—¿Por qué has dicho tal cosa? —tornó a reñirla Hécuba?—. ¿O es que eres como un bebé a quien no se puede dejar solo veinte minutos sin que haga una trastada? Jugar con las serpientes del templo... ¿Ignoras el daño que podrían haberte causado?
—Pero el dios dijo que no permitiría que me hiriesen declaró obstinadamente Casandra y su madre volvió a pellizcarla, dejándole una magulladura en el brazo.
—¡No debes decir tal cosa!
—Pero es verdad —insistió la niña.
—Tonterías. Si vuelves a decirlo, te pegaré.
Casandra calló. Lo que había sucedido había sucedido.
No deseaba que le pegasen pero conocía la verdad y no podía negarla. ¿Por qué su madre no la creía? Ella siempre decía la verdad.
No soportaba el hecho de que su madre y la sacerdotisa pensasen que había mentido. Y mientras en silencio, ya sin protestar, bajaba los peldaños con la mano cogida con fuerza por la mano más grande de la reina, se aferró al recuerdo del rostro de Apolo, a la voz cordial que había resonado en su mente. Sin que hubiese tenido conciencia de ello, algo en la profundidad de su seno había estado aguardando aquel sonido.
A la siguiente luna llena, Hécuba dio a luz un hijo, que habría de ser el último. Le llamaron Troilo. Casandra, de pie junto al lecho de su madre en la estancia en donde había parido, no mostró sorpresa al ver la cara de su hermano menor. Pero cuando le recordó a su madre que desde el día de la visita al templo sabía que iba a ser un varón, Hécuba dio muestras de incomodidad.
—¿Cómo es posible que te comportaras así? —preguntó enfadada—. ¿Pero realmente crees que te habló el dios? Tratas sólo de darte importancia, y no pienso hacerte caso. Ya no eres tan pequeña para tales niñerías.
Pero Casandra pensó que aquello era importante, que era importante que ella hubiera sabido y que el dios le hubiera hablado. Entonces, ¿es que le hablaba a los bebés? ¿Por qué se enfadaba su madre? Ella sabía que la diosa le hablaba a la reina. La había visto descender sobre Hécuba cuando esta la invocaba en la época de la recolección y a la hora de bendecir.
—Escucha, Casandra —dijo la reina, en tono serio—. El mayor crimen es decir de un dios algo que no sea la verdad. Apolo es el Señor de la Verdad; si invocas falsamente su nombre, te castigará y su ira es terrible.
—Pero estoy diciéndote la verdad; el dios me habló —insistió Casandra, angustiada.
Hécuba suspiró, resignadamente, porque, a fin de cuentas, aquello no era algo inaudito.
—Bueno, supongo que debemos dejarlo todo en sus manos. Pero te advierto de que no hables de esto con nadie más.
Ahora que había otro príncipe en palacio, otro hijo de Príamo y de su reina, toda la ciudad se regocijó. Dejaron a Casandra a su propio albedrío, y ella se preguntó por qué tenía que ser un príncipe mucho más importante que una princesa. Resultaba inútil pedirle a su madre que se lo aclarara. Podía preguntárselo a su hermana mayor, pero Polixena sólo parecía interesada en charlar con las domésticas sobre bellos trajes, joyas y bodas; cosas que a Casandra le aburrían, pero le aseguraban que cuando fuese mayor se preocuparía más de las cosas que eran importantes en la vida de una mujer. A ella le costaba aceptar que aquello fuera importante. Estaba dispuesta a ver bellos trajes y joyas pero no sentía deseo alguno de lucirlos; prefería que lo hicieran Polixena o su madre. Las domésticas de Hécuba la consideraban tan extraña como Casandra a ellas. En una ocasión se negó obstinadamente a entrar en una estancia, gritando «¡Se caerá el techo!». Tres días más tarde se produjo un pequeño terremoto y se desplomó.
