La Antorcha (29 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Helena de Esparta sonrió, y ahuecó sus brillantes cabellos. Largos y sueltos, tal como en Troya sólo las vírgenes los lucían, eran como un velo resplandeciente, apenas más pálido que la diadema de oro que los mantenía alejados de su frente. Vestía una túnica del más fino lino del país de los faraones y ceñía su fino talle un cíngulo de discos de oro batido con incrustaciones de lapislázuli que hacían juego con el color de sus ojos.

Su cuerpo era sólido, con desarrollados senos y de largas piernas cuya forma era apenas perceptible bajo los pliegues transparentes del lino. Cuando habló su voz fue suave y profunda.

—Te ruego, Señora de Troya, que me des la bienvenida y que me acojas aquí; la propia diosa me dio a tu hijo, y ni ella misma podría sentir más amor del que yo siento por él.

—Pero tú tienes ya un marido —dijo Príamo, dudando—. ¿O no es cierto que te casaste con Menelao de Esparta, como nos dijeron?

—La entregaron a él de forma ilegítima —contestó Paris—. Menelao es un usurpador que la tomó por esposa porque ansiaba sus tierras. Esparta pertenece a Helena por derecho materno. Su madre, Leda, la recibió de su madre y ésta de su abuela. Su padre...

—No es mi padre —le interrumpió Helena—. Mi padre fue Zeus Tonante, no ese usurpador que se apoderó de mi ciudad por la fuerza de las armas y se casó con una reina contra la voluntad de ésta.

Príamo aún se mostraba suspicaz.

—Poco sé del Tonante —dijo—. No es adorado en Troya. Y nosotros no somos ladrones de mujeres...

—Mi Señor —dijo Helena, adelantándose hacia Príamo y tomando su mano con un gesto que a Casandra se le antojó osado—, te ruego en nombre de la diosa que me otorgues la protección y la hospitalidad de Troya. Por amor a tu hijo me he convertido en una exiliada para los aqueos que conquistaron mi país, ¿me devolverás para que sea una proscrita entre ellos?

Príamo contempló aquellos ojos maravillosos y, por vez primera, Casandra advirtió el efecto que Helena ejercía siempre sobre los desconocidos. Fue como si su cara se fundiese. Tragó saliva y tornó a mirarla.

—Eso parece razonable —dijo, pero incluso para pronunciar una frase tan breve tuvo que respirar dos veces—. Jamás se apeló en vano a la hospitalidad de Troya. Es evidente que no podemos devolverla a un marido que la tomó por la fuerza...

Casandra no pudo contenerse por más tiempo. —Al menos en eso, miente —gritó—. ¿No recuerdas que nos dijo Odiseo que ella misma eligó a Menelao de entre más de dos docenas de pretendientes y que hizo jurar a los otros que defenderían al marido escogido contra cualquiera que se negase a aceptar tal elección?

»¡Padre, no escuches a esa mujer! ¡Ella es quien traerá la ruina y el desastre a nuestra ciudad y a nuestro mundo! ¿Qué es lo que en realidad busca aquí?

La bellísima boca de Helena se abrió en un gesto de sorpresa y lanzó un grito. Como el de un animal herido, pensó Casandra, resuelta a no sentir lástima de la reina espartana. Paris miró a Casandra con manifiesta aversión. —Siempre supe que estabas loca —afirmó—. Señora, te ruego que no le hagas caso; es mi hermana gemela, a quien los dioses enviaron la locura y la engañosa creencia de que es una profetisa. No habla más que de ruina y de muerte para Troya, y ahora empezará a imaginar que tú serás la causa.

Los grandes ojos de Helena continuaron fijos en Casandra.

—¡Qué pena que padezca locura una mujer tan bella!

—Yo la compadezco —dijo Paris—. Pero es preciso que no escuchemos sus desvaríos. ¿No puedes hablar de otra cosa, Casandra? Todos hemos oído antes eso y estamos ya cansados.

Casandra apretó los puños.

