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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (7 page)

BOOK: La Antorcha
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Se preguntó si serían hijas de Pentesilea pero era demasiado tímida para expresarlo.

Al subir al recinto de las mujeres, Casandra se extrañó de que nunca hubiese reparado en lo sombrío que era. Hécuba había llamado a sus domésticas para que trajeran vino y dulces. Mientras las invitadas los probaban, Pentesilea requirió a Casandra y le advirtió:

—Para cabalgar con nosotras, cariño, has de vestir como es debido. Te hemos traído unos calzones. Caris te ayudará a ponértelos. Y para ir a caballo tienes que llevar una capa de abrigo. Cuando se pone el sol, el frío hace acto de presencia rápidamente.

—Mi madre me hizo un manto grueso —dijo Casandra. Y fue con Caris a su habitación para recoger la bolsa con las prendas. Los calzones de cuero le estaban un poco grandes. Se preguntó quien los habría usado antes porque relucían de puros desgastados por los fondillos. Pero le parecieron muy cómodos una vez que se acostumbró a la rigidez del cuero contra sus piernas. Pensó que ahora podría correr como el viento sin pisarse la falda. Estaba metiendo el cinturón de cuero por las tablillas, cuando oyó los pasos de su padre.

—Caramba, cuñada. ¿Has venido a ponerte al frente de mi ejército contra Micenas para rescatar a Hesione? Qué monturas tan espléndidas; las vi en la cuadra. ¡Cómo los caballos inmortales de Poseidón! ¿En dónde los conseguiste? —De Idomeneo, el rey de Creta —contestó Pentesilea—. Nada sabía de Hesione. ¿Qué le ha sucedido?

—Fueron los hombres de Agamenón, llegados de Micenas, o al menos eso creemos —declaró Príamo—. En cualquier caso aqueos, corsarios. Los rumores afirman que Agamenón es un rey malvado y cruel. Ni sus propios hombres le quieren, pero le temen.

—Es un poderoso guerrero —dijo Pentesilea—. Confío en batirme con él algún día. Si no quieres enviar tu ejército a Micenas para rescatar a Hesione, aguarda a que convoque a mis mujeres. Tendrás que proporcionarnos naves, pero yo podría traerte a Hesione con la próxima luna nueva.

—Si fuese posible ir ahora contra los aqueos, no necesitaría de una mujer para que mandase mi ejército —manifestó Príamo, en tono desdeñoso—. Prefiero aguardar y ver qué piden.

—¿Y qué será de Hesione en manos de Agamenón? —preguntó Pentesilea— ¿Vas a abandonarla? ¿Sabes lo que le sucederá entre los aqueos?

—De un modo u otro tendría que hallarle un marido —repuso Príamo—. Esto al menos me ahorra la dote, pues si es Agamenón quien se la ha llevado no tendrá la insolencia de pedirme una dote como botín de guerra.

Pentesilea frunció el entrecejo y también Casandra se asombró de aquellas palabras. Príamo era rico, ¿por qué escatimar una dote?

—Agamenón tiene ya mujer —dijo Pentesilea—. Es Clitemnestra, hija de Leda y de su rey, Tíndaro. Tuvo de Agamenón una hija que ahora debe contar unos siete u ocho años. No puedo creer que estén tan escasos de mujeres en la Acaya como para que tengan que recurrir al rapto... ni que Agamenón precise tanto de una concubina cuando podría tener a la hija de cualquier caudillo de su reino.

—¿Así que se casó la hija de Leda? —El rostro de Príamo se ensombreció por un instante—. ¿Es aquella de la que, según dicen, Afrodita sintió celos por su hermosura y para la que su padre hubo de escoger entre casi cuarenta pretendientes?

—No —respondió Pentesilea—. Tuvo gemelas, lo que es siempre de mal agüero. Una fue Clitemnestra; la otra hija, Helena, era la bella. Agamenón logró embaucar a Leda y a Tíndaro, los dioses sabrán cómo, para que unieran a Helena con su hermano Menelao en tanto que él se casaba con Clitemnestra.

