La Antorcha (85 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Casandra se inclinó hasta el suelo, había llegado la palabra. Aún no tenía idea de cómo viajaría o qué sería de ella, pero se hallaba de nuevo bajo la protección de la voz que la llamó por vez primera cuando era sólo un niña.

La sacerdotisa de Colquis le había dicho: Los Inmortales se comprenden unos a otros.

—Solicito permiso para partir sin demora —dijo.

—No debemos retener a quien un dios ha llamado —contestó Clitemnestra—. ¿Pero no necesitas descanso, ropa limpia y alimentos para ti y para el niño?

—Nada preciso —dijo Casandra, sabiendo que con el oro que Agamenón le había dado se hallaba bien provista.

No deseaba aceptar nada de Clitemnestra... ni de la diosa de aquel lugar.

Partió al cabo de una hora.

Con el niño colgado de su chal, se dirigió al puerto donde encontraría una nave que los llevase durante la primera etapa de este arduo viaje a través de medio mundo hasta llegar ante su pariente Imandra y las puertas de hierro de Colquis. Y sobre todo, ya no estaba ciega ni privada del don de la profecía; era ella misma otra vez y, después de todos los sufrimientos, sabía que los dioses no la habían abandonado.

En los muelles se le acercó una mujer, vestida con una raída túnica de color terroso y la cara cubierta por un andrajoso chail.

—¿Eres la princesa troyana? —inquirió—. Yo me dirijo a Colquis y he oído que vas hacia allá.

—Sí, lo soy; pero, ¿por qué...?

—También voy a Colquis —volvió a decir la mujer—. Un dios me ha dicho que me dirija allí. ¿Puedo ir contigo?

—¿Quién eres?

—Me llaman Zakintia.

Casandra la miró y nada pudo ver. Tal vez la mujer fuese hacia ella por obra del destino: en cualquier caso, ningún dios lo prohibía. E incluso Clitemnestra había dudado de su capacidad para hacer sola tan largo viaje con un niño de pecho. Con un suspiro de alivio desató el chal del que colgaba su hijo y se lo entregó.

—Toma —dijo—. Puedes llevarlo hasta que tenga que darle de mamar.

EPÍLOGO

La mujer era mansa y obediente, sumisa incluso; cuidaba del niño acunándole y manteniéndolo tranquilo. Casandra, presa de nuevos accesos de mareo, tenía escasa oportunidad de prestar mucha atención a su hijo o a la mujer, aunque la observó durante varios días para asegurarse de que cabía confiar en que la sirviente, de quien al fin y al cabo nada sabía, no maltrataba o descuidaba al bebé cuando creía que nadie la miraba. Parecía responsable y atenta con el niño; le cantaba y jugaba con él como si realmente le gustasen los pequeños. Tras unos días, Casandra decidió que había tenido muchísima suerte al encontrar una buena criada que lo atendiese y relajó un poco la vigilancia.

Sin embargo, empezaba a sospechar que su acompañante no era lo que decía ser. Bajo sus harapientos vestidos, parecía fuerte y sana. Casandra sólo podía suponer su edad, quizás treinta años, o más. Cuando estaba a su lado se mostraba modesta en sus modales, pero su voz era áspera y ruda y su comportamiento con los marineros y tripulantes tan libre como la de las amazonas. Luego, un día sobre cubierta, Casandra advirtió que un golpe de viento ceñía el vestido de Zakintia contra su pecho y le pareció demasiado plano para ser femenino. Sus piernas, reparó también, eran velludas y musculosas y su cara tenía aspecto de no haber conocido nunca cosméticos ni aceites suavizantes. Entonces consideró la posibilidad de que Zakintia no fuese mujer sino hombre.

