La abadía de los crímenes (33 page)

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Authors: Antonio Gómez Rufo

BOOK: La abadía de los crímenes
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—¿De qué os extrañáis?

—No..., de nada, señora —balbució Teresa.

Las damas volvieron a sus quehaceres pero atendiendo de reojo a la reina, intrigadas por lo que se proponía.

—¿Es que acaso debería dejarla junto a mi esposo? —preguntó al fin doña Leonor, airada, al asistir al interés que su mandato había causado—. ¿Lo creéis así?

—No, señora... —replicó Berenguela—. Pero considerad que el rey puede exponer que necesita ayuda de cámara y...

—Si es así, puede solicitarlo a la abadesa, ¿no? —argumentó.

—Claro —afirmó Sancha.

—O reclamar una dama de corte al Alférez Real —dijo Águeda, alzando el hombro, desentendiéndose—. En el campamento pernoctan muchas otras damas.

—Como deseéis, señora —suspiró la dueña—. Pero me temo que al rey no le va a gustar vuestro encargo.

—No te preocupes por ello, Berenguela. —La reina afrontó el comentario de la dueña como si de una agresión del propio don Jaime se tratara—. De los estados de ánimo del rey, al igual que de la compra de sus camisas de dormir, me encargo yo. Ahora lo que importa es la salud del príncipe, no la lascivia real. Además, sabed todas que en estos momentos no me importa nada lo que pueda pensar. El rey debería saber que soy una mujer en el fondo de un callejón sin salida que trata inútilmente de huir de su memoria. Ya se lo haré comprender si lo olvida. Ya lo haré...

Cuando Berenguela iba a abandonar la estancia para cumplir el encargo, la reina indicó a sus damas que prepararan los baúles y enseres para el viaje de retorno, y todas fueron a guardar cosas menudas que se les podían olvidar. Ella se sentó ante el bastidor a ver si antes de partir podía concluir la pluma de ese pavo real al que empezaba a aborrecer por la excesiva variedad de su colorido, dio algunas puntadas antes de cambiar el hilo y dejó que sus pensamientos retomasen el vuelo libre que últimamente acostumbraban. Y sin poder evitarlo se le instaló en la cabeza la idea de que, si el rey muriera en la conquista de Mallorca que preparaba para el otoño, su hijo sería coronado como nuevo monarca y el resto de su vida podría continuar con normalidad, alejada de temores y repudios. Y, al igual que un río arrastra un canto, y otro más, esa idea luctuosa arrastró una nueva idea también de muerte, mostrándole que había otras muchas maneras de que el rey muriera, no sólo en la guerra, sino en la paz; no sólo en el combate con el enemigo, sino en la relajación de sus sueños, mientras durmiera; no sólo a mano enemiga, sino por mano amiga, incluso por mano de esposa. La muerte de un rey nunca deja vacío un trono, expresó su idea inesperada, porque mientras haya un heredero la institución no cae en la orfandad. Y lo había: su propio hijo, el príncipe Alfonso, que sería coronado en las Cortes de Aragón y luego juraría el resto de sus títulos. La idea de la muerte, para su sorpresa, no le causó temor ni dolor; incluso la percibió con un cierto alivio. Precisamente por eso, al darse cuenta de la altura que había tomado el vuelo de sus pensamientos, tan cercano ya a las puertas del infierno, se asustó y dejó de coser, levantándose con brusquedad y pidiendo una copa de agua para lavar el pecado que su corazón estaba cometiendo.

—¿Os encontráis bien, señora? —preguntó Berenguela.

—Sí..., sí. Bien —respondió, pero sus dedos temblaban y un sudor frío empapó su frente.

—Sentaos aquí —la dueña descubrió la inquietud de la reina y la llevó hasta el sillar que había junto a la ventana.

—Gracias —sonrió ella, componiendo una mueca forzada—. No ha sido nada. Temo por mi hijo.

—Se pondrá bien, seguro.

—Lo sé.