—No envidio a Menelao —declaró Príamo—. ¡Ay del hombre que tiene una mujer hermosa! —Sonrió distraídamente a Hécuba—. Gracias a los dioses tú nunca me diste esa clase de inquietud. Ni tampoco tus hijas son peligrosamente bellas.

Hécuba observó con frialdad a su esposo. Pentesilea intervino:

—Eso podría ser cuestión de opiniones. Pero por lo que sé de Agamenón, y a menos de que los rumores sean falsos, piensa menos en la belleza de la mujer que en su poder; cree que, merced a las hijas de Leda, podrá reclamar toda Micenas y también Esparta hasta hacerse llamar rey. Y entonces, tratará de conseguir más poder en el Norte... Parece como si tuviese los ojos puestos en la propia Troya.

—Pues yo creo que tratan de obligarme a que pacte con ellos —manifestó Príamo—. Para que les reconozca como reyes. Y eso será cuando Cerbero abra las puertas y deje escapar a todos los muertos del reino de Hades.

—Dudo de que estén buscando oro —dijo Pentesilea—. Ya hay suficiente oro en Micenas; aunque los rumores dicen que Agamenón es un hombre codicioso. A mi parecer, Agamenón te exigirá que le otorgues la posibilidad de comerciar más allá de los estrechos. —Señaló hacia el mar—. Sin el peaje que percibes.

—Jamás —declaró Príamo—. Un dios trajo a mi pueblo hasta aquí, a las orillas del Escamandro, y cualquiera que desee ir más lejos, camino del país del Viento del Norte, tendrá que rendir tributo a los dioses de Troya. —Observó con destemplanza a Pentesilea e inquirió—: ¿Y qué te va a ti en esto? ¿Qué le importa a una mujer el gobierno de los países y el pago de tributos?

—Yo también vivo en tierras donde se atreven a llegar los corsarios aqueos —repuso la reina de las amazonas—, Y si robasen a una de mis mujeres, se lo haría pagar, no sólo en oro o en dotes sino con sangre. Y puesto que tú no les impides que se lleven a tu propia hermana, te lo repito: mis guerreras están a tu servicio si las necesitas.

Príamo se echó a reír, pero mostró los dientes, y Casandra se dio cuenta de que estaba furioso aunque no lo revelaría ante Pentesilea.

—Cuñada, el día en que recurra a unas mujeres, parientes o no, para la defensa de la ciudad, Troya se hallará en un mal aprieto. ¡Ojalá esté muy lejano ese día!

Giró en redondo y vio a Casandra que, con sus calzones de cuero y la pesada capa, regresaba a la estancia.

—Bien. ¿Qué es esto, hija? ¿Muestras tus piernas como si fueses un muchacho? ¿Has decidido convertirte en amazona, Ojos Brillantes?

Sorprendentemente parecía hallarse de buen humor, pero Hécuba intervino al momento.

—Me dijiste, esposo, que la enviara lejos de la ciudad y pensé que la tribu de mi hermana era tan buena para eso como cualquier otro sitio.

—Encontré en ti la mejor de las esposas, vinieras de donde vinieses, y no dudo de que tu hermana sabrá cuidar de ella —manifestó Príamo.

Se inclinó ante Casandra y ella se echó hacia atrás, casi esperando otro golpe; pero él la besó en la frente.

—Sé una buena chica y no olvides que eres una princesa de Troya.

Hécuba tomó a Casandra entre sus brazos y la estrechó con fuerza.

—Te echaré de menos, hija; sé buena y regresa sana y salva, cariño.

Casandra se aferró a su madre, de la que había desaparecido toda aspereza, consciente sólo de que iba a vivir entre extraños. Luego Hécuba la soltó al tiempo que le decía:

—Quiero darte mis propias armas, hija.

