La abadía de los crímenes (41 page)

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Authors: Antonio Gómez Rufo

BOOK: La abadía de los crímenes
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Del interior salían sollozos, lamentos y gritos de dolor propios de plañideras experimentadas. Por los colores y modelos de los hábitos y vestimentas, el tumultuoso desorden había reunido a monjas, novicias, cocineras, jardineras e incluso damas a medio vestir, por lo que era fácil deducir que la conmoción era grande y su origen también. Al capitán don Tirso de Cardalés se le pasó de pronto por la cabeza que la reina o el mismo rey podían estar en peligro y, sin dudarlo más, alisó su vestimenta, desenvainó la espada, pidió a dos soldados que lo siguieran, ordenó a un tercero que fuera a dar cuenta al Alférez Real de lo que sucedía y entró en la clausura a toda prisa, igual que si estuviera tomando al asalto una fortaleza enemiga.

El capitán entró en el jardín del claustro hasta la mitad, en donde permanecía la fuente cegada, y miró a su alrededor, buscando orientarse. Por la dispersión de las monjas y el desorden de sus desplazamientos era imposible averiguar qué dirección tomar para encontrarse con el rey. Corredores y galerías eran cruzados a toda velocidad por monjas y demás cenobitas, y las puertas, aquí y allá, se abrían y cerraban sin razón que lo justificase. Miró a sus soldados, tan desorientados como él, y se alzó de hombros. Los brazos caídos con las espadas extendidas apoyadas en el suelo y las cabezas moviéndose a un lado y otro sin criterio les proporcionaban una imagen guerrera, pero en cierto modo patética, desoladora. Cuando el rey y Constanza los encontraron así, al verlos desde la balconada de la galería del primer piso, don Jaime pensó que no eran las monjas las que peor impresión estaban dando en aquella algarabía de confusión y muerte.

—¿Te sucede algo, don Tirso? —preguntó el rey, desde lo alto.

—¡Ah, majestad! —el capitán fijó los ojos en él—. Temía por vos.

Don Jaime miró a Constanza y sonrió. La navarra, entonces, al ver tan pinturero, galán, presumido y desorientado al joven don Tirso, fingió gran severidad y gritó:

—¿Sois vos el causante de este revuelo entre las hermanas?

—Yo..., señora... Yo no... Os aseguro que... —titubeó el capitán, excusándose y sonrojándose.

—Sois apuesto, capitán, y estoy persuadida de que debéis de causar muchos estragos en la corte, pero os aseguro que eso no os autoriza a...

Constanza y el rey no pudieron contener por más tiempo la carcajada y, volviéndose el uno hacia el otro, se doblaron a reír, mientras don Tirso, sin comprender nada, miraba indistintamente a la monja y al monarca para descubrir lo que sucedía y salir así de su asombro.

—Basta, Constanza —dijo don Jaime en cuanto recobró la seriedad, una vez pasados unos segundos—. Y haz el favor de comportarte porque lo acaecido aquí no es cosa de burla.

—Cierto, señor —aceptó la navarra, intentando recobrarse.

El rey volvió a asomarse a la barandilla y preguntó al capitán:

—¿Está todo preparado para el viaje de la reina?

—A las puertas, mi señor —respondió don Tirso—. Venía a informar de ello.

—Bien. Sal y espera fuera —ordenó don Jaime al capitán. Y luego, dirigiéndose a Constanza, dijo—: Ve a los aposentos de la reina y acompáñala a la salida. Yo os esperaré allí.

Mientras estos hechos se producían, Lucía y Petronila, que ya habían oído la noticia de la muerte de la abadesa, nada más necesitaron para comprender que había llegado la hora de huir. Observaron a su alrededor, contemplaron el caos y el desgobierno que imperaba en el cenobio, percibieron el pandemónium en que se había convertido la abadía y consideraron que era el momento adecuado para abandonar el lugar. Sin necesitar hacer otros planes, mudarse de ropas ni hacer acopio de provisiones, se adentraron por el pasillo que conducía a la nave de la enfermería, salieron al patio exterior, entraron en la nave donde don Fáñez conversaba animadamente con la joven Catalina, que ya parecía haber recobrado la salud y el ánimo, y sin decir palabra atravesaron la sala para salir por la puerta del monasterio que se abría al macabro huerto donde se hallaba el osario infantil.

