Mas sabía que, como Clitemnestra, ella procuraría enviar lejos a su hijo para que Agamenón no pudiera adiestrarlo en las artes del gobierno. No le complacía la idea de que pudiera sentarse algún día en el Trono del León. No deseaba que su hijo se educara como los hijos de los aqueos.
Supuso que Helena habría dado ya a luz al último descendiente de Paris, y se preguntó si Menelao habría cumplido su amenaza y abandonado al niño. Aquello formaba parte de la clase de cosas que podía esperarse de ellos; los aqueos parecían cuidarse tan sólo de sus propios hijos, como si un niño pudiera ser de alguien que no fuese la madre que lo dio a luz.
Agamenón ni siquiera sabía si el niño era suyo, de Ayax o..., de Eneas. Cuidaría de no volver a mencionar eso. Era hijo de ella, y no de hombre alguno. Pero guardaría silencio y dejaría que Agamenón pensara lo que quisiese, por su seguridad.
Envolvió al bebé en los pañales que le habían proporcionado en el palacio del faraón y recorrió las calles de la ciudad con una de las mujeres de la casa real que había parido el día anterior. En el templo de la diosa, una, imagen repulsiva de una mujer con grandes ubres como las de una vaca y cabeza de cocodrilo, sacrificó un par de pichones y se arrodilló, tratando de rezar.
Era una extraña en aquella tierra y una extraña para aquella diosa. Supuso que no existía tanta diferencia entre la diosa de los cocodrilos y la diosa de las serpientes, pero ninguna oración brotó de sus labios ni logró penetrar en el futuro para ver si sería propicio al niño.
Debería haber acudido a la casa del Sol; allí, en Egipto, era el más grande de los dioses y se le llamaba Ra. Pero aún desconfiaba del dios que había sido incapaz de salvar a su ciudad y no se acercaría a él.
Si no pudo salvarnos, no es un dios; si pudo y no quiso, ¿qué clase de dios es?
Al día siguiente, los bienes de Agamenón fueron preparados y cargados, entregó sus últimos regalos al faraón y partieron.
A Casandra le aterraba volver a marearse, pero esta vez experimentó tan sólo unas pequeñas náuseas la noche en que la tripulación levó el ancla, y a la mañana siguiente se sentía completamente bien. Comió frutas y el pan compacto de la nave con buen apetito y se sentó en cubierta, con el bebé en brazos. La enfermedad había sido pues efecto secundario de la herida de la cabeza, y luego del embarazo.
Nada sabía de naves ni de navegación, pero Agamenón se mostraba complacido con los fuertes vientos que día tras día les empujaban a través de las claras y azules aguas. El bebé se reveló tan buen marinero como su padre. Mamaba con fuerza y parecía aumentar de peso cada día. Sus manitas se hicieron más modeladas; su nariz y su barbilla, antes simples bultitos, cobraron precisión. Se le ocurrió que, considerando la forma de esto último, bien pudiera ser el hijo de Agamenón. A su padre le gustaba cogerlo y agitarlo para hacerle reír. Eso era lo último que hubiera esperado. Bien, Héctor e incluso Paris disfrutaban jugando con sus hijos. Por doloroso que fuera reconocerlo, los aqueos no diferían gran cosa de los demás hombres.
Una mañana, justo cuando empezaba a amanecer, salió a cubierta para lavar los pañales del niño en un cubo de agua de mar y ponerlos después a secar. La nave se hallaba en silencio. Sólo el hombre del gobernalle estaba en popa. Los vientos eran tan fuertes que no se necesitaba de los remos más que en las maniobras muy próximas a tierra.
