo.

—Debo ir y ayudar a nuestra madre a preparar un desayuno para todas estas mujeres —dijo alejándose.

Parecía una incongruencia que a causa del terror y la confusión se celebrara una fiesta; pero los hombres también lo estaban festejando. Celebraban que Agamenón hubiera sido rechazado, al menos por el momento.

—Preferiría quedarme contigo —declaró Paris—. Pero si no voy a reunirme con Héctor y los hombres, nunca dejarían de reprochármelo. Perdóname, amor mío.

Besó la mano de Helena y se alejó a buen paso. Casandra permaneció inmóvil hasta que la llamó Andrómaca para que le ayudara a preparar el desayuno destinado a los inesperados huéspedes del palacio.

Aquél fue sólo el primero de los ataques. Durante el resto del invierno, le pareció a Casandra que, cada vez que miraba hacia el puerto, veía allí naves aqueas, y generalmente sus ocupantes estaban luchando en las calles. Con el tiempo, la mayoría de los objetos de valor fueron trasladados a la ciudadela del palacio o incluso más lejos, a la casa del Señor del Sol. La ciudad se hallaba sometida a un constante asedio.

En una ocasión, los aqueos se deslizaron en torno de la ciudad, lanzándose hacia el monte Ida, y antes de que pudiera reunirse el ejército, capturaron todas las cabezas de ganado vacuno de Príamo y la mayor parte de sus ovejas. Por entonces, Casandra cumplía con sus obligaciones en el templo y, cuando registraba la entrada de las ánforas de aceite, advertía que la cantidad, si no la calidad, de las ofrendas había disminuido. En un momento determinado, se sintió dominada por un acceso de rabia, dolor y desesperación tan súbitos que lanzó un fuerte aullido de dolor. No pudo comprender qué desgracia había acaecido hasta que reconoció el carácter peculiar de la intensa emoción que siempre sentía al entrar en comunicación íntima con la mente de su hermano; ella, o mejor dicho él, se hallaba en la ladera del monte y ante sí, envuelto en un enjambre de moscas que zumbaban, estaba tendido el cadáver de Agelao, el anciano pastor.

—Debe de haber tratado de interponerse, solitario y frágil, entre los rebaños de Príamo y los soldados de Agamenón —masculló Paris.

Y aunque Casandra sólo había visto fugazmente al anciano en los Juegos que le abrieron a Paris las puertas de la ciudad, experimentó toda la tristeza y la furia de su hermano.

—No tenía ningún otro hijo. Yo debería haberme quedado con él para protegerlo en su ancianidad —dijo Paris al fin, extendiendo con cariño su rico manto sobre el cadáver. Ante estas palabras, Casandra fue capaz de separarse de su hermano lo suficiente para pensar: ¡Ojalá te hubieras quedado con él! ¡Mejor habría sido para ti, para Agelao, para Enone... y también para Troya!

Paris llevó el cadáver a Troya y Príamo otorgó al anciano el funeral de un héroe (en realidad había muerto como un héroe al defender los rebaños del rey) con banquetes y juegos. Unos cuantos extranjeros que se hallaban en la plaza del mercado el día del primer ataque, también fueron honrosamente enterrados en el templo de Mermes, dios de los viajeros y de los extranjeros. Pero no hubo nadie que reclamara sus cuerpos, ni plañideras, ni ritos que excedieran de los imprescindibles para aplacar a sus airados espíritus. El viejo pastor era el primer ciudadano de Troya que moría en aquella guerra y Paris, al menos, nunca lo olvidaría. Se cortó los cabellos en señal de duelo; y cuando Casandra volvió a verle en la fiesta de la imposición del nombre a la primogénita de Creusa, apenas reconoció a su hermano gemelo.

—¿Era necesario? Sólo se trataba de un sirviente —le dijo Casandra—, aunque anciano y honesto. Pero incluso así...

