La Antorcha (33 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Lo merece, pensó, quién pretendió hablar con el poder de Apolo para engañar a una de las suyas...

Y oyó como un eco de la voz de Apolo.

Me serviré de él en los días venideros...

Temblando de frío, sintió que las oscuras aguas se retiraban y volvió a sí misma como si surgiera a la superficie tras una profunda inmersión. Aún no podía hablar. Los sacerdotes atendían a Crises mientras su propia cabeza descansaba en el regazo de Caris.

Caris la meció cariñosamente.

—No llores, aunque sea terrible la cólera de Apolo, representará para ti un bien verte libre de esa terrible maldición de la presciencia.

¿Cómo podía decirle que no lloraba por la pérdida del don de la profecía ? ¿ O que no era la cólera sino el amor de Apolo lo que temía? No quería ser ella misma un campo de batalla entre los inmortales.

Si Casandra creyó que la reconvención a Crises resolvería algo, estaba equivocada; parecía como si hubiese sido destruida la paz a cambio de nada.

Y no era sólo ella quien se mostraba trastornada. Crises estaba pálido y exhausto. Todavía se le necesitaba en el santuario porque, excepto a ella misma, aun no había enseñado su nuevo método de escritura a alguien que pudiera reemplazar. Había logrado hacerse casi indispensable. La mayoría de los sacerdotes eran ancianos. Con no más de treinta años, él era el único sacerdote de Apolo aún en el apogeo de su vigor.

Cada vez que veía reflejarse el sol en su rubia cabellera recordaba el momento en que le habló con la voz de Apolo. Seguramente, él fue capaz de invocar a Apolo... ¿O fue ella, al clamar contra la impostura, quien hizo aparecer al dios para protegerla de aquel hombre a quien tanto despreciaba? Pero si hubiera sido Apolo, bajo cualquier apariencia terrenal, y ella no se hubiera negado, podría llevar ahora en su seno al hijo del dios. ¿Era eso lo que deseaba? ¿Era ése su destino y lo había rechazado?

De cualquier forma, lo hecho hecho estaba, y podía alegrarse, aunque con cierta amargura, del castigo a la arrogancia de Crises. No es posible burlarse de los inmortales y ahora Crises lo sabía.

Y también yo. Apolo se ha burlado de mí, que hable con reverencia contra lo que se me pareció una blasfemia, un agravio a las elegidas del Señor del Sol. He sido castigada tanto como el pecador.

No la consolaba que Apolo hubiese intervenido; ya se decía (y desde luego la historia se propaló primero por el templo y después por toda la ciudad), que había rechazado al mismo dios y que por eso Apolo la había maldecido. Sólo quienes se hallaban allí aquella noche sabían la verdad y, pensó desesperadamente, ni siquiera ellos conocían toda la verdad.

Creían que Apolo la había privado del don de la profecía. Pero poseía la presciencia desde su infancia y el Señor del Sol no podía quitársela porque no era él quien se lo había otorgado. Sólo se había asegurado de que sus palabras nunca fuesen creídas.

Tampoco le satisfacía ver a Crises considerado con la misma mezcla de temor y reverencia que ella misma. Al menos una vez al día, e incluso dos o tres, era presa de convulsiones y caía al suelo, estremeciéndose y temblando. Ella había visto, aunque no con frecuencia, comportarse de ese modo a hombres, mujeres e incluso niños; por lo general se los consideraba víctimas o favoritos del dios. Casandra empezó a preguntarse si aquello no sería una enfermedad como cualquier otra, pero ¿por qué Crises no había mostrado antes signos de padecerla?

No la complacían estas dudas y preguntas; de cualquier modo, anhelaba su antigua fe infantil. Se veía constantemente obligada a soportar la compañía de Crises. Al cabo de un tiempo comprendió que el episodio los había ligado en las mentes de la mayoría de los sacerdotes y sacerdotisas, como si ella hubiese cometido realmente la acción infame a la que había tratado de inducirla Crises, en vez de ser ambos víctimas de la ira de Apolo. O de su malicia, pensó.