Le presentó, guardada en su verde vaina, una espada cuya hoja tenía la forma de la de un árbol y una lanza corta rematada por un pincho metálico. Eran casi demasiado pesadas para que pudiera alzarlas pero, haciendo acopio de todas sus fuerzas y de todo su orgullo, Casandra logró sujetar sus correas al cinturón.

—Eran las mías cuando cabalgaba con las amazonas —dijo Hécuba—. Llévalas con fuerza y honor, hija mía.

Casandra parpadeó para ahuyentar las lágrimas que nacían en sus ojos. Príamo parecía ceñudo, pero Casandra estaba acostumbrada a los gestos de desaprobación de su padre. Con aire retador tomó la mano que le tendía Pentesilea. Al fin y al cabo, la hermana de su madre no podía ser muy distinta de la propia Hécuba.

Cuando las amazonas recogieron sus cabalgaduras en el patio de abajo, Casandra se sintió decepcionada al ver que la alzaban hasta la grupa de Corredora, tras Pentesilea.

—Creí que iba a montar un caballo yo sola —dijo, con labios temblorosos.

—Así será cuando aprendas, hija mía, pero ahora no tenemos tiempo de enseñarte. Queremos estar lejos de esta ciudad antes de que caiga la noche; no nos complace dormir entre murallas ni deseamos acampar en tierras regidas por hombres.

Aquello le pareció lógico a Casandra: sus brazos se aferraron con fuerza a la estrecha cintura de la mujer, y partieron.

Durante los primeros minutos necesitó de todas sus fuerzas y de su entera atención para sostenerse, agitada arriba y abajo por la marcha irregular del caballo sobre las piedras. Luego aprendió a relajar el cuerpo, dejándolo que se acomodara a los movimientos de la cabalgadura. Miró en su torno y contempló la ciudad desde una nueva perspectiva. Tuvo tiempo de volver la cabeza y lanzar una rápida mirada al templo que se levantaba en lo alto de la ciudad; luego dejaron atrás las murallas y empezaron a descender hacia las verdes aguas del Escamandro.

—¿Cómo cruzaremos el río, señora? —preguntó, inclinando su cabeza hacia delante para acercarla al oído de Pentesilea—. ¿Saben nadar los caballos? La mujer se volvió ligeramente.

—Pues claro que saben, pero hoy no necesitarán nadar: hay un vado a una hora de camino aguas arriba.

Con los talones tocó ligeramente los flancos del caballo, y el animal empezó a galopar con tanta rapidez que Casandra hubo de sujetarse con todas sus fuerzas. Las otras mujeres corrían a los lados, y Casandra experimentó en todo su cuerpo un sentimiento de júbilo. Tras Pentesilea se hallaba un poco protegida del viento, pero sus largos cabellos ondeaban tan furiosamente que por un instante se preguntó cómo sería capaz de volverlos a peinar. No importaba; en la excitación de la carrera lo olvidó.

Habían cabalgado durante cierto tiempo, cuando de repente Pentesilea tiró de las riendas de su montura para que se detuviese y lanzó un silbido que fue como el chillido estridente de alguna extraña ave.

De entre la maleza que tenían ante sí emergieron tres caballos montados por amazonas.

—Saludos —dijo una de las recién llegadas—. Ya veo que has vuelto sana y salva de la casa de Príamo; tardaste tanto que empezábamos a inquietarnos. ¿Cómo está tu hermana?

—Bien, pero se ha puesto gorda, vieja y ajada con los partos en la casa del rey —repuso Pentesilea.

—¿Es esa nuestra adoptada, la hija de Hécuba? —preguntó otra de las que acababan de llegar.

—Lo es —contestó Pentesilea, volviendo la cabeza hacia Casandra—. Y si es una verdadera hija de su madre, será más que bienvenida entre nosotras.

Casandra sonrió tímidamente a las recién llegadas, una de las cuales le tendió los brazos y se inclinó para abrazarla.

——De jóvenes, yo era la amiga más íntima de tu madre __le dijo.