En ese momento se abrió la puerta del aposento y entró don Jaime dando grandes zancadas. La reina se sobresaltó, como las damas de su corte, y no tuvieron tiempo de inclinarse en una reverencia cuando el rey ya estaba preguntando, a voces:

—¿Qué le ocurre a mi hijo?

—Tranquilizaos, señor —rogó la reina—. Se ha resfriado. Me lo ha comunicado por carta el escribano real, por eso parto ahora mismo con mis damas a Caspe. Regreso a casa.

—Me parece bien —aceptó el rey—. ¿Qué más escribe don García?

—Detalla que tiene algo de fiebre, toses en la noche y estornudos frecuentes durante el día. —La reina tomó la carta que había depositado sobre la mesa y se la intentó entregar a su esposo, que no la recogió—. El príncipe permanece en cama atendido por los médicos y don García asegura que no hay motivos para preocuparse, pero en esta situación prefiero estar al lado de nuestro hijo. Saldré en cuanto esté dispuesto mi equipaje.

—Como deseéis, señora. Ordenaré una escolta.

—Ah, y me acompañan mis damas, como es natural. La princesa Violante también.

—Lo comprendo —el rey no puso objeción.

—¿No os importa quedaros sin camarera a vuestro servicio, señor? —preguntó con malicia la reina.

—De ningún modo —respondió con la misma malicia don Jaime—. Ardo en deseos de que la conozcáis mejor. Algún día será la reina.

—Ya —se rindió doña Leonor—. Lo comprendo.

—De Hungría —aclaró el rey, sonriendo mientras se doblaba en una reverencia exagerada a su esposa.

—Ya, claro. De Hungría. —Doña Leonor se volvió para que su esposo no descubriera el dolor del golpe—. De Hungría.

Don Jaime salió de la estancia con el mismo paso apresurado con que había llegado y dejó en el aire un viento helado que no hubo manera de caldear. La reina depositó la carta, de nuevo, sobre la mesa y tomó asiento ante su bastidor. Las damas, sin hablar, se afanaron en recoger los ropajes reales e ir acomodándolos en los baúles, y sólo Águeda se atrevió, pasados unos minutos, a romper el silencio preguntando:

—¿Hemos de tratar de alteza a Violante, señora? Perdonadme, pero ¿cómo hay que dirigirse a una futura reina de Hungría?

La reina observó a la dama, intentando descubrir si bromeaba o no.

—Mientras siga a mi lado —respondió al fin—, será una de mis damas, nada más. No hay razón para rendirle honores.

—Qué alivio —sonrió Águeda—. Ya me veía tratándola con exceso de confianza y poniendo en peligro mi lengua...

—Pues tú sigue así, Águeda —le reconvino Berenguela—, que como te oiga el rey, nuestro señor, algún día terminará sirviendo de alimento para los perros...

Capítulo 3

—¡Un caballo!

El rey galopó hasta el campamento donde se habían acuartelado sus tropas y no se cuidó de sortear los charcos al avanzar entre las tiendas hasta llegar a su pabellón, señalado por el pendón real, salpicando de barro y lodo a quienes, sin tiempo para apartarse, tampoco lo tuvieron de rendirle un saludo de bienvenida. Don Blasco, el Campeón, corrió a su encuentro, pero tampoco llegó a tiempo de sujetar las bridas para que el rey descendiera de la cabalgadura. Las trompetas que debían anunciar su presencia guardaron silencio. El rey llegaba con prisas y no dio ocasión a ser recibido como era obligado. Tanto apresuramiento llevaba que ni siquiera él reparó en la ausencia del protocolo.

—Pasa a mi tienda, don Blasco. Tenemos que hablar.

El Alférez Real siguió a don Jaime al interior del tendal y esperó a que el rey tomara asiento para dar dos palmadas y encargar que trajeran vino de inmediato. Luego se sentó cerca de él y observó el techo, hacia lo alto del palo central que sostenía el telar.

