La Antorcha (83 page)

Read La Antorcha Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Nuestro hijo, Casandra, puede regir tras de mí la ciudad de Micenas. ¿No te complace? ¿Complacerme?

Pero se limitó a sonreírle; había aprendido que, cuando sonreía, él lo tomaba por aceptación y se quedaba más satisfecho que cuando hablaba.

No había en aquella época del año buen tiempo en el mar. Las lluvias y los tuertes vientos parecían no tener fin; y cada vez que avanzaban hacia donde deseaban ir, los vientos crecían y les obligaban a retroceder de manera que siempre estaban en peligro de ser empujados contra las rocas.

Con frecuencia, Agamenón tenía que dirigir el navío a mar abierto para sustraerse al peligro de que la nave se hiciera pedazos en la costa. Parecía como si llevasen meses y meses de navegación, sin hallarse más cerca del lugar al que pretendían llegar. Un día, después de que un viento terrible les mantuvo durante muchas jornadas sin ver tierra, sobrevino una calma matinal. Un marinero acudió a decir a Agamenón que habían avistado una corriente de agua verdosa que se extendía como un río a través del mar. Agamenón avanzó por cubierta, maldiciendo, y ella le oyó gritar a sus hombres. Cuando regresó, parecía furioso, con los rasgos contraídos por la cólera.

—¿Qué pasa? —le preguntó. Estaba tendida en cubierta, tratando desesperadamente de retener en su estómago el poco pan y la fruta que había desayunado.

—Hemos avistado el caudal vertido por el Nilo, el gran río del país de los faraones —le contestó—. Poseidón, que rige los mares y los terremotos, nos ha empujado lejos de nuestra tierra, hasta las costas de Egipto.

—Eso no parece una catástrofe. Decías que necesitábamos alimentos frescos y agua dulce. ¿No podemos hallarlos aquí?

—Oh, sí, pero la noticia de la caída de Troya se ha extendido ya por todo el mundo y esperarán recibir mucho oro por los víveres —murmuró—. Además, cada uno cuenta de modo diferente lo que sucedió...

—Las gentes ignoran que Troya no cayó bajo el poder de las armas y de la estrategia bélica sino a causa de un terremoto —dijo Casandra—. Mas tú podrás decirles lo que más te plazca y no tendrán la descortesía de ponerlo en duda.

La miró irritado, pero en aquel momento el vigía de proa gritó que había avistado tierra. Agamenón fue hacia allí y pronto regresó para decir que habían llegado a Egipto.

Enviaron a la costa a algunos de los hombres, que regresaron con una invitación del faraón para cenar en palacio. Casandra había esperado permanecer echada en la tienda, disfrutando del hecho de que hubiese cesado el balanceo del buque, mas no sería así. Agamenón sacó de sus cofres varios vestidos de seda.

—Ponte el que desees, querida; enviaré a alguna de las mujeres para que te vista, te peine y prenda joyas en tu pelo. Debes estar bella, sí, tan bella como la misma Helena, para honrarme ante la corte del faraón.

Por vez primera, le suplicó:

—Oh, no, te lo ruego. Me encuentro mal... no me pidas eso. Nada te he solicitado hasta ahora, pero, por el hijo que he de darte, evítame esto. Será fácil decirles que estoy enferma; no me exhibas como a una esclava ante un monarca extranjero.

—He afirmado ante ti una y otra vez que no eres una esclava sino mi consorte —le dijo más entristecido que irritado—. Clitemnestra nunca me complació; cuando me des un hijo, serás mi reina.

Lloró, desesperada; él argumentó, la halagó y, por último, salió enfurecido de la tienda.

—No discutiré más contigo, vístete sin demora y yo te enviaré una mujer —dijo, en tono imperioso.

Permaneció tendida, sollozando, y sólo se levantó cuando la mujer que había sido partera de Hécuba penetró en la tienda.