Cabalgaron hacia el fulgor del río Escamandro. Cuando detuvieron los caballos ante el vado, el crepúsculo se estaba aproximando. Antes de ponerse el sol, Casandra distinguió el fugaz centelleo de sus rayos sobre las ondas y las piedras puntiagudas del lecho de aquella parte en donde el río fluía rápido y poco profundo. Se quedó sin aliento cuando la yegua saltó al agua desde la abrupta orilla y de nuevo se le advirtió que se sujetara con fuerza.

—Si caes, no será fácil recogerte antes de que te destroces contra las peñas.

No sintiendo deseo alguno de caer sobre aquellas afiladas piedras, Casandra se aferró con firmeza y pronto la yegua alcanzó la orilla opuesta. Galoparon durante los escasos minutos de luz que aún restaban; luego se detuvieron, colocaron en círculo los caballos y desmontaron.

Casandra contempló fascinada cómo una de las mujeres hacía fuego mientras otra sacaba de sus alforjas una tienda y comenzaba a desplegarla y a montarla. Pronto hirvió en un caldero carne seca que exhalaba un apetitoso olor.

Se sentía tan entumecida que, cuando trató de acercarse al fuego, vaciló como una anciana. Caris se echó a reír y Pentesilea la riñó:

—No te burles de la niña; no ha rechistado y fue una larga cabalgada para alguien que no tiene costumbre de montar a caballo. Tú no eras mejor cuando llegaste. Dale algo que comer.

Caris introdujo un cazo en el guiso y llenó un cuenco de madera que tendió a Casandra.

—Gracias —dijo ésta, metiendo en el cuenco la cuchara de cuerno que le habían dado—. ¿Hay pan, por favor?

—No tenemos —replicó Pentesilea—. Nosotras no cultivamos la tierra, viviendo como vivimos con nuestras tiendas y con nuestros rebaños.

Una de las mujeres vertió algo blanco y espumoso en una taza. Casandra lo probó.

—Es leche de yegua —le explicó la mujer que había dicho llamarse Elaria, y ser amiga de Hécuba.

Casandra la tomó con curiosidad, sin estar segura de que le gustara el sabor o la procedencia, pero, como las otras mujeres bebieron de sus respectivas tazas, supuso que no le haría daño alguno.

Elaria rió con disimulo al observar la mirada de cautelosa repugnancia que mostraba la cara de Casandra.

—Bébetela y crecerás hasta ser tan fuerte y resistente como nuestras yeguas, y hasta tu pelo se volverá más sedoso —le dijo.

Acarició los largos y negros cabellos de Casandra.

—Serás mi hija adoptiva mientras estés con nosotras. En nuestra aldea vivirás en mi tienda. Tengo dos hijas que serán amigas tuyas.

Casandra miró con una cierta ansiedad a Pentesilea pero imaginó que, si aquella mujer era una reina, estaría demasiado ocupada para atender a una chica, aunque se tratase de la hija de su hermana. Y Elaria parecía amable y cordial.

Cuando concluyeron la cena, las mujeres se congregaron en torno de la hoguera. Pentesilea designó a dos para que montaran la guardia.

—¿Por qué tenemos centinelas? ¿Es que hay guerra? —preguntó Casandra, en un susurro.

—No en el sentido que se da en Troya a esa palabra —respondió Elaria en el mismo tono—. Pero aún nos hallamos en tierras regidas por hombres, y las mujeres están siempre en guerra en tales territorios. Muchos, los más, nos consideran como presas legítimas, y a nuestros caballos también.

Una de las mujeres inició una canción; las otras se le unieron. Casandra escuchaba, ignorante de la melodía y del dialecto, pero al cabo de un tiempo canturreó en los coros. Se sintió fatigada y se tendió a descansar, alzando los ojos hacia las grandes estrellas del cielo. Después advirtió que la llevaban en la oscuridad. Se despertó sobresaltada.

—¿En dónde estoy?

—Te quedaste dormida junto al fuego y ahora te llevo a mi tienda —le dijo quedamente Elaria.

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