—Aún no ha puesto la golondrina, señor —informó—. Estamos a tiempo de deshacer el nido.

—Dejemos eso, don Blasco —negó el rey—. Esa golondrina es mi invitada y ya te dije que vamos a dejar las cosas como están. Ahora necesito que ordenes los preparativos del viaje porque la reina vuelve a Caspe.

—¿Será hoy?

—Hoy mismo, sí. Quiero que se produzca su partida lo antes posible. Y manda que se doble la escolta porque es preciso que realice el viaje con la mayor seguridad que se le pueda procurar.

—¿Teméis por ella?

—Mi hijo está enfermo y necesita a su madre. Eso es todo.

El primer caballero del reino se puso en pie, hizo una reverencia y salió de la carpa para dar las instrucciones precisas al conde don Ramiro de Ejea, que esperaba al otro lado de la entrada. El conde corrió a prepararlo todo en tropas y carros de provisiones y don Blasco volvió al momento junto a su rey.

—Todo estará dispuesto dentro de una hora, señor —informó, a la vez que servía una copa de vino y la ponía en manos de don Jaime—. Os noto preocupado... ¿Es grave la dolencia del príncipe?

—No, en absoluto. No es nada de importancia.

—¿Y en tal caso, vuestro semblante sombrío...?

—Lo único que sucede es que en ese convento se suman las intrigas y ahora me dicen que incluso debo velar por mi vida. Eso es todo. No quiero que la reina pase también por ese riesgo, si fuera cierto.

—¿Creéis en ese peligro, majestad? —se interesó don Blasco—. ¿Es fiable la fuente?

—No. No creo que exista tal peligro. —El rey se quitó la corona y la depositó junto a él, en una mesa—. Pero esa monja navarra, Constanza de Jesús, es una mujer tan tozuda como despierta, tanto que con gusto la nombraría capitán de alguno de mis regimientos. Y es ella la que está preocupada y ha conseguido contagiarme sus suposiciones. Temo que si no está en lo cierto deba acusarla de injurias, y no me gustaría hacerlo.

—¿Puedo ayudaros, señor? —el Alférez Real no pareció tomar en consideración los temores de la monja ni las consecuencias de sus maledicencias, por lo que hizo la pregunta sólo como muestra de buena voluntad hacia el rey.

—No lo creo necesario —respondió don Jaime suspirando y mesándose las barbas, mostrando un cierto agobio—. Pero hagamos una cosa: dispón una guardia en todas las puertas del monasterio. Dos hombres bastarán en cada puesto. Y que se releven cada ocho horas mientras yo permanezca en la abadía, de día y de noche.

—Se hará como decís. Y ahora, bebed, mi señor. Hay buenas noticias.

—¿Ah, sí?

—Sí —sonrió don Blasco, y con un recobrado gesto de satisfacción inició el relato de las novedades con sumo agrado—. No lo esperaba, señor, pero todo ha sucedido con gran rapidez. Ayer, después de vuestra visita, envié a un mensajero a Lérida informando de vuestra decisión de iniciar la expedición sobre Mallorca con o sin ayuda de los nobles catalanes, y esta mañana, a su regreso, el mensajero ya traía una carta de las Cortes catalanas comprometiéndose en la empresa. Sorprendente el cambio de actitud de vuestros súbditos y la celeridad con que se ha tomado la decisión, ¿no os parece?

El rey bebió de su copa de vino mientras sonreía para sus adentros. A él no le sorprendía en absoluto, pero se abstuvo de decir lo que pensaba: que algunos de sus nobles sólo se ponían en pie si oían el tintineo del oro sobre el adoquín, si apreciaban las músicas de la plata repicando en el mármol y si atendían las voces que llamaban a la rapiña y a la riqueza fácil, al botín. Sólo dijo, con los ojos fijos en su copa de vino:

—El enriquecimiento es la más perversa de las aspiraciones, don Blasco, porque no es posible que alguien se enriquezca sin que otro se arruine. La ruina de los mallorquines engordará muchas bolsas. Eso es todo.