—Era mi padre adoptivo —afirmó Paris—. No conocí otro durante toda mi niñez.

Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto. Ella no imaginaba que fuese capaz de sentir tanto dolor.

—Que los dioses me olviden si olvido honrar como debo su memoria.

—No pretendía decirte que no mereciese tu duelo —le aclaró Casandra.

Y en aquel momento lo sintió más hermano suyo de lo que nunca había sido. Siempre había compartido sus sentimientos involuntariamente, más sólo ahora empezaba a conocerlo como quien era, con sus defectos y también con sus virtudes, y a comprenderlo un poco.

Aun estaban uno junto al otro cuando resonó de nuevo la alarma y les llegó del exterior la algarabía de las mujeres y niños que acudían presurosos a refugiarse en la ciudadela. Casandra fue a atender a las mujeres que llevaban en brazos niños ya crecidos, mientras Paris, de mal talante, iba por sus armas para reunirse en las murallas con los hombres de Héctor. Junto a las puertas de la ciudad había una escalera que ascendía por el interior de la gran muralla y allí se congregaron los hombres. Casandra, observándolos, consideró que tanto su hermano como ella se hubieran sentido mejor de haber podido cambiar de puesto.

Estuvo todo el día ocupada, contribuyendo a distraer a las mujeres y a los niños y a mantenerlos tranquilos. El confinamiento propiciaba las querellas, y se preguntó si los hombres de fuera no tendrían una tarea más fácil, con un blanco al que disparar. Pensó que sería un placer apuntar a alguno de aquellos condenados mocosos, pero procuró calmarse y considerar que los niños no hacían más que comportarse como niños. Cuan malvada soy al sentirme encolerizada con estos pequeños inocentes. Sin embargo, admitió ante sí misma que le gustaría coger a algunos de ellos y zarandearlos hasta que el entrechocar de sus pequeños dientes resonará en sus cabezas.

Criseida se comportaba muy bien. Había reunido a varios chiquillos y los entretenía con juegos ruidosos. Desde luego era exactamente lo que debía hacer una buena muchacha de su edad. Lo había organizado tan bien que todas las mujeres la mimaban y la elogiaban. Pero al cabo de un rato dejó a los niños y se dirigió a lo lato de la muralla del palacio donde se hallaba Casandra. Esta vez los agresores no se habían contentado con atacar la parte baja de la ciudad sino que combatían en las calles que conducían al palacio, abriéndose camino hacia los graneros y tesoros de Príamo. Casandra pensó que pronto tendrían que fortificar aquellas murallas y abandonar a los aqueos la ciudad.

Si al menos tuviese mi arco. Me falta práctica pero aun podría rechazar a algunos antes de que se aproximaran al palacio.

Paciencia, ya llegará ese día. Por un momento, Casandra creyó que alguien había hablado. Entonces Criseida le tocó el brazo.

—¿Quiénes son los jefes de los aqueos? ¿Conoces a alguno de ellos?

—Sí. Quien los manda es Agamenón, ese gigante de negra barba.

Como siempre, la repugnancia que le causaba la visión de aquel hombre contrajo su estómago. Pero Criseida lo observaba con manifiesta admiración.

—¡Qué fuerte es y qué apuesto! Es una lástima que no sea nuestro aliado en vez de nuestro enemigo.

Tratando de no mostrar su disgusto y su repulsión, Casandra le preguntó:

—¿Piensas en algo que no sea en los hombres?

—No con frecuencia —repuso Criseida jovialmente—. ¿En qué otra cosa debe pensar una mujer?

—Pero tú eres una de las vírgenes consagradas a Apolo...

—No para siempre —declaró Criseida—. Ni tampoco fui a cabalgar con las amazonas ni me comprometí a odiar a los hombres. Soy una mujer. No pedí que los dioses me hicieran así. Pero dado que soy de este modo, tanto si lo deseo como si no, ¿por qué no iba a complacerme con eso?

