La Antorcha (13 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Es trigo de invierno —explicó Pentesilea—. Las gentes de aquí siembran antes de las primeras nevadas. Las semillas permanecen a lo largo del invierno bajo la nieve y el cereal madura antes de la cosecha de cebada. En este clima frío tienen dos cultivos y lo que yo busco es el centeno.

La reina de las amazonas hizo un signo a su sobrina y ésta acudió a su lado.

—¿A qué tierra hemos llegado, tía?

—Este es el país de los tracios —contestó Pentesilea, mientras señalaba—. Y más al Norte se halla la antigua ciudad de Colquis.

Casandra recordó uno de los relatos de su madre.

—¿Dónde Jasón halló el vellocino de oro con la ayuda de la hechicera Medea?

—La misma. Pero ahora hay poco oro, aunque abunda la hechicería.

—¿Vive alguien aquí? —preguntó Casandra.

Le parecía imposible que alguien escogiera un lugar tan desolado para establecerse.

—Los campos de trigo y de centeno no se plantan solos —respondió Pentesilea con tono reprobador—. En donde hay grano hay siempre alguien, hombre o mujer, para sembrarlo. Y aquí hay gente y también caballos.

Su tía señaló hacia el horizonte y Casandra percibió unas motitas, apenas visibles, que se desplazaban. Le parecieron ovejas pero, por el modo en que se movían, pudo advertir que se trataba de caballos. Cuando las bestias se acercaron, Casandra se dio cuenta de que eran muy distintas de las que montaban las amazonas: de corta alzada y tonos sombríos, cuerpo rechoncho y pelaje hirsuto y espeso.

—Los caballos salvajes del Norte; jamás fueron montados ni domados —explicó Pentesilea—. Ningún dios los designó para los hombres o las mujeres. De pertenecer a algún dios o diosa, serían propiedad de Artemisa la Cazadora.

Como impulsada por un espíritu, toda la manada volvió grupas y se alejó. La yegua que la precedía se detuvo un instante, irguiendo la cabeza para observar, con los ollares dilatados y los ojos brillantes, a las mujeres.

—Huelen a nuestro garañón —afirmó Pentesilea—. Es preciso vigilarlo; si capta el rastro de una manada de yeguas, es muy posible que trate de sumarlas a las que tiene y estas bestias no nos servirían para nada. No podríamos alimentarlas ni encontrar pastos suficientes.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó Casandra.

—La diosa es sabia —contestó su tía—. En el país de los tracios se puede traficar y conseguir hierro para reponer nuestras armas. Habrá grano a la venta en la ciudad de Colquis, si no más cerca, y tenemos artículos para cambiar: cueros, sillas, bridas y algunas cosas más. Iremos esta tarde a la aldea y trataremos de adquirir víveres.

Casandra observó el cielo gris y se preguntó cómo se podía distinguir allí la mañana de la tarde. Supuso que Pentesilea tenía algún modo de hacerlo.

Pasado cierto tiempo de aquel mismo día Pentesilea mandó llamar a Casandra y a otra de las muchachas, Evandre, y cabalgó con ellas hasta la aldea que había en medio de los campos de labor. Cuando las mujeres penetraron en la aldea (sólo unas cuantas casas de piedra, redondas y pequeñas, y un edificio central abierto al cielo donde unas mujeres moldeaban recipientes de barro), los habitantes acudieron a verlas.

Muchas de las mujeres llevaban husos con lana o pelo de cabra enrollados a la cintura. Vestían largas y amplias faldas de pelo de cabra, teñidas de verde o de azul; sus cabellos eran oscuros y deslustrados. Algunas llevaban niños en brazos o cogidos a sus faldas.