A medida que transcurría el tiempo y una estación sustituía a otra, Troilo comenzó a gatear, a caminar y a hablar. Antes de lo que Casandra hubiera esperado, era casi tan alto como ella. Mientras tanto, Polixena superó la talla de su madre y fue iniciada en los Misterios de las mujeres.
Casandra ansiaba que llegara el momento en que también ella fuese reconocida como mujer, aunque, según su criterio, aquello hubiera hecho más juiciosa a Polixena. ¿Le hablaría el dios de nuevo cuando hubiese sido iniciada en los Misterios? Durante todos aquellos años jamás volvió a oír su voz; tal vez tuviera razón su madre y sólo lo había imaginado. Anhelaba escuchar de nuevo aquella voz, aunque sólo fuera para asegurarse de la realidad de la primera vez. Sin embargo, su deseo estaba paliado por cierto temor. Al parecer, convertirse en mujer implicaba un cambio tan notable que le haría perder su propia identidad. Polixena estaba ahora atada a la vida del recinto de las mujeres y se mostraba contenta de que así fuese; ni siquiera parecía molestarle la pérdida de su libertad, y ya no conspiraría más con Casandra para escapar a la ciudad.
Muy pronto Troilo llegó a la edad suficiente para ser enviado a dormir al recinto de los hombres, y ella misma cumplió doce años. Aquel año, su estatura aumentó; y por ciertos cambios que se produjeron en su cuerpo, supo que pronto sería contada entre las mujeres del palacio y que ya no se le permitiría corretear por donde le placiera.
Obedientemente, Casandra permitió que la vieja ama de su madre la enseñase a hilar y a tejer. Con la ayuda de Hesione, la hermana soltera de su padre, consiguió tejer y confeccionar un vestido para su muñeca de arcilla con la que todavía jugaba. Odiaba aquella tarea que le dejaba los dedos doloridos, pero se sintió orgullosa de su obra una vez terminada.
Compartía entonces en el recinto de las mujeres una estancia con Polixena, que ya había cumplido dieciséis años y estaba en edad de casarse, y con Hesione, una muchacha vivaz que había pasado de los veinte y poseía el rizado pelo negro y los verdes ojos de Príamo. De acuerdo con unas normas de conducta aparentemente descabelladas e impuestas por su madre y por Hesione, Casandra había de permanecer en aquel recinto e ignorar todas las cosas interesantes que pudieran estar pasando en el palacio o en la ciudad. Pero había días en que conseguía sustraerse a la vigilancia de las mujeres y escapaba hacia algunos de sus lugares favoritos.
Una mañana logró deslizarse fuera del palacio y tomó el camino que a través de las calles subía hasta el templo de Apolo.
No sentía deseos de llegar hasta el propio templo ni la impresión de que la hubiese llamado el dios. Se dijo a sí misma que, cuando ese día llegase, lo sabría. Mientras subía, a medio camino de la cuesta, se volvió para mirar el puerto y distinguió las naves. Allí estaban, justamente como el día en que el dios le habló, pero sabía que ahora se trataba de navíos del sur, de los reinos isleños de los aqueos y de Creta. Se dirigían a comerciar con los países hiperbóreos y Casandra pensó, con una excitación casi física, que llegarían a la región del Viento del Norte de cuyo aliento habían nacido los grandes toros—dioses de Creta.
Sintió el anhelo de navegar rumbo al norte con las naves, pero jamás iría. A las mujeres nunca se les permitía ir en una de aquellas grandes naves mercantes que, al pasar por los Estrechos, habían de pagar un tributo al rey Príamo y a Troya. Y mientras contemplaba los barcos, un estremecimiento distinto de cualquier sensación física que hubiese experimentado antes recorrió todo su cuerpo...