—Vamos, vamos, princesa, no debes seguir llorando de ese modo, dañarás al bebé. Te he traído esto —le tendió una copa de loza con una pócima que exhalaba una fragancia—. Bébetela, sentará tu estómago y estarás muy bella cuando cenes en palacio.

—Eres una mujer malvada. ¿Por qué ha de imponer su voluntad Agamenón? ¿Cómo has llegado a convertirte en su criada más fiel? ¿No puedes darme algo que me ponga tan enferma que incluso él comprenda que no puedo ir?

La mujer la miró, espantada.

—Oh, no sería posible hacer eso; el rey se enfurecería y es preciso que el rey no se irrite, señora.

Colérica, pero sabedora de que su situación era irremediable, Casandra permitió que la mujer la vistiera. Se negó a elegir su indumentaria y dejó que le pusiese un vestido de seda, a listas purpúreas y doradas que había visto lucir a su madre en el palacio. Bebió la pócima, que le hizo sentirse mejor. ¿Qué importaba que Agamenón exhibiera a su princesa cautiva? Si el faraón, de quien había oído que tenía más de cien esposas, sabía algo de la caída de Troya, conocería que no estaba allí por su voluntad; y si no era así, no tenía importancia.

—No es posible fiarse de los vientos en esta estación —dijo el hombre calvo que se llamaba a sí mismo faraón y a quien su corte consideraba un dios encarnado—. Nos complacería que te quedases aquí como invitado nuestro hasta que cambie la estación y puedas contar con vientos que te lleven a Micenas, o adonde quieras ir.

—El señor de los dos países es muy bondadoso —objetó Agamenón—, pero desearía volver a mi tierra sin demora.

—El faraón dio ese consejo al noble Odiseo cuando le acogimos, y Odiseo lo ignoró —manifestó uno de los cortesanos—. Ahora han llegado noticias de que su nave se hizo pedazos contra las rocas de Ea; jamás se volverá a saber de él.

Casandra se entristeció puesto que Hécuba iba en la nave.

—Bien, bien, supongo que es mejor regresar tarde a casa que llegar pronto a las orillas de ningún sitio —dijo Agamenón—. Acepto tu amable invitación para mí y para mis hombres.

Casandra sabía que estaba enojado, puesto que aquello significaba buscar en sus cofres regalos dignos del faraón. Y si permanecían demasiado tiempo, regresaría a su país sin rastro del botín. No eran los primeros en verse empujados hacia aquellas costas. Las salas del faraón mostraban ya objetos reconocibles de la ciudad, incluyendo la imagen de Apolo arrebatada a su templo.

En los días que siguieron, Casandra descubrió que varios sacerdotes y sacerdotisas del templo de Apolo se habían refugiado allí, aunque ninguno era tan amigo de ella como para pedirle apoyo. Habría estallado de júbilo de saber que Filida estaba entre ellos, o incluso Criseida.

Egipto era una tierra cálida y seca, batida por vientos acres del desierto que podían acabar con todo signo de vida si las gentes no se refugiaban al momento. Su daño se advertía incluso en el gran palacio de piedra del faraón.

Sin embargo, al menos se hallaba en tierra, y mejor que batida diariamente por el viento y el mar.

Casandra estaba complacida por aquel descanso. Los egipcios murmuraban acerca de Agamenón, y una de las domésticas le dijo en secreto que todo el mundo en Egipto sabía que, tras la muerte de Ingenia, Clitemnestra había jurado venganza y tomado un amante, un primo suyo Hámago Egisto, y que vivía con él en el palacio de Micenas. Casandra se limitó a comentar:

—¿Y por qué no iba a tener un amante? Agamenón, lejos en Troya, no le servía como marido.

Pero los egipcios también adoraban dioses masculinos y consideraban que la esposa de un hombre debía realizar cuanto él le ordenase y que lo peor que podía hacer una mujer era compartir el lecho con algún hombre que no fuese su marido. Si la esposa de un rey se comportaba de esa forma, atraería la desgracia a todo el país. Casandra sólo podía esperar que Agamenón no oyera la historia y se sintiese objeto de otro agravio. Hablaba con frecuencia de alejar a Clitemnestra y de hacer a Casandra reina legítima, y eso era lo último que ella deseaba.