Miró de una a otra parte del horizonte; el mar estaba en calma y, en aquel momento la nave pasaba entre dos costas. Una era una montaña que se alzaba abrupta sobre ellos, cuya sombra casi llegaba al barco. La otra era una lengua de tierra larga, y baja, desprovista de árboles. De repente, del lado de la montaña, surgió un chorro ígneo que se elevó hacia el cielo como si allí hubiera brotado una flor de fuego. El hombre del gobernalle lanzó un grito de alegría y llamó a voces a uno de sus compañeros para que fuera a ocuparse del remo.
Agamenón apareció en cubierta y gritó a la tripulación:
—¡Ahí está, mis valientes! ¡La baliza de nuestro cabo!
¡Después de todos estos años, volvemos por fin a casa! ¡Un toro para Zeus Tonante!
La luz del sol se reflejó en sus ojos, tan roja como la sangre, pensó Casandra. Sus propios ojos estaban fatigados y resecos, y de pronto sintió que él no debería alegrarse tanto por volver a casa. ¿Quién podía saber lo que encontraría allí?
Ella se dirigió hacia la barandilla con el niño en sus brazos, y se quedó junto a él. —¿Qué es eso? —preguntó.
—Cuando abandoné mi tierra ordené que se dispusiera una gran pila de leña y que allí hubiese un vigía en todo momento. Cuando zarpé, envié aviso con un mensajero para que se preparasen a avistar mi nave. Ahora nos han visto y lo comunicarán al palacio. Nos prepararán un festín.
»Será magnífico hallarse en casa de nuevo. Ansió mostrarte mi tierra y el palacio donde reinarás, Casandra. —Tomó al niño de sus brazos, inclinándose sobre su carita y añadió—: Tu país, hijo mío; el trono de tu padre. Casandra, ¿por qué estás tan silenciosa?
—Éste no es mi país —respondió—, y estoy segura de que Clitemnestra no me dispensará una jubilosa acogida, por mucho que anhele verte de nuevo. Y temo por mi hijo. Clitemnestra...
—No tienes por qué temer nada —dijo él, con arrogancia—. Entre los aqueos, las mujeres son esposas sumisas. No se atreverá a formular una sola palabra de protesta. Tuvo las manos libres mientras yo estuve ausente; pronto sabrá lo que espero de ella y hará cuanto le diga o le pesará, créeme.
—Hace frío. Iré a buscar mi manto. —A mí me parece que la temperatura es templada, pero quizá sea porque éste es el puerto de mi ciudad natal. Mira, ahora puedes ver el palacio sobre la colina y las murallas, construidas por los titanes hace siglos. A este puerto se le llama Nauplia.
Casandra fue a buscar su manto y luego permaneció junto a Agamenón en la proa, mientras la mujer que había sido partera de su madre se ocupaba del niño.
Arriaron la gran vela y los remeros ocuparon sus puestos para la maniobra de la entrada en el puerto; la nave se deslizaba suavemente por las aguas protegidas por la lengua de tierra.
Entonces vio a cierto número de personas a lo largo del malecón. Cuando la nave se acercó, un hombre lanzó un grito de júbilo y los soldados de Agamenón, agrupados en la borda de la nave, empezaron a manotear y a vocear a quienes conocían en tierra.
Pero la mayoría de los espectadores estaban en silencio cuando la nave se acercó al muelle lentamente. Aquel silencio le pareció ominoso a Casandra. Se estremeció aun envuelta en el rico y cálido manto, y tomó al bebé de los brazos de la mujer para sostenerlo contra su cuerpo.
La proa de la nave golpeó con suavidad el muelle. Agamenón fue el primero en saltar a tierra; y, una vez allí, se arrodilló en el suelo y besó solemnemente las piedras del muelle, proclamando a toda voz:
—¡Doy gracias al Tonante por haberme devuelto sano y salvo a mi tierra!
Un hombre alto y pelirrojo con un collar de oro en torno al cuello se acercó a él y dijo, tras hacer una reverencia:
—Agamenón, mi señor. Soy Egisto, pariente de tu reina; me ha enviado con estos soldados para escoltarte con gran honor hasta el palacio.
