Su voz era cordial pero a Casandra le pareció que se burlaba, y pugnó frenéticamente por soltarse.
—No me pasa nada... Yo no quería... —No te inquietes, niña. Nadie te hará daño, nadie te amenaza —le dijo Pentesilea para tranquilizarla.
Al cabo de un momento, Casandra dejó de luchar y se quedó inerte entre los brazos de la amazona. —Cuéntame.
La muchacha comenzó a hablar atropelladamente. —Yo estaba... con él. Con mi hermano. Y una joven. Y no podía dejar de ver parte alguna del campamento.
—Que la diosa se apiade de ti —murmuró Pentesilea. A la edad de Casandra también ella había poseído el don, o la maldición, de verlo todo. Compartir experiencias para las que la mente o el cuerpo no se hallaban preparados podía significar llegar hasta el borde de la más íntima locura y no siempre era posible volver de allí sin daño. Casandra estaba entre sus brazos, sólo consciente a medias, y Pentesilea no sabía muy bien qué hacer con ella.
Lo más importante era regresar al campamento. Estaban muy lejos de las demás mujeres y de sus caballos, y cabía la posibilidad de que por aquellas soledades merodeasen malhechores desconocidos. En su presente estado, un encuentro de esa clase podía empujar a Casandra más allá de las fronteras de la cordura. Se volvió, sujetando las riendas de la yegua de la muchacha para que las siguiese. Apretó a Casandra contra su pecho y, cuando estuvieron dentro del círculo del campamento, la bajó del caballo y la introdujo en la tienda donde la nueva madre descansaba junto a su bebé dormido. Pentesilea tendió a Casandra sobre una manta y se sentó junto a ella. Con su firme mano sobre la frente de su sobrina, cubriéndole los ojos, pretendiendo cerrar su mente a toda intrusión.
Los sollozos de Casandra disminuyeron y fue calmándose paulatinamente, volviendo la cara bajo la mano de Pentesilea como si fuera un bebé, apretándose contra ella. Al cabo de un largo rato, la reina de las amazonas le preguntó:
—¿Te sientes mejor ahora?
—Sí, pero... ¿volverá otra vez?
—Probablemente. Es un don de la diosa y debes aprender a vivir con él. Yo poco puedo hacer por ti. Tal vez la Madre Serpiente te ha elegido para que hables en nombre de los dioses; entre nosotras hay sacerdotisas y profetisas.
Quizá cuando llegue el momento de que desciendas bajo tierra y te encuentres frente a ella...
—No lo entiendo —dijo Casandra.
Entonces recordó el momento en que Apolo le habló y le pidió que fuese su sacerdotisa. Se lo contó a Pentesilea y la amazona pareció aliviada.
—¿Con que es eso? Nada sé de tu Señor del Sol, pero me parece extraño que una mujer busque a un dios en lugar de a la Madre Tierra o de a nuestra Madre Serpiente. Es ella quien vive bajo tierra y gobierna todos los reinos de las mujeres... la oscuridad del nacimiento y de la muerte. Tal vez también te llamó y no oíste su voz. Me dijeron que, en ocasiones, así les sucede a las que nacen sacerdotisas y, que si no oyen su llamada, ella las toca con su mano a través de la oscuridad de sueños malignos para que aprenda el modo de escuchar su voz.
Casandra estaba confusa ante aquello; sabía poco de la Madre Serpiente de que le hablaba Pentesilea, pero se acordaba de las bellas serpientes del templo de Apolo y de cuánto había anhelado acariciarlas. Tal vez fuera cierto que también la había llamado la Madre Serpiente y no sólo el deslumbrante y amado Señor del Sol.
Había confiado en que su tía, que tanto sabía de la diosa, le dijera lo qué tenía que hacer para evitar aquellas visiones indeseadas. Entonces comprendió que tenía que dominarse y hallar dentro de sí un medio para cerrar las puertas antes de que las visiones la poseyeran.