Con lo que no contaban era con que aquella salida, como las demás del convento, estaba guardada por las huestes reales, tal y como había ordenado don Jaime a don Blasco de Alagón, y al ser vistas fueron retenidas por los soldados. En vano trataron de zafarse y esgrimir mil y una excusas para explicar su marcha precipitada. Los soldados de la guardia, obedeciendo órdenes, retuvieron a las dos monjas a la espera de recibir instrucciones sobre lo que debían hacer y dieron noticia de la captura a sus superiores.

Y lo decidido, una vez informados su capitán, el Alférez Real y el rey don Jaime, sin que cupieran dudas que apuntasen a la misericordia, fue hacerlas presas y crucificarlas al amanecer del día siguiente en una cruz en forma de aspa, la llamada cruz de Santa Eulalia, y abandonarlas luego a la intemperie de las tierras leridanas para que los buitres se alimentaran con su carroña.

La reina doña Leonor de Castilla fue despedida a las puertas del monasterio de San Benito por su esposo el rey don Jaime y el Alférez Real, mientras la confusión continuaba en el interior del convento. La escolta, dirigida por el atildado capitán don Tirso de Cardalés, estaba formada por cien hombres a caballo y tres carros de avituallamiento para el viaje, y esperaba ordenada el inicio de la marcha con el estandarte de la Corona presidiendo la columna. Las carretas de la reina y sus damas ya habían sido equipadas con los baúles del equipaje cuando don Jaime se acercó a la reina y le besó la mano.

—Os espero el 20 de abril en Calatayud, si os place. Allí nos encontraremos con Zayd Abu Zayd, que viene a rendirnos vasallaje. Después partiremos hacia Lérida y Barcelona.

—Si nuestro hijo se ha recuperado... —la reina no se comprometió en la respuesta y también besó la mano del rey.

—Os deseo buen viaje.

—Deo volente
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—agradeció doña Leonor y subió a su carro.

El rey, entonces, se aproximó a Violante y, tomándole las manos, sonrió. Ella cerró las suyas, esperando una palabra amable, y sin cuidarse de disimular presionó con sus dedos pulgares sobre los del rey, transmitiéndole un mensaje de afecto que él recibió afirmando con la cabeza. Después de unos segundos de permanecer con las manos entrelazadas, dijo:

—A tu regreso a Hungría, saluda a tu padre de mi parte. Y di a don Andrés que pronto habrá ocasión de vernos.

—Se lo diré, mi señor.

La caravana partió parsimoniosa, siguiendo el camino del sol. Don Jaime, a las puertas de la abadía, de pie junto a don Blasco, Constanza de Jesús y los muchos caballeros que asistieron a la despedida de la reina, vio alejarse el cortejo sin hablar. Pero cuando la comitiva de doña Leonor empezó a difuminarse en el horizonte y sólo se percibía con nitidez la polvareda levantada por el trasiego de la caballería y de los carros, el rey volvió la cara hacia su Alférez Real y ordenó:

—Dispón lo necesario para que todas las cenobitas de este monasterio recojan de inmediato sus pertenencias y sean conducidas de regreso a sus casas. Y después arrasadlo todo.

—¿Estáis seguro, mi señor? —se extrañó don Blasco de la orden—. Pensad que...

—¡Acabad con todo!