Los hombres cerraron filas en torno Agamenón. A Casandra le dio la impresión de que eran la guardia de un prisionero más que la escolta de un rey. Agamenón se mostraba molesto: ella pudo advertir que aquello le disgustaba. Sin embargo fue con ellos sin protestar.
Uno de los hombres del muelle saltó a bordo y se acercó a Casandra.
—¿Eres tú la hija del Príamo de Troya? La reina te manda llamar y te asegura que serás tratada con todo respeto. Tenemos un carro para ti, tu hijo y tu doméstica.
Le tendió su mano y le ayudó a pasar el muelle, instalándola en el carro con el bebé sobre sus rodillas y la doméstica acurrucada a sus pies.
Pese a tal acogida, y que el camino hasta el palacio era tan empinado que temió tener que subirlo a pie, Casandra se sintió inquieta. Las pétreas murallas del gran palacio, casi tan enormes como las destruidas de Troya, parecían desaprobarla, sumidas en las sombras. Pasaron bajo una gran puerta sobre la que dos leonas, pintadas con vivos colores, montaban guardia frente a frente. Mientras el carro traqueteaba a través de la Puerta del León se preguntó si representaban a los antiguos dioses del lugar o si eran el emblema propio de Agamenón. Pero se trataba de leonas, no de leones, y, en cualquier caso, Agamenón había llegado hasta allí como consorte de la reina conforme a las antiguas costumbres ¿Símbolo entonces de Clitemnestra?
Por delante del carro iban Agamenón y su guardia de honor, con Egisto. Tras la Puerta del León se extendía una ciudad construida sobre la ladera, de la misma forma que Troya: el palacio, templos, jardines, uno sobre otro, con muros alzados en muchas terrazas y balcones. Era una ciudad bella pero tenebrosa; sus densas sombras cayeron sobre Agamenón mientras avanzaba rodeado de soldados.
En las escalinatas del palacio apareció una mujer, alta y majestuosa. Sus rubios cabellos, de bucles recién formados con tenacillas, flameaban al sol de la mañana. Iba regiamente ataviada al estilo cretense: corpiño de encaje muy escotado y una falda de volantes, cada uno teñido de un color distinto.
Casandra apreció al momento su gran parecido con Helena. Debía de ser su hermana Clitemnestra. La reina cruzó entre la escolta y se inclinó profundamente ante Agamenón. Su voz era clara y dulce.
—Señor, con gran júbilo se te recibe desde estas costas al palacio donde antaño gobernaste a mi lado. Hemos esperado largo tiempo este día.
Le tendió las dos manos; él las tomó ceremoniosamente y las besó.
—Es una alegría volver a casa.
—Hemos dispuesto una celebración y un sacrificio adecuados para la ocasión, —dijo ella—. Apenas puedo aguardar a matarte.
No, pensó Casandra espantada. No puede ser que haya dicho eso; pero es lo que yo he oído.
Lo que en realidad dijo Clitemnestra fue:
—Apenas puedo aguardar a verte ocupar el puesto que hemos preparado para ti.
—Todo está listo para tu baño y el festín —añadió Clitemnestra—. Estamos completamente dispuestos para verte yacer muerto entre los sacrificios.
Una vez más Casandra había oído lo que Clitemnestra pensaba, no lo que en realidad habían expresado sus labios. Así que, de nuevo, sin desearlo, tuvo la visión de lo que iba a suceder.
Clitemnestra señaló a Agamenón con un gesto los peldaños del palacio.
—Todo está a punto, señor; entra y oficia el sacrificio. Él se inclinó y empezó a subir la escalinata. Clitemnestra le vio ascender con una sonrisa que hizo estremecer a Casandra ¿No podía verla él?
Pero el rey avanzó sin titubeos. En el preciso momento en que llegaba ante las grandes puertas de bronce que coronaban la escalinata, Egisto, armado con la gran hacha de los sacrificios, las abrió y le hizo entrar. Las puertas se cerraron tras él.
