La abadía de los crímenes (37 page)

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Authors: Antonio Gómez Rufo

BOOK: La abadía de los crímenes
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—En ningún modo —respondió Constanza—. Así que, por lo que deduzco, vos sois de la estirpe del conde de Barcelona y de doña Petronila de Aragón, ¿no es así?

—Del mismo linaje, sí. De la estirpe de quienes, años después, ampliaron las posesiones de la Corona de Aragón con la conquista de Tortosa en el año del Señor de 1148 y la ciudad de Lérida al año siguiente.

Constanza afirmó varias veces con la cabeza, asimilando cuanto había escuchado. Pero no encontraba respuesta a lo que necesitaba saber y seguía dándole vueltas a algo que no terminaba de comprender.

—En ese caso, la Corona de Aragón, vuestra Corona, ¿tiene origen catalán o aragonés?

—Lo mismo que un hijo lleva sangre de su padre y de su madre, así es la sangre de mi Corona, Constanza. Tu pregunta no tiene respuesta. Lo importante para la paz de mi reino es que, con grandes esfuerzos, he conseguido desterrar esos viejos comportamientos feudales, tan inútiles, para que mis súbditos tengan la convicción de que al amparo monárquico es más seguro construir el futuro. Reconozco que no ha sido fácil hacérselo comprender a los nobles catalanes, pero finalmente la razón se impuso al apego al minúsculo poder de muchos de ellos y a esa rareza de creer que, en vez de sangre, por sus venas corre licor de dioses...

—Ahora lo entiendo, sí.

Constanza lo dijo para no defraudar a don Jaime, pero lo cierto era que no alcanzaba a comprender por qué y con qué argumentos crecían las demandas que tanta irritación producían en el rey, de las que le había oído quejarse en más de una ocasión en aquellos días. Si la Corona de Aragón no era el resultado de una invasión ni de una conquista sangrienta, sino de un acuerdo matrimonial como tantos otros, toda disputa era tan bárbara como las que se habían conocido en las lejanas tierras del norte de Europa y en los tiempos de la antigüedad, cuando la brutalidad se imponía en ausencia de la ley y la sinrazón era enemiga de la concordia entre los pueblos. Constanza deseaba aprender más, pero no sabía cómo preguntarlo para no asistir a una nueva irritación de don Jaime. Y guardó silencio. Hasta que fue el propio rey quien, tras meditarlo también, reflexionó en voz alta:

—De todos modos, ninguna sangre es limpia como agua de manantial —aclaró el monarca—. Ninguna. La nuestra también se nutre de mezclas sin cuento. ¿Sabes que al repoblarse estas tierras, tras la invasión musulmana, llegaron de las profundidades del imperio carolingio la gente más humilde y, por tanto, sin escrúpulos, honradez ni Dios al que temer? Gente nómada y rebelde huida de Carlomagno, emperador de Roma, deseosa de no rendir tributo a su legítimo rey. Del mismo modo que a Castilla llegó la sangre berebere con la que se fundaron los reinos del interior. Y no queda ahí la cosa porque después acudieron hasta aquí otros súbditos, llegados de la Provenza, al norte de las montañas pirenaicas. En fin, mi buena Constanza, que pisamos tierras nuevas pobladas por campesinos que desde el principio de su asentamiento consumían lo que producían, sin relacionarse con sus vecinos. Gentes hurañas y poco sociables, en todo caso.

—Nunca puede generalizarse, señor...

—Cierto. Pero muchos eran... Tantos que a la postre se vieron sometidos a vasallaje por parte de quienes, por linaje o acumulación de posesiones, fueron acrecentando patrimonio y riquezas y, al correr de los tiempos, adquirieron nobleza. Y ya se sabe: la riqueza se desposa con la avaricia y procrea ambiciones.

—¿Y no hubo querellas ni oposición a la imposición del vasallaje? —se sorprendió Constanza.

