La abadía de los crímenes (34 page)

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Authors: Antonio Gómez Rufo

BOOK: La abadía de los crímenes
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Don Blasco no esperaba la pregunta y tardó en responder. Bebió vino para ganar tiempo y se rascó sin necesidad la nuca, pensativo. Al cabo de unos segundos, respondió:

—No sé qué deciros, señor. —Don Blasco volvió a quedarse en silencio. Hasta que, al cabo, reflexionó—. Valencia es casi vuestra, ya os rinde vasallaje porque Zayd sabe que le esperáis en Calatayud, y por otra parte vuestra palabra es de oro, majestad, y está dada a la empresa sobre Mallorca. Ignoro qué opinarán vuestros nobles de tal cambio de planes.

—Un rey no debe actuar para satisfacer a unos pocos, sino para lograr el bienestar de todos —replicó el rey, severo—. Lo que me pregunto ahora, don Blasco, es qué sería lo más conveniente para la Corona de Aragón.

—Lo entiendo, señor.

—No. Creo que no lo entiendes —negó don Jaime, continuando su paseo por el tendal, encerrado en sus pensamientos. El Campeón respetó su silencio y lo siguió con la mirada a la espera de que aclarara sus dudas. El rey se detuvo al fin y tomó asiento de nuevo—. No alcanzas a comprender lo que me atormenta, don Blasco. Pienso en los miles de infieles que serán arrojados al mar, en la sangre cristiana que se derramará al tomar la isla, en los pleitos que después surgirán entre catalanes y aragoneses a la hora del reparto de tierras, del botín, con el consiguiente debilitamiento del reino... Pienso, amigo mío, en lo cruenta que será la empresa y me pregunto si no sería preferible ofrecer una paz digna a los musulmanes después de mostrarles nuestra fuerza en la conquista de Valencia, sin duda mucho menos costosa en dineros y en vidas. En ello pienso, don Blasco, sólo en ello...

—Os aseguro que entiendo muy bien vuestra cuita, señor.

—Además, ¿sabes lo que opino? Que nadie tuvo el coraje de enseñar que sin paciencia no hay recompensa, que el pan no se cuece si alguien no suda junto al horno y que sin el esfuerzo de todos no es posible la paz. Me gustaría poder explicárselo a mis nobles... En fin —el rey volvió a levantarse—. Tiempo habrá de decidirlo. Ahora vuelvo a ese monasterio, en donde parece que nunca pondré fin a lo que he venido a hacer. Empiezo a aborrecerlo...

—Si queréis que consulte vuestra propuesta con mis leales... —se ofreció don Blasco.

—No. Por ahora no conviene extender rumores que abran dudas sobre la firmeza de la Corona. Yo mismo pensaré detenidamente en ello cuando acabe todo esto. Por ahora, conformémonos con celebrar la sabia decisión de los nobles y continuemos con los planes previstos. Que se les haga saber la satisfacción y el agradecimiento de su rey con la misma celeridad que han mostrado ellos en ofrecerse.

—De inmediato.

—Y cuida de que la escolta designada busque a su majestad la reina a las puertas de San Benito justo después de la hora del ángelus. Con puntualidad.

A la salida del pabellón se multiplicaron las reverencias y se sumaron los vítores de los cortesanos y soldados agrupados en torno a la tienda real. El capellán don Teodoro se acercó a don Jaime solicitándole hablar, pero el rey, que conocía sus pretensiones, se limitó a responder que no se inquietara, que volvería pronto y a su regreso lo escucharía con atención, a él y a sus huesos.

—Conozco las quejas de tu esqueleto, don Teodoro, no desconfíes de mí. Muy pronto se secarán al sol y tú gozarás de una buena cama, descuida.

—Mis pobres huesos...

—Confía.

El rey montó en su caballo con el semblante sonriente. Buscó por los alrededores hasta encontrar a don Martín y con la mano indicó al médico que se acercara. A media voz le ordenó que lo siguiera. Entre tanto, don Blasco sujetó las bridas del caballo hasta que el rey montó la cabalgadura y se puso en marcha. Esta vez sonaron las trompetas del protocolo y a su llamada se redoblaron los vítores y las reverencias.

Camino del monasterio, don Martín cabalgó al lado del rey. Previsor como era, lo había dispuesto todo para llevar en las alforjas instrumentales y remedios, y tenía dispuesto un caballo vestido con su montura para no demorar la salida del monarca si de nuevo requería su compañía, como sucedió. El médico guardó silencio hasta que don Jaime se dirigió a él.

—Ahora volveremos a visitar a esa novicia enferma, don Martín.

—A vuestro servicio, señor.

Los días de sol habían secado el camino y la tierra se había bebido casi todos los charcos de los días anteriores. En su lugar, las flores silvestres se mostraban altivas, revestidas de diversos colores: amarillos y rojos; violetas y blancos. El cielo estaba tan limpio que ni las aves se atrevían a cruzarlo.

—Y luego —añadió el rey—, me gustaría mostrarte el interior de la torre del convento, por ver qué opinas. La monja navarra que investiga los hechos por mi encargo, Constanza de Jesús, está persuadida de que es una madriguera en donde se urden los crímenes de la abadía. No sé si tendrá razón o no, pero estoy seguro de que tu opinión, en este caso, será de gran utilidad.