—Lo intentaré —dijo—. ¿Hay alguien que sepa de estas cosas?
—Tal vez entre los servidores de los dioses. Eres princesa de dos casas reales, la de las amazonas y la de tu padre. Nada sé de esos dioses pero tiene que llegar un tiempo en que, como cada una de nosotras, desciendas a las profundidades para reunirte con la Madre Serpiente y, como ya te ha llamado, supongo que ese momento está próximo. Tal vez sea cuando regrese la luna. Hablaré con las ancianas para saber lo que dicen de ti.
Quizá, se dijo Casandra, fue por eso por lo que el dios me llamó su servidora. Ella misma había abierto aquellas puertas; no podía quejarse de haber recibido el don solicitado.
Día tras día, la tribu cabalgó bajo terribles vientos y gélidas lluvias. El tiempo se hacía cada vez más frío y por la noche las mujeres se envolvían en todas sus ropas de lana y en sus mantas. Casandra se acurrucaba junto a su yegua, protegiéndose con el calor de su enorme y rozagante cuerpo. De vez en cuando, el cielo se despejaba y cesaba la lluvia. La tribu proseguía su camino hacia el Este; y si las mujeres preguntaban cuándo descansarían y hallarían pastos para sus caballos, Pentesilea, suspirando, se limitaba a decir:
—Primero hemos de cruzar dos ríos, como ordenó la diosa.
La luna había crecido y menguado de nuevo cuando vieron a los primeros seres humanos que encontraban en su éxodo: un pequeño grupo de hombres cubiertos de pieles con pelo, lo que indicó a las mujeres que aun desconocían el arte del curtido.
Aquí hay pastos, pensó Casandra; éste podría ser un buen lugar para que descansara nuestro ganado e incluso para que nos estableciéramos. Pero no con estos hombres...
Aquellos seres rústicos se quedaron atónitos al ver a las mujeres. Pentesilea condujo su caballo hasta ellos.
—¿De quién son estos rebaños? —preguntó, señalando a las ovejas y las cabras que pastaban en aquella tierra fértil.
—Son nuestros. ¿Qué clase de cabras montáis? —dijo uno de los hombres—. Jamás vimos cabras tan grandes y hermosas.
Pentesilea iba a explicar que no eran cabras sino caballos cuando resolvió que su ignorancia podría resultar ventajosa para la tribu.
—Son las cabras de Poseidón, dios del mar —respondió. El hombre preguntó: —¿Qué es el mar?
—Agua desde aquí hasta el horizonte —contestó ella.
Pareció quedarse sin aliento.
—¡Oh, nosotros nunca vemos más agua que la de charcas fangosas que se secan en verano! ¡No es extraño que sean tan hermosas y gordas!
Luego sonrió socarronamente y preguntó en su rudo lenguaje si a las mujeres les gustaría que su ganado pastara junto al suyo.
—Tal vez por una noche o dos —respondió Pentesilea.
—¿En dónde están vuestros hombres?
—Nosotras no tenemos ninguno: somos libres de los hombres —dijo la amazona—, pero aceptaremos la hospitalidad de tus pastos por esta noche ya que hemos cabalgado durante largo tiempo. Nuestros animales se hallan cansados y les vendrá bien un poco de esa excelente hierba.
—Bienvenidas seáis —declaró otro de los hombres, que parecía un poco más aseado y mejor vestido que los demás.
Mientras desmontaban, Pentesilea advirtió en voz baja a Casandra que fueran cautelosas y que, en vez de dormir, vigilasen a sus caballos incluso durante la noche.
—Porque no confío en estos hombres en absoluto —murmuró—. Creo que en cuanto nos durmamos, o nos crean dormidas, tratarán de robarnos nuestros caballos y quizás de atacarnos.