Estaba tendida en un rincón de una nave, subiendo y bajando con el movimiento de las olas; presa de náuseas, mareada, exhausta y asustada, magullada y dolorida. Mas cuando alzó los ojos por encima de la gran vela que resplandecía al sol, vio el cielo azul y centelleante por obra del astro de Apolo. El rostro de un hombre se volvió hacia ella. Mostraba una sonrisa salvaje, horrible y triunfal. En un momento de terror se le quedó grabada para siempre en su mente. Casandra nunca había sabido lo que eran el miedo o la afrenta auténticos; sólo había conocido una turbación momentánea ante un suave reproche de su madre o de su padre; ahora supo lo que eran los dos. Con una parte de su mente sabía que jamás había visto a aquel hombre pero se daba cuenta de que nunca en toda su vida olvidaría aquella cara, con su enorme nariz ganchuda como el pico de alguna feroz, ave de presa; sus ojos, que brillaban como los de un halcón, la sonrisa cruel y fiera, el tosco mentón prominente y una negra barba que la llenó de miedo y de pavor.
Fue todo cosa de un instante. Al momento siguiente se hallaba de nuevo sobre los peldaños y veía allá abajo las lejanas naves en el puerto. Mas sabía que un instante antes había estado tendida en una de esas embarcaciones, cautiva. Había percibido la dura cubierta bajo su cuerpo, el viento salino sobre ella, el restallido de la vela y el crujido de las tablas del navío. Sintió de nuevo el terror y el extraño alivio que no podía comprender.
Era incapaz de saber lo que le había sucedido o por qué. Giró sobre sí misma, alzó sus ojos hacia lo alto, en donde se levantaba el blanco templo de Palas Atenea, y suplicó a la diosa virgen que lo que había visto y sentido no fuese más que una especie de pesadilla sin sueño. ¿Sucedería verdaderamente aquello algún día?... ¿Sería ella alguna vez esa magullada cautiva de la nave, presa de aquel hombre de rostro de halcón? No se parecía a ningún troyano que ella hubiese visto...
Rechazó con toda su voluntad aquel helado horror. ¿Pesadilla? ¿Visión? Se volvió y miró hacia tierra adentro, donde se elevaba el alto y sagrado monte Ida. En algún lugar de las laderas de esa montaña... no, lo había soñado, nunca había puesto el pie en las laderas del Ida. Allá arriba estaban las nieves perpetuas y más abajo, los verdes pastizales en donde, según le habían dicho, se criaban las manadas y los numerosos rebaños de su padre al cuidado de los pastores. Se frotó los ojos, con inquietud Si al menos pudiese ver lo que había más allá de su visión...
Ni siquiera años después, cuando todas las cosas relacionadas con el don de la profecía y de la Visión constituían para ella una segunda naturaleza, estuvo Casandra segura de dónde le llegaba el súbito conocimiento de lo que tenía que hacer de inmediato. Nunca afirmó ni creyó que hubiera oído la voz del dios, que la hubiera conocido e identificado como tal. Estaba simplemente allí, en una parte de su ser. Se volvió en redondo y echó a correr hacia el palacio. Al pasar por una calle que le era familiar, miró casi ansiosamente a la fuente; no, aquella agua no estaba lo bastante quieta para lo que necesitaba.
En el patio exterior vio a una de las mujeres de su madre y se ocultó tras una estatua, temiendo que pudieran haber enviado en su busca a aquella doméstica. Ahora, siempre que se escapaba del recinto de las mujeres, se producía un gran alboroto.
¡Qué estupidez! De nada le sirvió a Hesione hallarse dentro, pensó, y no supo lo que aquel pensamiento significaba. Al evocar a Hesione experimentó un súbito pavor y, sin saber por qué, se le ocurrió, que debería prevenirla. ¿Prevenirla? ¿De qué? ¿Por qué? Sería inútil. Lo que tiene que suceder, sucederá. Algo dentro de ella le empujaba a correr hacia Hesione o hacia su madre, o hacia Polixena o el ama, en busca de alguien que pudiera calmar ese terror sin nombre que hacía temblar sus rodillas y contraerse a su estómago. Pero fuera cual fuese su misión resultaba para ella más apremiante que los peligros imaginados o previstos. Aun continuaba acurrucada, oculta tras la columna; pero la mujer había desaparecido. Temí que me viese.