Con un estremecimiento de terror, Casandra advirtió que muchos de ellos eran extrañamente deformes. Una chiquilla mostraba una grieta en carne viva que se extendía desde el labio hasta su nariz, semejante a una llaga; otro tenía tan sólo el pulgar y un dedo retorcido que daban a su manecita el aspecto de una garra. Jamás había visto niños así. En Troya, cuando un niño nacía deforme era inmediatamente abandonado en las laderas del monte Ida para que fuera pasto de los lobos o de otras bestias salvajes. Las mujeres y los niños permanecían inmóviles y en silencio pero observaban con curiosidad a las amazonas y a sus caballos.

—¿A dónde vais?

—Hacia el norte, por indicación de nuestra diosa y, ahora, a Colquis —contestó Pentesilea—. Nos gustaría conseguir grano aquí.

—¿Qué tenéis para cambiar?

—Buenos cueros —respondió Pentesilea y las mujeres negaron con la cabeza.

—Hacemos nuestros propios cueros de las pieles de nuestros caballos y de nuestras cabras —dijo una que parecía tener autoridad—. Pero véndenos una docena de tus niñas pequeñas y te daremos todo el grano que puedas llevarte.

Pentesilea palideció de ira.

—Ninguna mujer de nuestra tribu se vende como esclava.

—No las queremos como esclavas —manifestó la mujer—. Las adoptaremos como hijas. Por aquí se ha extendido un mal y han sido muchas las mujeres que han muerto de parto mientras otras están imposibilitadas para traer al mundo niños sanos. Por eso son aquí tan preciadas las mujeres.

La palidez de Pentesilea se acentuó.

—Vuelve y advierte que ninguna mujer debe desmontar en esta aldea ni siquiera un instante ni por ningún motivo, sea cual fuere. Seguiremos adelante —le dijo a Evandre, en tono bajo.

—¿Qué sucede, tía? —preguntó Casandra.

—No debemos tocar su grano. —Luego añadió dirigiéndose a la mujer—: Lamento vuestra enfermedad pero nada podemos hacer por ayudaros. Sin embargo, si queréis libraros de ese mal, segad todos vuestros cereales y quemadlos. No permitid siquiera que sirva para abonar vuestros campos. Traed nuevas semillas de algún lugar del Sur. Examinadlas cuidadosamente a la búsqueda de cualquier rastro de roya; eso es lo que ha emponzoñado los vientres de vuestras mujeres.

Mientras se alejaban de la aldea, Pentesilea, cabalgando por los campos de centeno, se inclinó y recogió algunos de los tallos aún verdes. Los retuvo en la mano y señaló el lugar en donde surgiría el grano.

—Mira —dijo, indicando los hilos purpúreos que brotaban de las puntas de los tallos al tiempo que los acercaba a Casandra—. Huélelo porque, como sacerdotisa, tendrás que reconocerlo allí en donde lo encuentres. No lo pruebes jamás, ni lo comas aunque te estés muriendo de hambre.

Casandra lo olió y apreció un curioso rastro de moho, de légamo, casi un olor a pescado.

—Este centeno envenará a cualquiera que lo coma crudo o incluso si se alimenta con pan de su harina. Y la peor forma de envenenamiento consiste en que mata a los niños en el vientre de su madre y puede acabar durante años con la fertilidad de una mujer. Es posible que la aldea esté ya condenada. Lástima, sus mujeres son bellas e industriosas y notables sus hilados y tejidos. Además también hacen magníficos cántaros y tazas.

—¿Morirán todos?

—Probablemente serán muchos los que coman el grano envenenado y no mueran; pero en esa aldea no nacerán más niños sanos y, cuando estén ya bastante desesperados para imponer quizás un año de hambre a su pueblo, quizá sea demasiado tarde.

—¿Y los dioses permiten eso? —preguntó Casandra—. ¿Qué diosa puede estar tan enojada para envenenar el grano de la aldea?

—No lo sé, tal vez no sea obra de ninguna diosa —contestó la reina—. Sólo sé que se presenta año tras año, sobre todo cuando ha llovido mucho.