¿Qué más puede hacerme Apolo? Estoy segura de su amor... ¿Mas en qué consiste? ¿Es mejor su amor que su malevolencia? ¿He de agradecerle que no me hiciese también víctima de las convulsiones?

Un día fue llamada al patio por Criseida, a quien se había confiado la misión de llevar mensajes en el interior del santuario.

—Casandra, tienes una visitante. Creo que es la princesa de Colquis.

Acudió al patio y miró en torno hasta distinguir a Andrómaca con su hijo en brazos y vestida como una plebeya. Corrió a abrazarla.

—¿Qué sucede?

—Oh, es algo peor de lo que puedas imaginar —dijo Andrómaca—. Todos están hechizados por la espartana, incluso mi propio esposo. He tratado de repetirle lo que dijiste sobre Helena, y afirma que todas las mujeres se sienten celosas de una belleza, eso es todo. Yo creo que tú eres más hermosa que Helena. ¡Pero nadie lo admite!

—Es como si llevase el cíngulo de Afrodita —dijo Casandra, en tono sombrío.

—Lo que, como todos sabemos, hace que los hombres capaces sólo piensen con sus genitales —añadió Andrómaca con una sonrisa sarcástica—. ¿Pero también impresiona a las mujeres? ¿La consideras tan bella, Casandra?

—Sí —afirmó ésta—. Es tan seductora como la propia diosa. —Se asombró de sus propias palabras, y le murmuró a Andrómaca, casi a modo de disculpa—. Desde la niñez he visto a través de los ojos de Paris.

No dijo más. No podía explicar la extraña intensidad con que siempre había reaccionado ante Enone, ante Helena, ni siquiera a Andrómaca que, criada entre amazonas, probablemente lo hubiera comprendido.

—Algún día —añadió—, te lo diré todo. Mas, ahora, cuéntame lo que sucede.

—¿Ignoras que ha llegado Menelao? —No lo sabía, ¿cómo es?

—No más parecido a Agamenón de lo que yo a Afrodita —contestó Andrómaca—. Llegó, débil e inseguro y pidió que le devolviéramos a Helena. Príamo, riendo, le contestó que quizá, quizá fíjate, la devolveríamos cuando Hesione fuera devuelta a Troya, con una dote como compensación por los años que había permanecido soltera. Menelao contestó que Hesione tiene marido, que la aceptó sin dote, impresionado tal vez por la circunstancia de que fuese hermana del rey de Troya, y que él al menos no robaba esposas a sus maridos.

—Eso debe de haber complacido a mi padre —comentó Casandra, haciendo una mueca.

—Luego —prosiguió Andrómaca—, Menelao afirmó que Hesione no volvería a Troya y sugirió que Príamo enviara a alguien para preguntar a la propia Hesione si quería volver, aunque sin su hijo, puesto que el hijo es un auténtico espartano y pertenece a su marido.

—¿Y cómo reaccionó mi padre ante eso?

—Le dijo a Hécuba que Menelao había caído en su propia trampa. Mandó llamar a Helena y le preguntó en presencia de Menelao si quería regresar con él.

—¿Qué respondió?

—Dijo: No, mi señor, y Menelao se quedó rígido, y la miró como si lo hubiera destrozado. Luego Príamo manifestó: Ahí tienes la respuesta, Menelao.

—¿Qué contestó Menelao?

—Empeoró las cosas, diciendo: ¿Tendrás en cuenta los deseos de esta prostituta infiel? Te aseguro que es mía y que me la llevaré. La agarró por una muñeca y trató de arrastrarla.

—¿Y se la llevó? —preguntó Casandra, pensando que si Menelao había actuado con tal resolución muy bien podía haber impresionado al propio Príamo.