—Padre —suplicó—, razona al menos. Tanto si estoy loca como si no lo estoy, ¿qué tiene que ver eso con lo que Paris ha hecho? No puede casarse con esa mujer porque ella ya tiene un marido, escogido por propia voluntad, con quien contrajo nupcias ante docenas de testigos, y Paris tiene una esposa, ¿o has olvidado a Enone? —¿Quién es Enone? —preguntó Helena. —Nadie que deba preocuparte, mi bienamada —dijo Paris, mirando a los ojos de Helena—. Es una sacerdotisa del dios del río de aquí, el Escamandro, y la amé durante cierto tiempo, pero desapareció para siempre de mi mente el día en que por vez primera contemplé tu rostro.

—Es la madre de tu primer hijo, Paris —afirmó Casandra—. ¿Te atreves a negarlo?

—Lo niego —contestó él—. Las sacerdotisas del Escamandro toman amantes en donde les place, ¿cómo sé yo quién es el padre del niño que parió? ¿Por qué crees que no la tomé en matrimonio?

—Aguarda —dijo Hécuba—. Nosotros aceptamos a Enone porque tenía un hijo tuyo...

Enone bien valía para mujer de un pastor, hijo de Agelao, pero no tiene rango bastante para el hijo de Príamo, pensó Casandra.

—Si abandonas a Enone —dijo—, serás un estúpido y un villano. Pero, ante cualquier cosa que él decida hacer, padre, te ruego que no te relaciones con esa mujer espartana. Porque puedo decirte ahora que traerá, al menos, la guerra contra esta ciudad...

—Padre —intervino Paris—, ¿harás más caso a esta loca que a tu hijo? Porque te advierto que, si niegas refugio a la esposa que los dioses me han otorgado, me iré de Troya y jamás regresaré.

—¡No! —gritó Hécuba desolada—. ¡No digas eso, hijo mío! Ya te perdí una vez...

Príamo, con semblante turbado.

—No deseo querellas con el hermano de Menelao —dijo Príamo, que se hallaba turbado—. ¿Qué opinas, Héctor?

Héctor se adelantó y miró a Helena a los ojos. Casandra advirtió angustiada que también él había sucumbido a su belleza. ¿Es que ningún hombre podía conservar la razón después de mirar a Helena?

—Bueno, padre —dijo Héctor—, me parece que ya tienes querellas con Agamenón. ¿Olvidas que aún retiene a Hesione? Y podremos decir que la mantenemos como rehén hasta que nos la devuelvan. ¿Es que sólo somos un país donde esos aqueos pueden robar mujeres y ganado? Te doy la bienvenida a Troya, Helena... hermana. —Tendió su mano y envolvió con sus robustos dedos los delicados de ella—. Y proclamo ante ti que un enemigo de Helena de Esparta es un enemigo de Héctor de Troya y de toda su familia. ¿Te satisface, hermano?

—¡Si la aceptas en esta ciudad, eres tú quién está loco, padre! —gritó Casandra—. ¿No puedes ver siquiera el fuego y la muerte que arrastra tras de sí? ¿Harás que arda toda Troya porque un hombre desleal haya deseado la mujer de otro?

Había decidido mostrarse serena e indiferente, pero cuando sintió que las oscuras aguas la inundaban y alcanzaban su garganta gritó con desesperación: —¡No! ¡No! Te suplico, padre... Príamo subió a su carro.

—He tratado de ser paciente contigo, muchacha, pero ya no me queda más paciencia. Vuelve a la casa del Señor del Sol, que es quien ampara a los dementes, y ruégale que te dé visiones más alegres. Por lo que a mí se refiere, nunca se dirá que Príamo de Troya negó hospitalidad a una mujer que acudió a suplicársela.

—Oh, dioses —clamó Casandra—. ¿Ni siquiera podéis ver? ¿Estáis todos hechizados por esa mujer? ¿No puedes advertir, madre, lo que ha hecho a mi padre y a mis hermanos?

Héctor se adelantó y llevó a Casandra, contra su voluntad, lejos del paso de los carros.