—Por supuesto —afirmó el rey—. Al final, como era previsible, todas estas tierras se vieron envueltas en una guerra en la que los nobles, con las arcas bien dispuestas para reunir armas y soldadesca, derrotaron a los campesinos y los convirtieron en siervos sometidos. Una victoria tan sanguinaria y cruel que a los nuevos catalanes les acrecentó más aún sus ansias de poder, y esa vanidad les hizo creerse tan suficientes que hasta sus clérigos se alejaron de la sede de Narbona para impartir el culto desde una nueva sede que se erigió en tierras de Tarragona.

Constanza seguía atenta la narración de los hechos históricos que iba desgranando el rey don Jaime sin encontrar motivos para la sorpresa ni hallar el hilo del que quería tirar para que sus conclusiones encontraran amparo.

—Nada extraño hay en ello, si me permitís decirlo.

—Desde luego —asintió don Jaime—. Aunque también es verdad que aquella guerra debilitó el poder de los condes y todo el territorio quedó dividido en señoríos que, por su escasa entidad, aceptaron obedecer al conde de Barcelona, don Ramón Berenguer. Como ves, Constanza, hasta su matrimonio con doña Petronila, hija del rey de Aragón, todo sucedió en estas tierras de un modo nada extraño.

Aunque, quizá, lo que ya no sea tan fácil de entender es por qué don Ramón no llegó a ser el rey portador de la corona de Aragón a pesar del matrimonio contraído. Tan sólo fue considerado
princeps
por todos.

—¿Y eso? ¿A qué fue debido?

—A que don Ramiro entregó a su hija en matrimonio y el reino en custodia, pero con la condición de que tenía que jurarle fidelidad a él y a su hija bajo una curiosa fórmula que especificaba
«dono tibi, Raimundo, barchinonensium comes et marchio, filiam meam in uxorem, cum tocius regni aragonensis integritate, salva fidelitate mihi et filie mee».
[11]
A continuación, el rey don Ramiro se retiró a un monasterio, pero nunca cedió su dignidad real ni, por tanto, dejó de ser rey de Aragón
(«...sim rex, dominus etpater in prephato regno et in totis comitatibus tuis, dum mihi placuerit»).
[12]
El resultado de todo ello es que don Ramón Berenguer IV entró a formar parte de la Corona de Aragón, pero nunca fue rey.

—Así es que, si lo entiendo bien —quiso asegurarse Constanza—, ¿nunca hubo un rey de Cataluña?

—Nunca —afirmó don Jaime—. Aunque bien es cierto que Aragón y Cataluña conservaron desde entonces sus costumbres y sus Cortes, que siempre han sido respetadas por la Corona.

—Comprendo. Ni rey, ni reino, ni soberanía...

—No. Los anteriores condes de Barcelona agrandaron los territorios de la cristiandad desde Besalú y Cerdaña a Ampurias y la Provenza, pero todo ello quedó reunido con aquel casamiento bajo la Corona de Aragón. Así es que el originario principado de Cataluña, que fue definido en sus Cortes en el año del Señor de 1188 y que se extendía desde Salsea a Tortosa y Lérida, y antes en las actas de consagración de la catedral de Barcelona en el año de 1058, es patrimonio de los condes de Barcelona, por lo que todos los reyes ostentamos la denominación de príncipes de Barcelona, duques de Gerona y marqueses de Osona. Pero el principado de Barcelona no es un título, ¿comprendes? El heredero de la Corona de Aragón es siempre el duque de Gerona. Ésa es la realidad y lo único que puedo decirte. Espero haber complacido tu curiosidad.

—Entonces —reflexionó Constanza—, perdonad que insista, pero, si no he entendido mal, desde su liberación del vasallaje al rey de Francia nunca estas tierras fueron invadidas por la fuerza ni conquistadas por aragoneses ni extranjero alguno que doblegara a sus hombres, ¿no es cierto?

—Nunca, no —aseguró don Jaime. Y añadió—: Pero ¿cómo iban a ser invadidas si yo mismo nací en Montpellier y soy hijo de don Pedro de Aragón y de doña María de Montpellier? Llevo tanta sangre aragonesa como catalana, ya te lo he dicho, Constanza. Lo que no sé es a qué viene tanta insistencia en ello. A buen seguro estás pensando en algo que no quieres decirme.