—¿Por qué la buscaría bajo el disfraz de una mujer? Y sin embargo, de ser un hombre, quizás trataría de sacar ventaja de ella aunque, viendo su reflejo en un cuenco de agua, no pudo imaginar que hombre alguno la deseara. Ahora estaba empalidecida por el mareo, vestida con prendas harapientas y su cuerpo aún seguía deformado tras el parto. Incluso así, decidió dormir con Agatón en sus brazos; si un bebé no disuadía a un violador, probablemente nada lo conseguiría, excepto su cuchillo.

Una noche de tormenta, cuando la nave era sacudida como si fuese un corcho por las fuertes olas, Zakintia extendió su manta junto a la de Casandra y se ofreció a llevar el bebé a su propia yacija. El oleaje hizo que sus lechos se desplazaran juntos de uno a otro lado del pequeño y repleto camarote, hasta que al fin Zakintia, cuyo talla y peso eran mayores, tomó a Casandra en sus brazos.

Ella, mareada y fatigada, sólo sintió alivio ante la protección que el cuerpo de Zakintia le brindaba contra la constante agitación.

Tras este incidente, remitió parte de su temor. Con seguridad ningún hombre corriente hubiera desperdiciado semejante oportunidad. Empezó a considerar otras posibilidades. Tal vez fuese un eunuco o un sacerdote curandero con voto de castidad. ¿Más por qué vestía entonces prendas femeninas y se hacía pasar por mujer? Al final decidió que aquello carecía de importancia; y transcurrido cierto tiempo, optó por no preocuparse de si su acompañante era mujer u hombre, puesto que él o ella le había demostrado una amistad en la que Casandra confiaba y empezaba a apreciar. El pequeño también quería a su niñera y siempre se mostraba dispuesto a dejar los brazos de su madre para que lo acunasen los de Zakintia.

Cuando la nave llegó a puerto, y desembarcaron, Casandra se dirigió al mercado en busca de caballos.

—Pero, señora, —dijo el tratante— no puedes viajar con un bebé y una sola sirvienta por el país de los centauros.

—Creo que ninguno quedó con vida —declaró Casandra—. Y de todas formas no les temo.

Esperaba encontrar en su viaje a algunos de los miembros de la raza desaparecida. Solo tuvo que entregar un eslabón de oro a cambio de los caballos y los víveres para el viaje. Adquirió también para sí un manto que podía hacer las veces de manta sobre la que dormir o de tienda.

—Tendríamos que conseguir otra túnica para ti, Zakintia —dijo, entregándole el retal de un paño con el que poder hacer un manto para el niño—. La tuya está tan destrozada que pareces una mendiga. He pensado que antes de reanudar el viaje debería cortarme el pelo y vestir ropas de hombre. El bebé pronto podrá ser destetado y con seguridad encontraremos cabras por allí. Quizá sea más seguro viajar así por un país tan despoblado como ése, ¿qué opinas? Eres más alta y fuerte que yo; quizás tendrías un aspecto más temible como hombre.

Su acompañante se quedó inmóvil pero lanzó un suspiro de consternación antes de contestarle en voz baja:

—Debes hacer, señora, lo que creas mejor; pero yo no puedo ponerme ropas de hombre ni viajar como tal.

—¿Por qué no?

Zakintia desvió su mirada.

—Es un voto. No me es posible decir más.

Casandra se encogió de hombros.

—Entonces viajaremos como mujeres.

Casandra alzó la vista hacia las puertas de Colquis y recordó la primera vez que las vio, cuando era una muchacha y formaba parte del grupo de amazonas de Pentesilea. Ella había cambiado y el mundo había cambiado pero las grandes puertas seguían siendo tal como fueron.

—Colquis —le dijo suavemente su acompañante—. Al fin los dioses nos han traído hasta aquí.

Dejó a Agatón, que empezaba a dar sus primeros pasos, en el suelo. Pensó que si el viaje no hubiese sido tan largo tal vez ya supiera andar. Pero se había visto obligada a cargar con él la mayor parte del tiempo, sin permitirle andar a gatas antes de que diera sus primeros pasos. Tenía ya casi dos años; y en su acentuado mentón, sus oscuros ojos y sus cabellos negros y rizados, se podía ver que era hijo de Agamenón.