Nunca se le había ocurrido a Casandra dudar de que el grano de los campos creciera gracias a la directa intervención y los cuidados de la Madre Tierra. Ésta era una terrible herejía y la apartó de su mente con tanta rapidez como le fue posible. Se sintió otra vez consciente de su hambre. Llevaba tanto tiempo sin tomar una comida sustanciosa que, a veces, dejaba de sentirla durante días enteros.

Mientras cabalgaban empezaron a ver pequeños animales que entraban y salían de agujeros abiertos en el suelo. Una muchacha de las más jóvenes apuntó rápidamente con su arco y lanzó una flecha de caza, hecha de madera endurecida al fuego en lugar de metal. El animal cayó al momento y se agitó. La arquera desmontó de su pequeño caballo y le dio un golpe en la cabeza. Una nube de flechas siguió a la primera, pero sólo dos acertaron en los blancos. Ante el pensamiento de la liebre asada en un espetón, a Casandra se le hizo la boca agua.

Con un gesto, Pentesilea detuvo la marcha de las amazonas.

—Acamparemos aquí y os prometo que no volveremos a emprender la marcha hasta que hayamos comido algo —dijo—. Guerreras, tomad vuestros arcos y cazad. Por lo que se refiere a las demás, montad las dianas y ejercitaos con vuestras flechas. En estos días de cabalgada hemos descuidado la práctica de nuestras destrezas cazadoras y bélicas. Muchas de estas flechas no alcanzarán su blanco.

En vida de mi madre, con estos recursos, habríamos conseguido liebres suficientes para alimentarnos a todas.

»Sé cuán hambrientas estáis. Yo no me siento mejor que cualquiera de vosotras, y llevo el mismo tiempo sin comer nada sustancioso. Os ruego, hermanas, que si habéis hallado, o robado, un poco de grano o cualquier alimento elaborado con el grano en esa aldea, me lo mostréis antes de comerlo. Ese cereal está maldito y quienes coman pueden abortar o tener un hijo con un solo ojo o con un solo dedo.

Una mujer sacó de entre los pliegues de su túnica una dura y un tanto mohosa hogaza, con gesto desafiante.

—Se la daré a cualquiera que haya pasado de la edad de tener hijos para que pueda comerlo sin peligro —dijo—. No lo he robado, lo cambié por una hebilla vieja.

—Yo me quedaré con esa hogaza a cambio de mi parte en la liebre que maté de un flechazo. Hace ya demasiado tiempo que no pruebo el pan y desde luego no tendré más hijos a quienes pueda hacer daño —dijo una de las mujeres más viejas de la tribu.

La vista del pan despertó el hambre de Casandra hasta el extremo de sentirse tentada a correr el riesgo de un futuro aborto o de dar a luz a un niño malformado, en un lejano futuro, pero no se atrevió a desobedecer a su tía. Otras amazonas aportaron diversos víveres que habían cambiado o robado en la aldea, y casi todos fueron confiscados por Pentesilea, que los arrojó al fuego.

Casandra fue a hacer prácticas de tiro mientras las guerreras experimentadas partían en busca de caza y las mujeres de más edad se dispersaban por la llanura en busca de algo comestible. Estaba demasiado avanzado el invierno para que quedasen bayas o frutas, pero podía haber en algún sitio raíces o setas comestibles.

El breve día invernal se trocaba ya en penumbra cuando retornaron las cazadoras y pronto las liebres, ya limpias, empezaron a cocer en un caldero con judías silvestres y algunas raíces. En un gran fuego se asaban pedazos de una bestia mayor, ya desollada. Casandra sospechó que se trataba de alguno de los peludos caballos salvajes. Sin embargo, se sentía demasiado hambrienta para que le preocupase su procedencia. Aquella noche al menos llenarían sus estómagos y Pentesilea les prometió que habría comida abundante en Colquis.

—Allí está —dijo Pentesilea—. Ésa es la ciudad de Colquis.