—Me cuesta explicarlo, mi señor.

—Inténtalo. Con la ayuda de Dios podrás llegar a comprobar que el rey no es tan obtuso como imaginas.

—¡Señor! Yo no me atrevería... Quiero decir que...

—Lo entiendo. Dime.

Constanza cerró los ojos para elaborar mejor su explicación, siguió caminando junto a don Jaime y tardó en responder. Finalmente, sin encontrar modo mejor, optó por decirlo tal y como le salió.

—Lo que opino, señor, es algo que os costará creer, y os ruego que lo consideréis antes de ordenar apresarme por mis conclusiones. No tengo pruebas, sólo intuiciones, pero son tan firmes que...

—Habla de una vez, Constanza. ¡Me pones nervioso!

—Pues ¡lo diré! —La navarra se detuvo ante el rey y lo miró a los ojos sin que le temblara el pulso—. ¿Por qué creéis que fuisteis llamado al monasterio? Yo no dejo de darle vueltas y no le encuentro ninguna justificación. ¿Acaso para apartaros de vuestras preocupaciones a cambio de velar por la causa de unas cuantas novicias asesinadas, aragonesas además, a las que doña Inés desprecia? ¿O para evitar que otras novicias corran peligro? ¡Demasiado banquete para tan pocos comensales! No sería lógico.

—Así se me dijo.

—Pues, en mi opinión, perdonad señor que os lo diga, pero estoy convencida de que quien corréis peligro sois vos. Es vuestra vida la que quiere cobrarse la abadesa, de ello no tengo ninguna duda, aunque ignoro si por propia decisión o con el acuerdo con otros. Lo que no me explico es cómo todavía no habéis sufrido un atentado a vuestra persona.

—Pues no ha sido así —el rey se negó a creer cuanto le decía la navarra—. Creo que este asunto se te ha ido de las manos y ha quebrado tus nervios, Constanza. Tus conclusiones son tan desproporcionadas que... Vamos a ver a la abadesa y acabemos con esto, que de seguir así terminaremos todos por enloquecer.

Don Jaime miró de reojo a Constanza, desconfiado. ¿Por qué habría repetido que su vida corría peligro? ¿Sabría algo que no había dicho aún? ¿De qué atentado a su persona hablaba? Había aprendido a fiarse de la intuición de la monja navarra, consideraba seriamente todo cuanto decía, pero, hasta el momento, nada había sucedido que indicara que sus afirmaciones... Ni amenazas, ni puñales, ni emboscadas, ni venenos... ¿Envenenamiento? Qué cosas...

Pero, de repente, se detuvo en seco y frunció la frente, recordándolo. Aquel frasco con el brebaje que la abadesa le había aconsejado para dormir... Había tomado media medida, disuelto en agua... Sólo media medida... ¿Sería posible que de haberlo bebido todo...?

El rey volvió la cabeza con la intención de contárselo a Constanza, pero de inmediato se arrepintió. No. No podía ser.

En efecto, de seguir así, todos acabarían volviéndose locos...

Desde lo más alto de la torre, las hermanas Lucía y Petronila observaban ocultas la pausada conversación entre el rey y la monja navarra y no alcanzaban a comprender que lo sucedido la noche anterior no les hubiese alterado hasta el punto de dejar ver su crispación en rostro y manos. Pero era tan sosegada la charla, tan pausado el paseo y tan sereno el intercambio de palabras que Lucía respiró profundamente y dijo:

—Tal y como imaginaba, nada hay que temer, hermana Petronila.

—¿Cómo no temer por nuestros pecados, Lucía? —la monja temblaba, sudaba y se moría de frío—. Yo, pecadora...

—¿Pecar? Pero ¿en dónde hubo pecado? —Lucía se enfureció y agarró por el brazo a Petronila, haciéndole daño—. ¡El amor humano simboliza el amor divino y, al amar, nuestro cuerpo participa de una experiencia mística que es agradable a los ojos de Dios! ¡Pecados...! ¡No sabes lo que dices!