Clitemnestra bajó los peldaños hasta el carro. —¿Eres la princesa troyana, la hija de Príamo? Mi hermana envió a decirme que fuiste la única amiga que halló en Troya.
Casandra se inclinó; no estaba segura de que el siguiente paso de Clitemnestra no fuese atravesar su corazón con un cuchillo.
—Soy Casandra de Troya, y en Colquis fui consagrada sacerdotisa de la Madre Serpiente.
Clitemnestra observó al niño que llevaba en sus brazos. —¿Es hijo de Agamenón?
—No —repuso Casandra, ignorando de donde le llegó el valor para hablar con tal audacia—. Es mi hijo.
—Bien —afirmó Clitemnestra—, no queremos hijos del rey en esta tierra. Que viva entonces.
En aquel momento se oyó un gran grito a través de las puertas de bronce. Alguien las abrió desde dentro, y en lo alto de la escalinata, apareció Agamenón, huyendo. Tras él surgió Egisto, que empuñaba la gran hacha ceremonial de doble hoja
:
La volteó y la dejó caer sobre el cráneo del rey fugitivo. Agamenón se tambaleó y cayó rodando por los peldaños hasta llegar casi a los pies de Clitemnestra. Ésta proclamó:
—¡Gentes de la ciudad, sed testigos, así venga a Ingenia vuestra Señora!
Estalló un jubiloso vocerío y un grito de triunfo. Bajó Egisto con el hacha ensangrentada y se la entregó. Varios soldados de Agamenón se rebelaron contra aquello pero la guardia de Egisto les abatió rápidamente.
Clitemnestra preguntó a Casandra, con furia:
—¿Tienes algo que decir, princesa de Troya que pensabas quizá ser reina aquí?
—Sólo que hubiera deseado empuñar yo el hacha —contestó Casandra, invadida por un júbilo salvaje.
Se inclinó ante Clitemnestra y añadió:
—En nombre de la diosa, has vengado los agravios que le han sido inferidos. Cuando una mujer es agraviada, también ella lo es.
Clitemnestra le devolvió la reverencia y tomó sus manos:
—Eres sacerdotisa y sabía que lo entenderías —dijo, contemplando la carita del niño dormido—. No te guardo rencor. Haremos que retornen aquí las viejas costumbres. Helena no tiene valor para hacerlo en Esparta pero yo lo conseguiré. ¿Te quedarás aquí entonces y serás la sacerdotisa de la diosa? Puedes ingresar en su templo si lo deseas.
El corazón de Casandra aún latía con fuerza ante lo repentino de su liberación. A través de las facciones de Clitemnestra aun veía el ansia de destrucción; aquella mujer había vengado el deshonor inferido a la diosa, pero Casandra aún la temía. La diosa adoptaba muchas formas pero, en aquélla, Casandra no la amaba. Jamás se había enfrentado con una mujer tan fuerte: princesa y sacerdotisa. Por una vez había hallado una fuerza superior a la suya.
¿O sería quizás que advertía en Clitemnestra el antiguo poder de la diosa tal como había sido antes de que los dioses y los reyes invadieran aquella tierra? No podía servir a esta diosa.
—No me es posible —contestó con tanta serenidad como consiguió reunir—. Éste no es mi país, reina.
—¿Regresarás entonces al tuyo?
—No puedo volver a Troya. Si me autorizas a partir, buscaré en Colquis a las mujeres de mi familia.
—¿Un viaje como ése, con un niño de pecho? —preguntó Clitemnestra, sorprendida.
Entonces se produjo un extraño cambio en la cara de Clitemnestra. Una paz sobrenatural relajó sus duros rasgos y pareció resplandecer desde dentro. Una voz que Casandra conocía muy bien dijo:
Sí, Yo te llamo. Sal al instante de ese lugar, hija mía.