El médico asintió y luego alzó su rostro a las alturas. Daba gusto pasear al sol. La primavera parecía haberse instalado definitivamente en los campos de Lérida, y la brisa, aun bajando refrescada por las laderas pirenaicas, se percibía en la cara con agrado. Algunos campesinos trajinaban por los campos cercanos, comprobando el lento florecer de sus cosechas. La mañana era tan plácida que al rey le pareció corto el camino de regreso y de buena gana lo habría alargado de no ser porque quería concluir lo antes posible su estancia en aquel paraje.

Los muros de la abadía se alzaban ante ellos cuando don Martín creyó obligado mostrar su cortesía.

—¿Está bien de salud la reina, nuestra señora?

—Perfectamente. En breve abandonará el monasterio para regresar a Caspe. Nuestro hijo se ha resfriado.

—¿Es un simple resfriado?

—Eso dicen.

—De ser así, no es causa de preocupación, mi señor. Sólo precisa calor y reposo, nada más. Dentro de unos días se sentirá bien.

—Lo sé —respondió el rey sin darle importancia—. Pero lo que me place es que esa leve dolencia sirva de excusa para la marcha inmediata de mi esposa. Sospecho que se avecinan momentos muy desagradables en el cenobio y prefiero que no los presencie.

—¿Tan graves serán?

—La hermana Constanza está convencida de la culpabilidad de la abadesa en crímenes atroces, y yo no sé si creer o no en sus sospechas. ¿Qué harías tú?

—Ignoro el caso, mi señor. Tal vez hablando con ella...

—¿Con quién? ¿Con la abadesa? —se extrañó don Jaime—. ¿Acaso serviría de algo?

—Si os fijáis en lo que sentís cuando os mire, sí. No en lo que veáis en sus ojos ni en lo que os diga, sino en lo que sintáis. No se puede engañar al corazón ni a la piel.

—Veo que sigues tan sabio como siempre, don Martín. Tomaré en cuenta la receta.

Dejaron las cabalgaduras junto al osario infantil, a pesar de la repugnancia que les producía la visión de huerto tan macabro, y entraron en la nave utilizada como enfermería, en donde esperaban que la novicia Catalina estuviera ya en proceso de recuperación. Al ver entrar a don Jaime acompañado por don Martín, don Fáñez, por esta vez, se abstuvo de proceder a doblarse aterrado, con grave riesgo de partirse el espinazo con tantas reverencias como acostumbraba, y en su lugar compensó la sumisión con unas muestras exageradas de alegría, en todo caso inapropiadas para un médico, informando gloriosa y repetidamente la gran mejoría experimentada por la enferma.

—Vuestros consejos, señor don Martín, han sido de una eficacia... ¡ciclópea! Y vuestro interés, majestad, ha dado a la enferma una fuerza titánica.
¡Laus sapientia!
Acercaos, acercaos...

Se aproximaron al lecho donde Catalina, con el rostro sonriente, trató de incorporarse para saludar al rey.

—No te muevas —le ordenó don Jaime—. ¿Qué opinas de su estado, don Martín?

El médico buscó su pulso, olfateó su aliento, midió la calentura en la frente y comprobó el estado de su hemorragia inicial, encontrándolo todo aceptable. La palidez del rostro de la novicia, observó, se debía a la mucha sangre perdida y a las escasas fuerzas que debían de quedarle a la joven, por lo que dio su beneplácito al trabajo que desarrollaba don Fáñez y recomendó, dirigiéndose a su colega, un par de días más de reposo, acompañados de una buena alimentación a base de caldos de ave, carne tierna, abundancia de líquidos y fruta variada.

—¿Coincidís conmigo, colega? —se dirigió a don Fáñez.

—Exactamente lo mismo opinaba yo —don Fáñez se mostraba exultante—. ¡Celebro que los hombres de ciencia estemos siempre tan de acuerdo!

—Sea —concluyó el rey—. Hágase como decís y esperemos su rápida mejoría. Y tú, Catalina, dime, preciso saber algo: ¿te pidió consentimiento doña Inés para provocar tu aborto?

—No, mi señor —respondió la novicia con los ojos entornados y dando muestras de gran tristeza—. A mí no me pidió opinión, pero tampoco era menester hacerlo. Fue una decisión que tomaron ella y mis padres, a buen seguro. Deshonré a mi familia...

—¿Tú deseabas a tu hijo?

La novicia Catalina tardó en responder. Finalmente, dijo:

—No. No deseaba un hijo. En realidad, me daba igual tenerlo o no. A quien amaba con toda mi alma era a don Diego y por eso me entregué a él. Y mil veces más lo habría hecho si...

—¿Y por qué no te desposaste con él? —preguntó don Jaime—. ¿Acaso fue tan indigno y vil que no quiso casar contigo?