—Oh, no —contestó Andrómaca—, Héctor y Paris se precipitaron a impedírselo. Entonces Príamo dijo: «Agradece a tus dioses, Menelao, que seas mi invitado, porque de otro modo dejaría que mis hijos hiciesen contigo lo que quisieran. Pero ningún invitado mío recibirá agravio bajo mi techo». Menelao empezó a tartamudear, esta vez de rabia y declaró: «Detén tu lengua, viejo, o te faltará un techo del que yo necesite sacarte». Después le dijo algo sucio a Helena, que no repetiré por respeto a este sagrado recinto —añadió Andrómaca con un gesto supersticioso—. Y lanzó la copa de la que había estado bebiendo al tiempo que afirmaba que no aceptaría hospitalidad de un... un pirata que enviaba a sus hijos a robar mujeres.

Los ojos de Casandra se dilataron. Jamás había visto a nadie desafiar a Príamo, excepto a sus propios hijos.

Andrómaca continuó:

—Entonces Príamo preguntó: ¿No? ¿Cómo conseguís pues esposas los aqueos? Menelao le apostrofó y dijo que no sabía de qué hablaba, llamó a sus servidores y salió de allí a toda prisa, declarando que si Príamo no le escuchaba, quizás escucharía a Agamenón. —Andrómaca se echó a reír—. Entonces Príamo manifestó: Sí, cuando yo era niño a veces decía a alguien que me hostigaba que se lo diría a mi hermano mayor para que le pegara. Paris añadió: En ese caso, Menelao, yo también tengo un hermano mayor. ¿Os gustaría a ti o a tu hermano enfrentaros con Héctor? Después, Menelao abandonó el palacio maldiciendo hasta que subió a su nave.

Abrumada, Casandra apenas oyó las últimas palabras. Pensó: Ya ha ocurrido. Podía ver el puerto ennegrecido por naves extranjeras y el mundo que ella conocía hecho pedazos. Le fue imposible dominarse e interrumpió a Andrómaca, gritando:

—¡Orad a los dioses! ¡Orad y haced sacrificios! ¡Ya dije a mi padre que no se relacionara con la mujer de Esparta!

La voz de Andrómaca fue suave cuando dijo:

—No te inquietes así, Casandra querida.

Así que hasta ella piensa que estoy loca.

—¿Qué te induce a creer que no rechazaremos a los aqueos hasta las islas que ocupan? —razonó Andrómaca—. ¡Una cosa es que consiguieran derrotar a los sencillos pastores y braceros que vivían en esas islas... y otra muy distinta que sean capaces de enfrentarse contra la poderosa Troya! ¡Aguarda a que los aqueos lo comprueben por sí mismos! ¿Vamos a permitir que crean que pueden continuar secuestrando impunemente y castigarnos si los imitamos?

—¿También tú estás ciega, Andrómaca? ¿No consigues ver que Helena es sólo una excusa? Agamenón ha estado tratando desde hace muchos años de hallar una razón para entrar en guerra contra nosotros, y ahora hemos caído en su trampa. Veremos cómo esos portadores de armas de hierro intentarán dominar todas las tierras que se extienden desde aquí hacia el Sur. Reunirá toda la fuerza de esas gentes belicosas para... ¿Más qué importa? —Casandra se dejó caer sobre un banco—. No puedes darte cuenta porque eres como Héctor... ¡Crees que la guerra sólo conduce a la fama y a la gloria!

Andrómaca se arrodilló junto a Casandra y pasó sus brazos en torno de ella.

—No te preocupes —le dijo—. No debería haberte asustado. Tendría que haber sido más prudente.

Casandra casi podía oírla pensar. Pobre muchacha, está loca. Después de todo, Apolo la maldijo.

Era inútil discutir sobre aquello, así que renunció a advertirla y le preguntó:

—¿Qué se sabe de Enone?