Al atardecer de ese día, sentado en su carpa real, don Jaime contemplaba lo más alto del mástil de su tienda, en donde la golondrina había realizado la puesta. Trataba de pensar en su esposa doña Leonor, en la expedición a Mallorca, en las acusaciones llenas de rencor de doña Inés, en el excesivo peso de la corona, que obligaba a tomar decisiones difíciles, en los terribles días vividos en la abadía y en la satisfacción de haber conocido a una mujer como la monja navarra Constanza de Jesús, cuya sola remembranza le producía ganas de sonreír. Intentaba pensar también en las aspiraciones de los nobles catalanes, para considerar si respondían a la justicia o eran hijas de la ambición. Y también pensaba en su obligación de mantener unido el reino y reforzar el poder de la Corona de Aragón, porque lo contrario no sólo sería traición a sus antepasados, sino un grave error. Por mucho que trataran de imponerlo otros, por muy vehementes que fueran sus peticiones e incluso llegaran a atentar contra él, como lo había hecho la abadesa de San Benito, tendría que convencer a los suyos de que la unidad del reino era imprescindible y que permitir fragmentarlo, como algunos pretendían en nombre de viejos pleitos que era preciso olvidar, era políticamente caro, culturalmente empobrecedor, socialmente injusto, internacionalmente debilitador y económicamente suicida.

Pero por mucho que intentaba concentrarse en esos pensamientos, por numerosos que fueran, todos se cortaban abruptamente porque una y otra vez le asaltaba el recuerdo de Violante, y al hacerlo una procesión de hormigas le recorría el estómago y el corazón le crecía, respirando peor. Era amor, y él lo sabía.

Dejó la copa de vino sobre la mesa, salió al exterior de la tienda y contempló arder en la lejanía el monasterio, que se consumía lentamente hasta que al anochecer se convirtiera en cenizas que serían arrastradas por los cuatro vientos, cuando la montaña impusiera su ley.

No vio a Constanza de Jesús, que se le acercaba por la espalda. La navarra llegaba con su hatillo de viaje en la mano y los ojos puestos también en el incendio. Silenciosamente se colocó a su lado y entonces el rey descubrió su presencia.

—¿Vuelves a Tulebras, Constanza?

—A ver qué remedio —replicó, resignada—. Empieza la primavera y hay que rendir pleitesía al aburrimiento.

—Te condenarás, Constanza...

—Rezaré para que no sea así —afirmó la religiosa, adoptando un gesto de beatitud. Luego, espeluznada, añadió—: ¿Os imagináis una eternidad junto a doña Inés? Ahora más que nunca procuraré encontrar plaza para sentarme lo más cerca de Dios Nuestro Señor. O aunque sea un poco más lejos, pero en su seno.

Don Jaime sonrió. Aquella mujer le gustaba. Si hubiera sido posible la habría incorporado a su séquito, pero sabía que en Santa María de la Caridad no consentirían que rompiera sus votos. Se limitó a volver a contemplar el incendio de la abadía y a asegurar:

—Volveremos a vernos.

—Si Dios lo quiere —asintió ella—. Y, si fuera posible, con alguna excusa mejor. Creo que tardaré muchos días en dormir bien después de lo que se me ha dado a conocer aquí.

—Tienes razón.

Constanza de Jesús no atendió a protocolo alguno cuando, para despedirse, abrazó a don Jaime y le besó en la mejilla. El rey, desacostumbrado a ese trato, percibió un calorcillo en el pecho muy parecido al que sentía cuando le abrazaba su madre y fue tal su conmoción que se le humedecieron los ojos y, a duras penas, pudo decir:

—Gracias.

—A vos, mi rey.

Constanza se alejó caminando pausadamente. El rey, sin poder dejar de mirarla al marchar, respiró profundamente para sentirse mejor y trató de recobrar las fuerzas que su destino le exigía. Su Campeón, don Blasco de Alagón, llegó hasta él y le preguntó si le complacería que cenaran juntos. Don Jaime afirmó con la cabeza, volviendo a contemplar el fuego purificador que todo lo devoraba en el horizonte. Entonces don Blasco preguntó:

—¿Os duele lo que veis?

Y el rey, apartando por fin los ojos de la abadía en llamas, sentenció:

—No. Era un lupanar de asesinos. Entre esos muros habitaba Satanás. Una vez dentro, a todos nos devoró la idea de la muerte, ya fuera para matar, ya para morir. Que nadie vuelva a pronunciar jamás el nombre de esa habitación del infierno. Nunca existió. Don Jaime
dixit.