Los hombres intentaron deslizarse dentro del círculo que formaban las mujeres y de acariciarlas con disimulo. Casandra pensó que, de haber continuado en la ciudad, ignorante de tales maniobras, no habría comprendido lo que estaban haciendo los hombres. Se adelantó con las demás muchachas para empezar a tender las mantas. Trabó las patas de su yegua, al objeto de que no pudiera alejarse mucho durante la noche, se añojo el cinturón de cuero y se tendió en su manta entre Elaria y Estrella.
—Me pregunto hasta dónde tendremos que ir —murmuró Estrella, envolviendo sus delgados hombros en la manta para protegerse de la humedad—. Si no encontramos pronto víveres, las niñas empezarán a morirse.
—Las cosas no están tan mal como crees —le increpó Elaria—. Aun no hemos comenzado a sangrar a los caballos. Podemos vivir de su sangre al menos un mes antes de que empiecen a debilitarse. Una vez, en un año muy malo, subsistimos con la sangre de las yeguas durante dos meses. Murió mi primera hija y estábamos tan cerca de la inanición que cuando fuimos a la aldea de los hombres ninguna quedó preñada al menos casi durante medio año.
—Pues yo me siento tan hambrienta —murmuró Estrella—, que tomaría la sangre de las yeguas o cualquier otra cosa.
—Eso no se hará hasta que Pentesilea lo ordene. —Le advirtió Elaria—. Ella sabe lo que hace.
—No estoy tan segura —masculló Estrella—. Dejarnos dormir aquí entre todos esos hombres...
—No —repuso Elaria—. Nos advirtió que no durmiéramos.
Lentamente, la luna se asomó por encima de los árboles y fue subiendo. Entonces, a través de sus párpados entornados, Casandra vio oscuras siluetas que se deslizaban por el calvero.
Aguardaba la señal de Pentesilea cuando, de repente, las estrellas de la bóveda celeste desaparecieron tras una negra sombra y sintió el peso de un hombre sobre su cuerpo; unas manos tiraron de sus calzones. Aferró su daga de bronce y luchó por liberarse, pero el hombre la sujetaba contra el suelo. Pateó y mordió la mano que cubría su boca. El hombre aulló (como el perro que era, pensó con rabia) y ella le golpeó con fuerza en la boca con la empuñadura de la daga. Gritó otra vez y un chorro de sangre y de maldiciones brotó de sus labios rotos. Entonces, Casandra consiguió agarrar bien la daga y le asestó una puñalada. Los aullidos del hombre subieron de tono y se derrumbó sobre ella en el mismo instante en que Pentesilea gritaba y se ponían en pie todas las mujeres que estaban en el bosquecillo. Alguien encendió una antorcha en la moribunda hoguera y su resplandor se reflejó en las dagas de bronce que empuñaban los hombres.
—Así que ésta es vuestra hospitalidad.
—¡Ya he eliminado a uno! —gritó Casandra.
Se desembarazó del hombre que gemía en el suelo. Pentesilea corrió hacia allí y le miró.
—Remátalo —dijo—. No dejes que muera lentamente entre dolores.
Pero no quiero matarlo, pensó Casandra, ya no puede hacerme daño y en realidad no me hizo daño alguno. No obstante, conocía la ley de las amazonas: la muerte para cualquier hombre que intentase violar a una de ellas. Y no podía transgredir esa ley. Ante la fría mirada de Pentesilea, Casandra se inclinó contra su voluntad sobre el herido y le atravesó la garganta con su daga. El hombre emitió un estertor y murió.
Casandra, sintiéndose enferma, se incorporó y advirtió entonces la firme mano de Pentesilea sobre su hombro.
—Bien hecho. Ahora eres en verdad una de nuestras guerreras —murmuró, alejándose a grandes zancadas hacia donde estaban los hombres congregados bajo la luz de las antorchas.
—Los dioses decretaron que los huéspedes son sagrados —bramó Pentesilea—. Y sin embargo uno de los vuestros ha pretendido forzar a una de mis doncellas. ¿Qué excusa podéis dar ante tal quebrantamiento de las leyes de la hospitalidad?