Don Blasco intentó terciar en la severidad del monarca.

—En todo caso, preferiría considerar otros motivos, como la lealtad a vos, a la Corona y a la cristiandad, mi señor. Lo preferiría.

—Ah, ¿así lo crees, don Blasco?

—A la fuerza he de pensarlo, señor. No olvidéis que me pondré al frente de las huestes en esta empresa, y sufriría grandes dolores de tripas si pensara que mi única misión es dirigirlas en busca de oro. Necesito pensar que encabezo un ejército caracterizado por la dignidad y la nobleza.

—En ese caso, lo comprendo —don Jaime volvió a beber de la copa.

Luego miró a las alturas, donde la golondrina iba y volvía en su afán de completar el nido y empezó a pensar en la perseverancia del ave y en la meticulosidad de su trabajo. Aquella golondrina tenía que ser catalana, sin duda, porque esa laboriosidad y contumacia eran características de aquel pueblo. Lo que no entendía era que, si tanto empeño ponían sus nobles en su trabajo y en el de sus vasallos, por qué no habían llegado a la conclusión de que un reino era más poderoso cuanto más grandes fueran sus fuerzas, en tierras y en hombres, y que el bienestar de los súbditos de un reino se atendía mejor cuanto más bienes y posesiones tuviera. Si los reinos infieles se estaban desmoronando por la división y el enfrentamiento entre ellos, dando facilidades a la cristiandad para arrebatarles plazas y ciudades, aquella lección debía ser aprendida por sus nobles y buscar, en lugar del conflicto, la unificación de reinos cercanos, la suma de bienes y tropas, el respeto, e incluso el temor, de los reinos vecinos y la consideración en el orbe de la cristiandad. La división crea debilidad y el esfuerzo individual de nada es útil si no se acompaña del de los vecinos. Aquella golondrina trabajaba sola, pero al amparo de la carpa real para que el águila no robara sus huevos. Y si era así el instinto de una simple ave, ¿por qué no era igual el raciocinio de sus nobles?

A las puertas del tendal se fueron reuniendo caballeros y escuderos, capitanes y damas, cortesanos y soldadesca con el fin de rendir pleitesía a su rey cuando abandonara de nuevo la tienda para reverenciarlo en su marcha. El médico don Martín también se situó frente a la jaima, por si de nuevo se solicitaban sus servicios, y hasta don Teodoro, el capellán real, pretendía entrar en la tienda para hablarle al rey de sus pobres huesos, pero no se decidió a hacerlo porque la mañana estaba despejada y el sol lo reconfortaba, por lo que en aquellos momentos no sentía mal alguno y la queja, por intenso que fuera el dramatismo con que la acompañara, no habría resultado convincente.

Don Jaime, ajeno a los murmullos provenientes del exterior, terminó su vaso y se levantó a pasear por la tienda, recogido en sus pensamientos. Su actitud indicaba que necesitaba hablar de alguna otra cosa con su Alférez Real. No obstante, pasaba el tiempo y guardaba silencio.

—¿Os inquieta alguna otra cosa, majestad? —preguntó al fin don Blasco.

—En realidad, sí —aceptó el rey, deteniéndose frente a su amigo—. Pensaba en esa golondrina y..., bueno, hay algunas cosas que no acabo de comprender. Quiero unificar reinos, ganar ciudades para la devoción a la Virgen, Nuestra Señora, y por eso me debato entre mantener mi palabra de marchar sobre Mallorca, como insisten mis leales de Cataluña la Vieja, o en atender a la reiterada petición de mis nobles aragoneses de marchar antes sobre Valencia. No me basta la promesa de vasallaje de Zayd. Estoy convencido de que, asegurando en primer lugar todo el Levante, desde Gerona hasta Murcia, sería más fácil procurar la rendición de Mallorca sin necesidad de iniciar una guerra, ¿no opinas igual?

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