Oyó incluso que Clitemnestra, sintiéndose rejuvenecida cuando llevó a Egisto a su lecho, desheredó a todos los efectos a la hija que le quedaba, Electra, casándola con un hombre de humilde cuna que había sido porquerizo del palacio o algo semejante. Quienes veneraban a las reinas estimaban por lo general que una reina, pasada ya su edad fértil, debía abdicar en favor de su hija. En consecuencia, los habitantes de Micenas opinaban que Clitemnestra tendría que haber casado a Electra con Egisto y permitido que ésta ocupara su trono. Todos estaban de acuerdo en que Electra había sido unida en matrimonio a un hombre al que posiblemente nadie aceptaría como rey.

Agamenón supo por fin la historia referente al matrimonio de Electra. Y se mostró colérico. Pero tuvieron buen cuidado de que no llegase a sus oídos nada relativo al amante de Clitemnestra.

—Clitemnestra no tiene derecho a hacer eso con nuestra hija; ha obrado como si me considerase muerto. A mí me correspondía disponer la boda de Electra, un matrimonio dinástico que me habría proporcionado aliados. Odiseo habló de casar a su hijo Telémaco; y ahora que se ha perdido la nave de su padre, éste necesitará aliados poderosos para defender Itaca de quienes ambicionan conseguirla.

»O podía haberla unido al hijo de Aquiles: nunca se casó formalmente con su prima Deidamia, pero oí que sedujo a la muchacha y que ésta tuvo un hijo. Pues bien, cuando llegue a mi país, Clitemnestra sabrá que pretendo poner orden en mi casa y que va a concluir su mando. Electra, viuda, resultará igualmente valiosa como peón nupcial; la muchacha no puede tener más de quince años. Y será tu hijo y no Orestes, el de Clitemnestra, quien se siente en el Trono del León cuando yo haya desaparecido.

Casandra se había dado cuenta de que los aqueos pensaban demasiado en las brujas que les sucederían; daba la impresión de ser su forma de aceptar la idea de la muerte, porque no parecían tener concepto de una vida ulterior. No era extraño que careciesen de un código de normas de conducta; no creían que sus dioses fueran a pedirles cuenta en la otra vida de todo lo que hicieron en ésta.

Los días en el tranquilo país egipcio se sucedían tan iguales unos a otros, que Casandra apenas era consciente del transcurso del tiempo; sólo por el crecimiento del niño en su seno se daba cuenta de que se acercaba el momento. Al fin, la estación estuvo lo bastante avanzada para que el faraón dijese que podían zarpar; pero aquella misma noche Casandra inició su parto, y al amanecer del día siguiente dio a luz a un pequeño varón.

—Mi hijo —declaró Agamenón, tomando el bebé para examinarlo cuidadosamente—. Es muy pequeño.

—Pero sano y fuerte —dijo solícita la partera—. En verdad, mi señor Agamenón, que los niños tan pequeños suelen crecer hasta ser más altos que aquellos que nacieron grandes. Y la princesa es una mujer de caderas estrechas; difícil le hubiera sido parir un hijo de talla adecuada a la tuya. Agamenón sonrió al oír esas palabras, y besó al niño. —Mi hijo —repitió a Casandra. Pero ésta apartó la mirada. —O el de Ayax —dijo.

Frunció el entrecejo disgustado de que se le recordase esa posibilidad.

—No, creo que se me parece —aseguró. Confió en que te complazca pensarlo, pensó ella, pero eso no aumentará la belleza del pobre niño.

—¿Le llamaremos Príamo como tu padre? ¿Un Príamo en el Trono del León?

—A ti corresponde decidirlo.