—Ser una mujer no significa comportarse como una prostituta —declaró Casandra, irritada.

—No creo que tú conozcas la diferencia —dijo Criseida—. Preferirías ser un hombre, ¿no es cierto? Me parece que, si las leyes lo permitiesen, tomarías esposa.

Casandra estuvo a punto de responder duramente, pero se dominó. Tal vez Criseida tenía razón.

—Todos hemos olvidado al pobre Agelao y su pira —dijo, con sequedad— Debe de haberse consumido ya. Es preciso guardar honrosamente sus huesos en una urna. Iré. Paris es mi hermano y yo desempeñaré su papel en esta última muestra de respeto por su padre adoptivo.

Los ataques prosiguieron durante el resto del invierno y el comienzo de la primavera, día tras día. Príamo estableció campamentos en cada una de las colinas más altas al Sur de la ciudad para que sus vigías pudieran divisar a las naves cuando se acercaran y encender hogueras que diesen la alarma. Así que los aqueos, al desembarcar, no hallaban más que paredes desnudas y cimas bien defendidas y todos sus esfuerzos resultaban baldíos.

Luego los hombres de Príamo aprovecharon una larga temporada de lluvias para reparar las murallas exteriores y reforzar las grandes puertas y, cuando los aqueos trataron de atravesarlas y abrirse camino hasta las calles altas de Troya, no lo lograron. La parte baja de la ciudad era un laberinto de callejuelas escalonadas y sinuoso, donde los defensores podían abatir fácilmente a los asaltantes.

—Están descubriendo que esta ciudad no era la fruta madura que imaginaban conseguir con tanta facilidad —comentó Eneas, en tono sarcástico, contemplando desde las murallas del palacio las calles de abajo atestadas de aqueos que iban y venían.

Incluso Héctor, por una vez, había accedido a utilizar las murallas como defensa; y la mayoría de las mujeres de la ciudad habían acudido a observar la frustración de los asaltantes. Allí estaban Andrómaca con su hijo, que comenzaba a andar y Creusa con su hija envuelta en su mantón. Tales alarmas se habían hecho tan frecuentes que Hécuba ya no se molestaba, en proporcionar el desayuno a sus indeseados huéspedes, tras una noche de luchas. Pero cuando Héctor distribuía puñados de grano y redomas de aceite entre sus combatientes, la regla era que cada mujer que acompañase a su marido podía reclamar una parte similar.

Casandra observó la distribución de las raciones. —Diles que devuelvan las redomas —le advirtió. —Esas redomas no valen gran cosa, ¿por qué ser mezquinos? —protestó Héctor.

—No se trata de mezquindad. Los alfareros van a luchar con el resto de los hombres. Si esto dura mucho tiempo no habrá suficientes redomas para cada día de combate.

Héctor dio la orden y nadie se quejó. Los silos de Troya estaban rebosantes y por el momento no escaseaban los víveres. Casandra participaba diariamente con las demás mujeres del palacio de Príamo en la tarea de rellenar las redomas y de preparar las raciones de vino. Incluso al final del invierno abundaban los cereales en los graneros de la ciudadela; pero Héctor comenzaba a sentirse preocupado.

—¿Cómo vamos a sembrar en primavera si nos atacan todos los días? —preguntó una noche en el palacio durante la cena.

—Seguramente no lo harán durante la siembra —dijo Andrómaca—. En mi país de origen todas las guerras se suspendían durante la siembra y la recolección para honrar a los dioses.

—Pero esos aqueos no temen a la Madre —dijo Eneas—. Y quizá no honren a nuestros dioses.

—¿Mas no son todos uno los inmortales? —preguntó Casandra.

—Tú lo sabes y yo lo sé —manifestó Eneas—. Cosa muy distinta es que lo sepan los aqueos. Por lo que he oído, no me sorprendería mucho que considerasen la guerra más importante que cualquier dios. No te preocupes por eso, Casandra. Es cuestión de hombres.

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