—No te quedes aquí gimiendo —le dijo, con amabilidad—. Cálmate, Ojos Brillantes. Imagina que en realidad estalla la guerra con la turba aquea, ¿crees que no podremos hacer que vuelvan aullando a esos prados de cabras que llaman país? La guerra significaría un desastre, no para Troya sino para nuestros enemigos.

Su voz era cariñosa. Casandra echó hacia atrás la cabeza y lanzó un largo gemido de angustia y desolación.

—Pobre muchacha —dijo Helena, acercándose a ella—. ¿Por qué has decidido odiarme? Eres la hermana de mi marido. Estoy dispuesta a quererte como a una hermana.

.Casandra se apartó con violencia de las manos que le tendía Helena. Sintió que perdería todo control y vomitaría si aquella mujer llegaba a tocarla. Clavó sus ojos acongojados en Príamo.

—¿Por qué no me escuchas? ¿No puedes advertir lo que esto significará? Quienes aquí pugnan no son sólo los hombres sino también los dioses... y ningún hombre puede vivir cuando hay guerra entre los inmortales. ¡Y sin embargo afirmas que estoy loca! ¡Tu locura es peor que la mía, te lo aseguro!

Dio la vuelta y corrió hacia el palacio.

Su corazón latía con fuerza como si hubiese llegado corriendo desde el templo del Señor del Sol; se sentía enferma y temblorosa y le pareció que corría entre llamas que surgían en torno de ella, envolviendo todo el palacio con olor a quemado, el humo... Cuando la tocaron unas manos, chilló de terror y trató de apartarse. Pero las manos la retuvieron con firmeza y, en un momento, se vio rodeada por unos brazos que expresaban cariño. Miró confusamente a los oscuros ojos de Andrómaca.

—¡Casandra, querida mía!, ¿Qué te aflige?

Casandra salió de repente de la pesadilla pero, aun no del todo consciente de lo que ocurría o del lugar en que se hallaba, sólo pudo mirarla, incapaz de hablar.

—Hermana, estás exhausta; has permanecido demasiado tiempo al sol —dijo Andrómaca.

Volvió a rodearla con sus brazos y la condujo a una estancia fresca y sombría.

—Oh, si sólo se tratase de eso —se lamentó Casandra mientras Andrómaca la tendía sobre los blandos cojines de un banco y acercaba a sus labios una copa de agua fría—. ¿No crees que preferiría estar loca o haber sufrido una insolación si ello significase que no había visto lo que he visto?

—Te creo —respondió Andrómaca—. No pienso que estés loca pero tampoco creo en tus visiones.

—¿Te parece que he inventado una cosa semejante? ¡Cuán malvada me juzgas! —protestó Casandra, indignada.

Andrómaca la retuvo afectuosamente contra ella.

—No, hermana. Creo que los dioses te han atormentado con falsas visiones —declaró—. Nadie puede considerarte lo bastante malvada para simular tales cosas. Pero, querida, atiende a razones. Nuestra ciudad es fuerte y se halla bien defendida; no carecemos de guerreros ni de armas ni, en caso necesario, de aliados; si los aqueos fuesen tan estúpidos como para venir tras esa perra en celo, en vez de decir «Váyase en buena hora esa basura», ¿por qué crees que conseguirían más de Troya que en sus anteriores incursiones?

Casandra era capaz de comprender la sensatez de aquellas palabras, pero acongojada, con el corazón encogido.

—Sí, Héctor dijo algo semejante —murmuró—, pero...

Se oyó gritar de nuevo.

—¡Es que los inmortales están irritados con nosotros!

Pugnó desesperadamente por alzarse sobre las negras aguas.

—Al menos tú sabes que no es más que una perra en celo —dijo al fin.

—Oh, sí, advertí las miradas que lanzaba a Héctor, e incluso a tu padre —manifestó Andrómaca—. Y muy bien puede ser que represente una maldición lanzada contra nuestra ciudad por uno de los inmortales, pero si es voluntad de ellos no podemos evitarlo.

Casandra se agitaba desesperada. Las palabras serenas y la resignación de Andrómaca la llenaban de angustia.