Epílogo

El 5 de septiembre de aquel año de 1229 partió una expedición para la conquista de Mallorca desde Cambrils, Tarragona y Salou. Después de tres meses de asedio, el último día de 1229 se rindió la ciudad de Palma y con ella el resto de la isla, sin ofrecer resistencia.

Al año siguiente, en 1230, se hizo efectiva la anulación del matrimonio entre don Jaime I y doña Leonor de Castilla. Posteriormente ella ingresó en el Real Monasterio de las Huelgas de Burgos, en donde murió en 1246.

El 8 de septiembre de 1235, don Jaime I se casó con doña Violante de Hungría. Tuvieron cuatro hijos y cinco hijas: Pedro III, rey de Aragón, Cataluña y Valencia; Jaime, rey de Mallorca; Fernando, que murió en vida del padre, y Sancho, arcediano de Belchite, abad de Valladolid y arzobispo de Toledo, que falleció en 1275 prisionero de los moros granadinos. Sus hijas fueron Violante, que casó con Alfonso X de Castilla; Constanza, casada con el infante castellano don Manuel, hijo de Fernando III; María, que ingresó en un convento; Sancha, que murió como peregrina en Tierra Santa, e Isabel, casada en 1262 con Felipe III de Francia.

La reina Violante de Hungría murió en Huesca el 12 de octubre de 1251.

Cataluña llegó a ser un principado, pero no un reino, un Estado ni una nación. El nombre de principado siguió utilizándose en los Decretos de Nueva Planta de la administración borbónica y estuvo plenamente vigente hasta el siglo XIX. En el Real Decreto de 30 de noviembre de 1833, de Javier de Burgos, por el que se estableció la división provincial de España, el único principado que se menciona es el de Asturias.

Agradecimientos

A María, mi hija.

También quiero agradecer las aportaciones recibidas de don Jorge Barco y de don Carlos Aurensanz para los aspectos forenses de esta novela; y de doña Fanny Rubio, en los fundamentos místicos.

Y a mis amigos Rosa García Gómez, Diana Sobrado, Clelia Bella, Begoña Gancedo, Mariela Cordero, Andrea Carolina Paparella, Susana Rodríguez Moreno, Berta Saiz, Ignacio del Valle, Paquita Dipego, Mery Montpellier, Susana Villafane, Dorelia Barahona, Marina Feijoo, Mercedes Moliní, Randuss Quintana, Laura Orvieto, Déborah Albardonedo, Alejandra López C., Pilar García Elegido, Mireya García, Juana Vázquez, Luna Muñoz, Susana Hernández, Eva Vélez, Mado Martínez, Lilita Wasp, Verónica Nerea Redondo, Mari Carmen del Río, Blu Isabel Oliveira, Vanessa Benítez Jaime, Esther Redondo, Amina Pallarés, Luchi González, Irene Serrano, Isabel Soria, Laila Aourach, Esther Vincent, Isabel Cuevas-Parra, Rosa Rivas, Isabel Nélida Giménez, Antonia Gilvergg, Pilar Gómez, Beatriz Pérez González, Anne Fatosme, Pilar Lizcano, Carmen García Vega y Ana Carmen Martínez Bailarín.

Con mi especial reconocimiento a quienes siempre permanecen cerca: Ana D'Atri, Miguel Blasco, Josefina Blanco, Teresa Moreno, José María Valle, Ignacio Salas, Pedro

Valle, Marina Fernández Bielsa, Iraida González, Rosa Infante, Javier Lorenzo, Ramón Arangüena, Carmen Benavides, Claudia Braña, José Luis del Moral, Jorge Díaz, Nacho Fernández, Nuria García-Alix, Miguel García-Moreno, María Zaragoza, Nora Nicolini, Ramón Ongil, Ana Prieto, Marga del Moral, Ángela Rosales y David Santander.

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