—Bien, lo pensaré. Eres profetisa; quizá pueda ocurrírsete un nombre cargado de buenos presagios. Se inclinó y devolvió al niño junto a su seno. Pero no hay buenos presagios para un hijo de Agamenón, pensó ella, recordando que en su país aguardaban Clitemnestra y su nuevo rey. Nunca se sentarían en el Trono de León de Micenas ni aquel niño ni Orestes, el hijo de Clitemnestra.

Sintió en su cabeza el zumbido lejano y conocido, y el sol cegó sus ojos. El niño pareció pesar menos en sus brazos. ¿O lo había soltado? Creyó que la visión la había abandonado para siempre; no consiguió salvar a su pueblo ni a los seres queridos con su don profético y se había considerado al fin libre de aquella carga.

Entonces vio la enorme hacha de doble hoja que cortaba las cabezas de los grandes toros de Creta y a Agamenón, tambaleándose, con sus ojos llenos de sangre.

Se llevó las manos a sus propios ojos para cerrarlos a la visión.

—Sangre —murmuró— como la de los toros de. Creta. Pero no de un sacrificio...

Él se inclinó para acariciar sus cabellos.

—¿Qué has dicho? ¿Un toro? Bien, por este espléndido regalo, entregaré un toro a Zeus Tonante. Pero no aquí, en Egipto; aguardaremos a llegar a mi país en donde tengo toros en abundancia y no es preciso pagar las enormes cantidades que aquí exigen los sacerdotes por el sacrificio de animales. Creo que Zeus esperará hasta entonces los homenajes adecuados; pero, cuanto te levantes, puedes sacrificar un par de pichones a su Madre Tierra en agradecimiento por este magnífico niño.

Tal vez, eso fue lo que vi, pensó, un sacrificio de algún modo fallido. Pero de repente todo su rencor se esfumó; lo había odiado y despreciado, pero ahora le veía entre los muertos y se preguntó si después de la muerte tendría que enfrentarse con todos los hombres que había matado en combate. Héctor le dijo que, cuando cruzó la puerta de la muerte, fue recibido por Patroclo. Pero sería diferente para Agamenón, como sabía que habría sido para Aquiles.

Permaneció en la cama más de lo necesario, sabiendo que en cuanto pudiera andar, Agamenón pondría rumbo hacia el puerto de Micenas. Y se había sentido tan mal durante el viaje que la había llevado allí que ahora le aterraba volver al mar.

Finalmente decidió llamar a su hijo Agatón. Antes de su nacimiento, no podía imaginar que querría a un niño así concebido, y sospechaba que gran parte del malestar que había acompañado su embarazo sólo era repulsión ante la idea de que aquel parásito de la violación hubiera anidado en su seno y continuara en él. Si hubiese resultado emponzoñado por su odio hasta el punto de nacer con dos cabezas o la cara desfigurada, lo habría considerado lógico.

Y sin embargo allí estaba junto a su pecho, tan pequeño e inocente, y nada podía ver en él que fuese como Agamenón. Era simplemente como cualquier otro recién nacido, muy pequeño desde luego, pero todo en él se hallaba perfectamente formado, hasta las uñitas de los diminutos dedos de sus manos y sus pies.

Qué extraño era pensar que aquel ser, tan diminuto y suave que hubiera podido yacer en el centro del gran escudo de su padre y dejar sitio para un perro de buen tamaño, pudiese llegar a destruir una poderosa ciudad. Pero por ahora era todo suavidad y fragancia de leche y cuando rozó su seno no pudo evitar el recuerdo de Miel, desvalida en sus brazos. ¿Por qué culpar a esta criatura perfecta de lo que su padre había hecho?

Other books

The House of Impossible Loves by Cristina Lopez Barrio
An Autumn Affair by Alice Ross
A Time for Charity by A. Willingham
Donde se alzan los tronos by Ángeles Caso
Chameleon Chaos by Ali Sparkes
Take Back Denver by Algor X. Dennison
Honeydew: Stories by Edith Pearlman
Montana Fire by Vella Day