¿Temí? ¡No!¡Desconozco el significado de la palabra! Tras el pavor de aquella visión en el puerto, Casandra sabía que ya no temería nada que fuese menor que aquello. Aun así, no deseaba que la viesen presa de tal apremio; era posible que alguien le impidiese hacer lo que tenía que llevar a cabo. Corrió hacia el recinto de las mujeres y halló un cuenco de barro, lo llenó con agua fresca de la cisterna y se arrodilló ante la vasija.
Contemplando el agua, vio al principio su propio rostro, como en un espejo. Luego, cuando las sombras se agitaron sobre la superficie, supo que estaba contemplando la cara de un muchacho muy parecida a la de ella: los mismos cabellos negros, abundantes y lacios, los mismos ojos hundidos, sombreados por largas y tupidas pestañas. Miraba hacia algo situado más allá de donde estaba ella, hacia algo que Casandra no podía distinguir.
Preocupado por las ovejas, a cada una de las cuales conocía por su nombre, pisando con cuidado, sabiendo en dónde se hallaban y lo que había que hacer con cada una, como si estuviese orientado por una secreta sabiduría. Casandra deseó apasionadamente que se le pudiera confiar a ella una tarea tan responsable e importante como aquella. Permaneció algún tiempo arrodillada junto a la vasija, preguntándose por qué había sido impulsada a verlo, y qué podría significar. No era consciente de su entumecimiento, ni del frío, ni del dolor que provocaba en sus rodillas la inmovilidad de su postura; vigiló con él, compartiendo su disgusto cuando uno de los animales se cayó, su placer ante la luz del sol, alcanzando y rozando con la mente sus temores ocasionales a los lobos y a bestias más grandes y peligrosas... Ella era aquel muchacho desconocido cuyo rostro era como el suyo propio.
Un súbito grito la sacó de esta apasionada, identificación.
—¡Alto! ¡Socorro, fuego, crimen, violación! ¡Socorro!
Por un momento pensó que había sido él quien había gritado; pero no, se trataba de otra clase de sonido, percibido con los oídos físicos y que la arrancó de su trance.
Otra visión pero esta vez ni de dolor ni de miedo. ¿Proceden de un dios? Recobró con un doloroso sobresalto la conciencia del lugar en que se hallaba: en el patio del recinto de las mujeres.
Y de repente olió a humo y el cuenco, cuya agua enturbiada aún contemplaba, se volcó. El agua se derramó por el suelo. La inmovilidad visionaria desapareció con el líquido y Casandra descubrió que podía moverse.
Pasos extraños resonaban sobre las losas. Oyó chillar a su madre y se precipitó por el corredor. Se hallaba vacío, tan sólo le llegaban los gritos de las mujeres. Luego vio a dos hombres con armadura y casco de alto penacho. Eran de gran estatura, mayor que la de su padre o la de Héctor, que aun no había acabado de crecer. Hombres velludos y de apariencia salvaje, bajo cuyos cascos asomaban sus rubios cabellos. Uno de ellos llevaba sobre el hombro a una mujer que chillaba. Con sorpresa y horror, reconoció a la mujer: era su tía Hesione.
Casandra ignoraba por completo lo que había sucedido o por qué; todavía se hallaba a medio camino de vuelta de su visión. Los soldados pasaron junto a ella, corriendo, tan próximos y tan veloces que uno de ellos estuvo a punto de derribarla. Los siguió, con la vaga idea de que podría ayudar a Hesione, pero ya habían desaparecido por la escalinata del palacio. Como si su visión interior continuara, vio a Hesione, aún gritando, llevada por la escalera y a través de la ciudad. Las gentes huían ante los invasores. Era como si la mirada de aquellos hombres poseyese la facultad de la cabeza de Medusa de trocar a los hombres en piedra; no sólo debía evitarse mirar a los aqueos, sino incluso la mirada de ellos.