—¿Crees verdaderamente que los dioses se rebajarían a luchar contra una ciudad mortal? ¿Qué razón podrían tener? No somos malvados ni impíos. No hemos irritado a dios alguno.

—Tal vez —dijo Andrómaca—, los dioses no necesiten razones para hacer lo que hacen.

—Si los dioses no son justos —dijo Casandra, llorando—, ¿qué esperanza nos queda?

Como en una llamarada vio el rostro de la bella, de la diosa que había tentado con éxito a Paris.

Te daré la mujer más hermosa del mundo...

Como pensó entonces, volvió a pensar ahora: ¡Pero él ya tiene una mujer!

Alzó su cara hacia Andrómaca.

—¿A dónde fue Enone?

—Lo ignoro; tal vez a cuidar de su hijo...

—No, vio a Paris con Helena y entonces huyó —le informó Casandra—. Iré a buscarla.

—No entiendo por qué la abandona Paris por Helena, por bella que ésta sea —dijo Andrómaca—, a no ser que alguna diosa lo haya ordenado.

—Jamás serviría a una diosa tan injusta —afirmó con amargura Casandra.

Andrómaca se tapó los oídos con las manos.

—No digas eso —imploró—. Es una blasfemia. Todos nos hallamos sometidos a los inmortales...

Casandra alzó la copa que aún no había vaciado y bebió toda el agua; pero sus manos temblaban y casi la derramó.

—Voy a hablar con Enone —dijo, levantándose.

—Sí —le apremió Andrómaca—, ve y dile que la queremos y que jamás aceptaremos a esa espartana en su lugar, aunque fuese la propia Afrodita.

Casandra registró a conciencia el palacio, pero no halló a Enone en parte alguna. Ni volvería a vérsela en la casa de Príamo. Después, cuando oyó al séquito real en la escalera, disponiéndose para la solemne boda de Paris, pensó que, como Enone no estaba allí para oponerse, nadie podría impedirlo. Abandonó el palacio y regresó en silencio al templo del Señor del Sol. No tenía deseos de oír los epitalamios por Helena cuando le habían sido negados a Enone. Habría estado dispuesta a reprobarlos en nombre de cualquier dios si un dios la hubiese hablado. Pero nada sucedió y no sentía deseos de ponerse más en evidencia, proclamando la muerte y el desastre que sólo ella podía ver.

LIBRO SEGUNDO

El don de Afrodita

Ni en el templo del Señor del Sol ni en parte alguna, a nadie habló Casandra de Helena o de Paris, pero debería haber sabido que noticias tales jamás quedan ignoradas. Antes de que transcurrieran tres días, la historia de Helena y la profecía de Casandra estaban en todas las lenguas de Troya.

Había quienes, al ver la belleza de Helena creían, o decían creer, que la propia diosa aquea del amor y de la belleza, Afrodita, había llegado a la ciudad. Si le preguntaban al respecto a Casandra sólo respondía que Helena era muy bella, lo suficiente para hacer perder la cabeza a cualquier mortal, y para que en su propio país se la considerara hija de un inmortal.

Ni sabía ni le importaba que alguien creyese aquello. Su única preocupación era ahora Enone. Anhelaba que la muchacha se hubiera limitado a tomar a su hijo y regresado al templo de Escamandro; pero no lo creía. En lo más hondo de su mente, le obsesionaba el miedo a que Enone hubiese optado por sacrificarse ella y por sacrificar a su hijo al dios del río. Si Afrodita era la diosa del amor, ¿por qué no había protegido el amor entre Enone y Paris?

Se preguntó cómo sería esa diosa Afrodita que ponía tales tentaciones en los corazones de los hombres... y también en los de las mujeres. No era sólo que Paris, tras haber elegido mujer, no hubiese podido resistirse a Helena. También Helena, aunque reina de Esparta por derecho materno, había optado por entregarse a Paris, tras haber elegido marido como pocas mujeres aqueas podían hacer. Si yo fuese reina, pensó, preferiría ser como Imandra y reinar sola, sin tomar marido.

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