—Regresó al monte y se llevó consigo a su hijo —repuso Andrómaca—. Paris hubiera deseado quedarse con el niño, puesto que al fin y al cabo es su primogénito. Pero Enone se negó a dejarlo alegando que si era su hijo y optaba por reconocerle como tal, ella era su legítima y primera esposa y esa extranjera sólo una segunda esposa o concubina.

—Es lo que merece —dijo Casandra—. Al parecer, Paris carece de honor y decencia. Mi padre debería haberle dejado en el monte Ida con sus corderos, si es que éstos lo soportaban.

Se sentía profundamente desilusionada de su hermano. Hubiese querido que Paris fuera estimado por el pueblo tanto como Héctor: su campeón y su héroe, tanto por su valía y su conducta honrosa como por su aspecto físico.

—He de regresar a palacio; pero, dime, ¿qué podremos hacer si estalla una guerra? —le preguntó Andrómaca.

—Luchar, naturalmente; e incluso puede darse el caso de que tú y yo tengamos que empuñar las armas si se alzan contra nosotros tantos aqueos como pretende Agamenón —dijo Casandra desesperanzada.

Andrómaca la abrazó y partió. Después de que se perdió de vista, Casandra salió por la puerta de la parte más alta del templo de Apolo y emprendió la subida al de Palas Atenea. En el ascenso, el sudor empapó su túnica. Trató en vano de rezar una oración. Pero ninguna brotó de sus labios.

Bajó la vista hacia el puerto, negro de buques como ya tantas veces lo había contemplado. No sabía si las naves se hallaban en realidad allí, pero esta vez no importaba. Si no estaban, pronto estarían.

¡Apolo!¡Señor del Sol bienamado!¡Ya que no puedes arrebatarme el don y privarme de esta presciencia que no deseo, al menos no me condenes a no ser nunca creída!

Llegó al templo de Palas Atenea, en la cima misma de la ciudad, y penetró en el santuario. Al reconocerla como hija de Príamo o como sacerdotisa del Señor del Sol, o quizá por ambas cosas, los guardianes se apartaron a su paso, permitiéndole llegar ante la gran estatua de la diosa que aparecía como una mujer joven con los bucles sueltos y la guirnalda de una virgen.

Doncella, tú que amaste a Troya, tú que nos entregaste los dones inapreciables de la vid y del olivo, tú que estabas aquí antes que esos arrogantes adorantes del trueno y de los dioses celestiales, protege ahora a nuestra ciudad.

Miró hacia las cortinas descorridas de la estancia interior en donde se guardaba, traída de los cielos, la imagen antigua y tosca de Palas y recordó a la diosa de las amazonas.

Ante ti, que eres virgen como la Doncella Cazadora, acude una virgen que ha sufrido la injusticia del Señor del Sol. ¿He de continuar sirviéndole cuando me ha rechazado v escarnecido?

No esperaba en verdad una respuesta, pero en la profundidad de su mente sintió el movimiento ascendente de las negras aguas de la diosa.

Oscuramente confortada, bajó de la colina y acudió al templo para asumir su tarea en la recepción de ofrendas.

Crises se hallaba allí como de costumbre, marcando sus símbolos en tablillas de cera, inscribiendo gran cantidad de cántaros de aceite y de grano, cebada y mijo; ofrendas de vino y panales de miel, liebres, pichones y cabritos. Aún evitaba mirarlo, aunque se decía a sí misma que no era ella quien debería sentirse avergonzada.

Una de las sacerdotisas más jóvenes había dejado caer el cántaro que portaba, que chocó con otro, rompiéndolo de modo que la pegajosa miel que contenía se mezcló con un montón de cebada. Los esfuerzos de la muchacha por remediar el daño no hacían más que agravarlo. Casandra pidió que trajeran una escoba de retama y un recipiente con agua y ella misma se encargó de limpiar el desastre. Estaba ordenando a la muchacha que apartara una jaula de pichones, cuando oyó la voz conocida y odiada.

—No deberías ocuparte en eso, Casandra, que es tarea para una esclava.

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