—¿Quién oyó hablar nunca de mujeres como vosotras que cabalgan solas? —preguntó el jefe—. Los dioses sólo amparan a esposas honradas y vosotras no lo sois, no pertenecéis a nadie.
—¿Qué dios te dijo eso? —inquirió Pentesilea.
—No necesitamos un dios que nos diga lo que es de razón. Y, como no tenéis maridos, decidimos tomaros y proporcionaros lo que más precisáis, hombres que os cuiden.
—Eso no es lo que precisamos lo que buscamos —dijo la amazona, e hizo un gesto a las mujeres que rodeaban a los hombres con las armas preparadas.
—¡A ellos!
Alzada la daga, Casandra se lanzó hacia adelante como las demás. El hombre al que acometió no hizo un gran esfuerzo para defenderse. Lo derribó y, poniéndole encima una rodilla, acercó la daga a su cuello.
—¡No nos matéis! —gritó el jefe de aquellos individuos—. ¡Nada os haremos!
—\Ahora no —repuso con fiereza Pentesilea—, pero cuando estemos durmiendo y nos creáis indefensas, nos mataréis o nos violaréis!
Pentesilea mantenía la daga contra su garganta.
—¿Juraréis por vuestros propios dioses no acosar nunca más a mujer alguna de nuestra tribu o de cualquier otra si os dejamos con vida?
—No, no juraremos —respondió el jefe—. Los dioses os enviaron y nosotros quisimos tomaros y creo que lo que hicimos bien hecho está.
Pentesilea se encogió de hombros y lo degolló. Los otros aullaron que jurarían, y Pentesilea hizo una señal a las mujeres para que los soltasen. Uno a uno se arrodillaron y juraron lo que se les exigía.
—Pero ni siquiera confío en vuestro juramento —declaró Pentesilea—. No cuando estéis fuera del alcance de nuestras armas.
Ordenó que reuniesen sus bagajes y que ensillaran los caballos para partir al amanecer.
A Casandra le ardían los ojos, tras una noche sin dormir, y le dolía la cabeza. Aún sentía sobre sí las ásperas manos de aquel hombre. Cuando quiso moverse, no pudo; su cuerpo se hallaba rígido, anquilosado. Oyó que alguien pronunciaba su nombre pero el sonido le llegó desde muy lejos.
Pentesilea acudió a su lado y, al contacto de su mano, Casandra se recobró.
—¿Puedes cabalgar? —le preguntó.
Ella asintió, sin hablar, y se alzó hasta la silla. Su madre adoptiva se le acercó y, tras abrazarla, le dijo:
—Te portaste bien, has matado a un hombre y ya eres una guerrera, capaz de luchar por nosotras. Has dejado de ser una niña.
Pentesilea dio la orden de partir y Casandra, tiritando, apremió a su yegua a ponerse en marcha. Se echó la manta por los hombros.
Uf, pensó, huele a muerte.
Cabalgaron de cara a la lluvia fría. Envidió a las mujeres que portaban cerradas vasijas de barro con carbones encendidos en su interior. Marcharon hacia el Este, alejándose cada vez más, bajo un viento cada vez más gélido. Al cabo de un largo rato, el cielo se aclaró hasta adquirir un color gris pálido, pero no a causa de la luz del día. En torno de ella, Casandra oyó gruñir a las mujeres y sintió las punzadas del hambre y del frío.
Al fin Pentesilea dio el alto y las mujeres comenzaron a instalar sus tiendas por vez primera en muchos días. Casandra se aferró a su montura, sin poder prescindir de su calor; el doloroso frío parecía penetrar en cada músculo y en cada hueso de su cuerpo. Poco después ardían hogueras en el centro de la acampada y se dirigió allí para acurrucarse junto a las llamas.
Pentesilea señaló hacia un lugar cercano y las mujeres contemplaron con sorpresa los verdes campos de cereal a medio madurar. Casandra apenas podía dar crédito a sus ojos. ¿Grano en aquella estación?