—¡Ni indigno ni vil! —se revolvió la novicia, airada—. ¡Era un príncipe de virtudes, majestad! —Catalina se echó a llorar y, en su congoja, acertó a decir—: No hace ni dos meses que murió de una mala puñalada en defensa del honor del señorío de Cardalés, agraviado por un mercenario. Por eso mis padres decidieron enclaustrarme en San Benito y, para limpiar su honor, que se borraran las huellas de mi pecado.

—Está bien.

Don Jaime aceptó la explicación, considerándola a la medida de las tradiciones, y dio por concluida la visita. Se despidió de la joven, deseándole salud, y de don Fáñez, exigiéndole esmero en su trabajo, y luego indicó a don Martín que lo acompañara al interior del monasterio.

—Sígueme, pero espera en esta puerta. Comunicaré a la abadesa la visita para que no ponga reparos a tu presencia.

El rey se encaminaba hacia los aposentos de doña Inés para obtener el consentimiento para que su médico de corte don Martín de Teruel entrase en la abadía, rompiendo la clausura, cuando en el jardín del claustro se topó con Constanza, que paseaba los corredores y galerías meditando acerca de cuanto estaba deduciendo de los hechos observados en la abadía. El rey le pidió que lo acompañase a ver a la abadesa, para comunicar su decisión, pero la monja navarra trató de disuadirlo.

—No creo que sea una gran idea, señor —dijo con firmeza—. Los fueros del monasterio de San Benito le autorizan a prohibir la entrada de hombres en el cenobio y, si se opone, ni vos ni nadie puede vulnerar la orden sin arriesgarse a ser reconvenido de igual modo por las Cortes aragonesas y catalanas.

—Tanto da si lo consiente como si no —replicó don Jaime, más firme aún—. Si llega el caso, aceptaré esa reconvención, pero ahora es esencial para resolver este endiablado asunto que un experto nos confirme lo que tú misma sospechas.

—Si lo creéis así, no se hable más —argumentó la navarra con desparpajo—. Invitemos a vuestro experto a acompañarnos sin consultarlo con nadie. Cuando la abadesa sea informada de los hechos, se irritará de igual manera, pero al menos nuestro objetivo habrá sido cumplido. ¿No os parece?

Don Jaime lo meditó unos segundos y, considerándolo en razón, afirmó divertido:

—Tienes razón, monja embaucadora. Conduzcamos a don Martín a la torre tan deprisa como sea preciso y que Dios disponga lo que haya de suceder después. Vamos, acompáñame.

Salieron los dos a las puertas en busca de don Martín y sin precisar presentaciones ni muestras de afecto le apresuraron a dirigirse a la torre con ellos. Al cruzar el claustro, varias monjas se llevaron la mano a la boca, sorprendidas y avergonzadas; otras corrieron a esconderse tras las columnas del claustro y alguna, también, se detuvo a observar al caballero recién llegado con una brizna de coquetería en los ojos. Alguna debió de ir a dar cuenta a la abadesa de la presencia del intruso en el cenobio, pero, por cuanto sucedió después, o la abadesa se había resignado a los atrevimientos del rey o ya no le quedaban fuerzas para enfrentarse a él, porque no hizo acto de presencia.

Constanza llegó a paso vivo hasta la puerta de la torre escoltada por don Jaime y don Martín y, empujándola, forzó el portón, que ya no podía cerrarse a causa de los destrozos que ella misma había causado en la cerradura la noche anterior. Y luego abrió de idéntico modo las puertas de las dos mazmorras. La oscuridad de ambas estancias se rompió por el claro de luz que se colaba por la puerta principal y don Martín, tan previsor como acostumbraba, tardó poco en extraer de sus alforjas las dos piedras de pedernal con que prendió las antorchas del ergástulo y pudo observar, detenidamente, cuanto Constanza había descrito al rey durante el desayuno. No se escandalizó; al menos, no mostró la misma repugnancia que sintió al descubrir el osario infantil. Se limitó a tocar con los dedos algunas pajas sanguinolentas del suelo, a repasar la fijación de argollas y cadenas, a tomar en sus manos y oler los instrumentos de dominación y a comprobar los restos de sangre en la gran cruz clavada en la pared del fondo.

Luego se aproximó a la gran mesa donde reposaban clavos, tenazas, estiletes, puñales y dagas, pinzas de hierro y diversos martillos y, revolviéndolo todo, buscó en las herramientas restos de sangre y cabellos humanos.

—¿Y estos frascos? —preguntó a Constanza, observando tres botellitas de cristal resguardadas al fondo de la mesa.

—No lo sé, don Martín —respondió la monja navarra.

El médico tomó uno de ellos, apartó el corcho que lo tapaba y estudió su contenido. Derramó un poco de líquido sobre la palma de su mano y comentó:

—A fe que parece líquido seminal.

Mojó el dedo índice en él y comprobó su textura. Luego lo olió y finalmente se lo llevó a la boca. Chasqueó la lengua y compuso un gesto de intriga.

—¿De qué se trata, don Martín? —quiso saber el rey.

—Olor fuerte y textura muy acuosa, con sabor agrio... No hay duda: se trata de semen. Y no es antiguo, porque conserva sus propiedades.

—¿Diríais cuánto tiempo puede tener? —preguntó Constanza.

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