Al menos no sería educado en la versión de la virilidad que tenía su padre.

Fue un camino largo; pero no interminable como le había parecido. Viajaron de noche la mayor parte del tiempo, ocultándose de día en bosques y zanjas. Había gastado varios pares de sandalias y las prendas que vestía ya sólo eran harapos. Tuvo pocas oportunidades de sustituirlas.

Se encontraron con soldados, veteranos del saqueo de Troya, pero no vieron ni oyeron nada referente a los centauros; y cuando preguntó por ellos, comprobó que se les consideraba personajes legendarios y, a veces, la acusaron de difundir falsedades, o sonreían disimulada y desdeñosamente cuando ella afirmaba haberles visto en su juventud.

Se ocultaron a bandas de ladrones, sobornaron para conservar su libertad y emplearon su ingenio y, a veces sus cuchillos, para escapar de los peligros. Pasaron frío y hambre; y en ocasiones, ni siquiera a cambio de oro hallaron víveres. Se detuvieron una o dos veces durante una temporada entera para desempeñar un trabajo de hilado o cuidar de animales.

Viajaron durante algún tiempo con un hombre que exhibía serpientes danzantes. Se unieron en una o dos ocasiones a otros viajeros solitarios y se perdieron en largos trechos.

Y tras tantas aventuras, que Casandra sabía que nunca se atrevería a referir, llegaban sanos y salvos a Colquis.

Tomó al niño en brazos para cruzar las puertas. Era consciente de que tenía la apariencia de una mendiga. El manto que llevaba era el azul, ahora descolorido, con el que Agamenón la cubrió cuando subió a la nave. Vestía una deformada túnica de lana cruda y se sujetaba el pelo con una tira de cuero que antes había empleado para atarse una sandalia. Zakintia presentaba, de ser posible, peor aspecto; más parecía un rufián que una mendiga. Sus sandalias estaban destrozadas y tendría que proveerse de otro par en Colquis aunque éste no fuese el lugar de su destino.

Pero consiguieron que el niño se mantuviera abrigado y bien vestido. Su túnica, aunque ya le quedase corta, era de un buen paño de lana, que había adquirido en una ciudad del camino, sujeta con un broche de oro; y sus sandalias eran sólidas y fuertes. A veces pensaba que se parecía más a su hermano Paris que a Agamenón.

—Ya hemos llegado al final de nuestro viaje —le dijo a Zakintia.

Preguntó a una mujer con la que se cruzaron por el camino del palacio y si aun gobernaba la reina Imandra.

—Sí, aunque cada vez está más vieja —le contestó—. Han llegado del palacio rumores de que se halla mortal—mente enferma, pero yo no lo creo. —Observó el andrajoso manto de Casandra—. ¿Y qué puede desear de nuestra reina alguien como tú?

Casandra se limitó a dar las gracias a la mujer por su información, y no contestó a su pregunta. Emprendió el camino hacia el palacio y Zakintia tomó al niño.

Al subir los peldaños de la escalinata, Casandra alisó nerviosamente sus cabellos con los dedos. Tal vez hubiera debido detenerse en el mercado y proveerse de las ropas adecuadas para visitar a la reina.

Habló a quien montaba guardia, una mujer que Casandra reconoció de su anterior estancia en Colquis.

—Solicito audiencia de la reina Imandra.

—Me parece muy bien —dijo la mujer, en tono desdeñoso—. Pero ella no recibe a todos los mendigos que vienen a verla.

Casandra llamó a la mujer por su nombre.

—¿No me conoces? Tu hermana era una de mis novicias en el templo de la Madre Serpiente.

—¡Casandra, mi señora! —exclamó la mujer—. Pero si nos llegaron noticias de que habías muerto...

Casandra sonrió.