Petronila extrañó aquellas palabras y miró a Lucía con una mirada perpleja y, al mismo tiempo, interesada. No comprendía lo que le decía su amiga, y balbució:

—¿Quieres decir que el gozo nos acerca a Dios? ¿Aunque sea a través del sufrimiento?

—¡Eso es! —Lucía abrió mucho los ojos y esbozó una sonrisa al comprobar que su amiga empezaba a comprenderlo—. Nosotras hemos alcanzado la dicha de sentir a Dios muy cerca, e incluso dentro de nosotras mismas. ¿Acaso no somos esposas de Dios al igual que los monjes y clérigos son amantes de la Virgen María?

—Ahora ya no te entiendo, Lucía —negó Petronila.

—Porque estás aterrada y no dejas a tu cabeza razonar. —Lucía se apartó de ella y se recostó en la pared del mirador, fatigada. No obstante, siguió explicándolo porque temía que Petronila empezase a sollozar y a lamentarse y todo el cenobio descubriese su escondite—. Atiende bien: como siervas del Señor, tú y yo somos esposas de Dios, y Él nos exige disfrutar de su elixir sagrado, exige que nuestro cuerpo participe del amor divino en conjunción con otros cuerpos también sagrados. Pero al no haber hombres en el cenobio, tenemos que cumplir su exigencia con lo que nos ha sido dado. Dios no nos pide que pensemos, ni que apartemos unas criaturas de otras como pastores dividiendo sus rebaños en merinas y churras. Él nos exige que amemos, y ese amor también precisa copular, ya sea espiritual o materialmente, pero copular, acariciar a la persona deseada, sentir el sufrimiento del placer y el placer del sufrimiento. En ambos casos, al actuar así, estamos tocadas por el rayo divino. ¿No lo comprendes?

—Lo dices porque tú sólo has amado. Pero ¿yo? —Petronila temía y dudaba aún—, ¿a qué tanto dolor?, ¿por qué tanto gozo al procurarlo? Oh, Dios mío...

Lucía negó con la cabeza, lamentando que Petronila no alcanzase a ver lo que tan evidente le resultaba a ella. Su formación espiritual era corta, y ahora lamentó que fuera así. Si Petronila, en vez de provenir de una aldea leridana, se hubiera cultivado en el
scriptorium
de la abadía, no precisaría de tanta explicación. Pero debía seguir tranquilizándola, y de nuevo tomó aire.

—Gozas procurándolo igual que gozas sintiéndolo —respondió, expresando su convicción con absoluta serenidad—. El amor es un acto fatigoso, hermana, un acto que provoca por igual dolores divinos y placeres corporales. Sentir la herida del amor es, muchas veces, sentir dolor. Y a veces también melancolía. Pero tú no debes sentir miedo ni arrepentimiento porque Dios quiso que fuera así y nosotras le servimos. ¿O acaso no sentías elevarte en un éxtasis turbador cuando procurabas dolor a las hermanas impuras que merecían sufrirlo para purgar sus pecados?

Petronila, con los ojos enrojecidos por el llanto que no se atrevía a desbordarse, trató de recordar aquellos momentos.

—Sentía..., no sé... —dudó la monja—. Un abrazo ardiente, sí; un impulso que me conducía al goce absoluto, puede que fuera al amor divino...

—¡A eso me refiero! —Lucía sonrió y abrazó a su amiga—. Ellas son las locas. Las aragonesas recogidas en nuestra abadía son esos espectros melancólicos enajenados que parecen emisarios de Lucifer. Los nuestros, cuando yo amaba a las hermanas catalanas y tú castigabas a esas satánicas aragonesas, eran deleites sublimes, elixires místicos, árboles que comenzaban a llenarse de savia, braseros interiores, sacudidas de amor, dolores penetrantes y sollozos de alegría infinita. Nuestras almas se escapaban de nuestros cuerpos porque la naturaleza es un reflejo de Dios, un enigma impenetrable tras el que se oculta el mandato divino.

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