Acostumbrada a las ciclópeas murallas fortificadas de Troya, que se alzaban a gran altura sobre los ríos de la planicie, Casandra no se sintió impresionada al principio por los muros de adobe deslustrados bajo la brumosa luz del sol.

Esta ciudad, pensó, resultaría vulnerable a un ataque desde cualquier sitio. En el año que llevaba con las amazonas había aprendido algo de estrategia, no de un modo formal, sino a través de los relatos de asedios y guerras que había escuchado.

—Es como las ciudades de Egipto y las de los hititas —declaró Pentesilea—. No construyen fortificaciones colosales, ni las necesitan. Tras sus puertas de hierro verás los templos y las estatuas de sus dioses. Son más grandes que los templos y las estatuas de Troya, como las murallas de Troya son mayores que las de Colquis. Según dicen, esta ciudad fue fundada por el antiguo pueblo navegante del lejano Sur pero la gente es distinta de la de cualquier otro pueblo de aquí, como advertirás en cuanto penetremos en la urbe. Parecen extraños sus usos y costumbres. —Se echó a reír y añadió—: Pero supongo que eso es también lo que ellos dirán de nosotras.

De todo lo que se había dicho Casandra sólo había oído puertas de hierro. Poco era lo que había visto de ese metal. Una vez, su padre le mostró un anillo negro, indicándole que era de hierro.

«Es un metal muy caro y demasiado duro para hacer armas —le comentó—. Algún día, cuando la gente sepa más acerca del arte de forjarlo, el hierro podrá ser empleado en los arados. Es mucho más resistente que el bronce.»

Ahora Casandra, al recordarlo, pensó que un pueblo que sabía del hierro lo bastante para forjar unas puertas debía de ser sabio, sin duda.

—¿Y la ciudad no ha sido conquistada gracias a que sus puertas son de hierro? —preguntó.

Pentesilea la miró con cierta sorpresa.

—Lo ignoro —dijo—. Son gente brava pero rara vez se han visto envueltos en una guerra. Supongo que es porque se hallan lejos de las principales regiones comerciales. Pero, a pesar de eso, hasta aquí acudirán desde el fin del mundo en busca de hierro.

—¿Entraremos en la ciudad o acamparemos fuera de las murallas?

—Dormiremos esta noche dentro; su reina es casi una de las nuestras —explicó Pentesilea—. Es hija de la hermana de mi madre.

Así que, pensó Casandra, es pariente de mi madre y mía también.

—¿Y el rey?

—No hay rey —repuso Pentesilea—. Aquí reina Imandra y aún no ha decidido tomar consorte.

Tras la ciudad se alzaban farallones de un rojo herrumbroso que empequeñecían las puertas. El camino que llevaba hasta la urbe se hallaba pavimentado con gigantescas losas y las casas, de arcos y escalinatas de piedra, estaban construidas de troncos y tablas, encaladas y pintadas. No había empedrado en las calles sino que se veían fangosas y holladas. Entre las casas pasaban extrañas bestias de carga, cornudas y peludas, que transportaban grandes fardos y cántaros. Sus dueños las apartaban a palos para dejar pasar la formación casi militar de las amazonas. Casandra, consciente de todos los ojos que la observaban, aferró con fuerza su lanza pese al cansancio de la cabalgada y se irguió sobre su montura, tratando de parecer una guerrera.

La ciudad era muy diferente de Troya. Las mujeres deambulaban libremente por las calles, portando cántaros y cestos en la cabeza. Sus indumentarias eran largas, pesadas y embarazosas, pero a pesar de sus complicadas faldas y de sus ojos pintados parecían fuertes y competentes. Vio también una herrería en donde trabajaba una mujer de cara morena y tiznada de hollín, con gruesos músculos de soldado. Casi desnuda hasta la cintura para soportar el intenso calor, martilleaba sobre una espada. Una mujer joven, casi una niña, manejaba el fuelle. En los meses que había pasado con las amazonas, Casandra había visto a mujeres hacer extrañas cosas, pero aquélla era la más sorprendente de todas.

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