—Como ves, estoy viva. Te ruego que me conduzcas ante la reina.

—Se alegrará de saber que sobreviviste a la caída de Troya. Te lloró como si hubieras sido su propia hija.

La mujer deseaba llevarla a una de las cámaras para invitados con objeto de que se arreglasen para la audiencia, pero Casandra se negó. Pidió a Zakintia que la esperase, pero su acompañante negó con la cabeza.

—También estoy aquí por obra de la diosa —repuso—. Y sólo a Imandra le puedo revelar por qué he venido.

Ansiosa de conocer su historia, Casandra accedió. Unos instantes después se hallaba en brazos de su pariente.

—Creí que habías muerto en Troya —declaró Imandra—. Como Hécuba y los demás.

—Pero mi madre partió de Troya con Odiseo.

—No, una de sus mujeres llegó hasta aquí y afirmó que murió, con el corazón destrozado, cuando cargaban las naves. Odiseo naufragó después y nadie ha oído hablar de él desde entonces, hace cerca de tres años. Andrómaca fue entregada a uno de los reyes aqueos, no puedo recordar su bárbaro nombre, pero he sabido que vive. ¿Es éste tu hijo? —Imandra tomó al pequeño y lo besó—. Así que algún bien surgió de tantas penalidades.

—Bueno, estoy viva y he conseguido llegar hasta aquí.

Después empezaron a hablar del resto de los supervivientes. Helena y Menelao aún reinaban en Esparta, y Hermione, la hija de Helena, había sido prometida al hijo de Odiseo. Clitemnestra había muerto de parto y su hijo Orestes había matado a Egisto y recobrado el Trono del León de Agamenón.

—¿Y has sabido algo de Eneas? —preguntó Casandra, mientras evocaba con dulce melancolía las noches estrelladas del último y fatídico verano de Troya.

—Sí, se ha hablado mucho de sus aventuras. Visitó Cartago y tuvo amores con su reina. Dicen que cuando los dioses le mandaron partir, ella se suicidó, desesperada; pero no lo creo. Mas si la reina fue lo bastante estúpida para matarse por un hombre, traicionó su dignidad. No podría decirse gran cosa de una mujer así, y menos aún de una reina. Luego los dioses le ordenaron dirigirse al Norte donde, aseguran, llevó el Paladio del templo troyano de la Doncella y fundó una ciudad.

—Me alegra saber que se salvó —afirmó Casandra.

Tal vez debería haber ido con Eneas a su nuevo mundo pero ningún dios la había llamado. Eneas tenía su propio destino, que no coincidía con el de ella.

—¿Y Creusa? —preguntó después.

—De ella nada sé —repuso Imandra—. ¿Consiguió escapar de Troya?

Casandra meditó un momento. Recordaba la partida de Creusa, pero había pasado tanto tiempo y tantas cosas que, se preguntó si lo había soñado. Para ella, todos los hechos que rodeaban a la caída de la ciudad eran ahora como sueños.

—¿Recuerdas a mi hija Perla? —preguntó Imandra—. Ven aquí, niña, y saluda a tu pariente.

La niña se aproximó y saludó a Casandra con tal aplomo que ésta no la besó como hubiese hecho con cualquier otra de su edad.

—¿Cuantos años tiene? —preguntó.

—Cerca de siete —dijo Imandra—. Y me sucederá en el trono de Colquis; aquí mantenemos las viejas costumbres. Con suerte, nunca cambiarán.

—No queda ya mucha suerte en el mundo —afirmó Casandra—. Pero éste no cambiará mañana ni pasado.

—Así que todavía te hallas dotada de la visión.

—No siempre y no para muchas cosas.

—¿Qué quieres de mí, Casandra? Puedo darte oro, vestidos, albergue; eres pariente mía y te acogería en mi casa como a una hija. Eso es lo que me gustaría hacer. Sé que el templo de la Madre Serpiente te aceptaría como a la superiora de sus sacerdotisas.

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