India mon amour (11 page)

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Authors: Dominique Lapierre

BOOK: India mon amour
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Nuestra visita acaba pareciendo el escenario de una feria. Unos mendigos músicos nos ofrecen una serenata de flautas y tamboriles. Ante la puerta de una choza, un anciano casi ciego empuja hacia mí a un niño de tres años al que acaba de adoptar. El hombre mendigaba ante la estación de Howrah cuando, una mañana, aquel chavalín raquítico se refugió junto a él como un perro perdido sin collar. Enfermo, despojado de todo, tomó al pequeño desdichado bajo su protección. Algo más lejos nos asombra el espectáculo de una niña que masajea, con sus dedos todavía intactos, el cuerpo descarnado de su hermanito. En un patio interior, cuatro leprosos en cuclillas sobre una esterilla juegan a los naipes. Para nosotros aquello representa la ocasión de asistir a un número digno de un circo. Las cartas revolotean entre las manos mutiladas antes de volver a caer en el suelo en un ballet de figuras saludado con exclamaciones y risas. ¿Cómo puede surgir tanta vitalidad, tanta alegría de vivir, a partir de semejante abyección? Esta gente es la vida. La VIDA en mayúsculas. La vida que palpita, que da vueltas, que vibra como vibra en todas partes en Calcuta. Numerosos habitantes de este barrio han venido de Bengala, de Bihar, de Orissa, del sur del país. La mayoría jamás ha recibido cura alguna.

A James se le festeja como al Hermano Mayor enviado por el cielo. Unas muchachas le ponen guirnaldas de claveles en torno al cuello. Las familias de los niños acogidos en el hogar han decorado la entrada de sus chozas con un
rangoli
, esos magníficos dibujos geométricos trazados sobre el suelo con harina de arroz y polvos de colores. La aparición del bienhechor a veces suscita escenas patéticas. Una mujer en sari amarillo deja sus muletas para arrojarse a sus pies y limpiar el polvo de sus sandalias antes de llevarse la mano a la frente y sobre el corazón. James se inclina para ayudarla a levantarse mientras Dominique le devuelve las muletas. La pierna derecha de esta joven está amputada hasta la rodilla. Su rostro intacto es de una belleza tan pura como la de una madona de Rafael. Un niño esquelético se aferra a los pliegues de su sari.

—¡
Dada
, hermano, cógelo, te lo ruego, cógelo contigo, por el amor de Dios! —implora en bengalí.

Y le cuenta a James que su marido la ha abandonado, y que ya no tiene nada que darles de comer a sus cuatro hijos. Nos sentimos turbados. Tengo ganas de gritar a nuestro amigo inglés que acepte la petición de esta madre, que ya encontraremos la suma necesaria para acoger a su hijo, que en Francia, en Italia y en otras partes hay gente que estaría dispuesta a compartir el dinero que le sobra para arrancar a este niño de su destino trágico. Pero no me atrevo a intervenir. Es James quien vive en Calcuta, no yo. Es él quien cada día afronta la desgracia de sus habitantes. El suspense se prolonga. Veo que James está dividido. Varias decenas de leprosos se han reunido en círculo a nuestro alrededor. Debido al calor y al mal olor, el aire es irrespirable. Dominique se ha quedado blanca.

James coge al niño en sus brazos y le habla suavemente. El rostro de su madre se ilumina con una sonrisa resplandeciente. ¡Qué bonita es esta mujer! «
Thank you, Dada
» (Gracias, hermano), dice, juntando sus dos manos, primero ante la frente y luego sobre el corazón.

Pienso en aquella frase de la Madre Teresa: «Salvar a un niño es salvar el mundo.»

Nuestra inmersión en el corazón del horror no ha hecho más que empezar. James nos lleva hacia otro barrio donde ha recogido a muchos de sus protegidos. El lugar se llama Pilkhana. Es una de las concentraciones humanas más densas del planeta. Aquí, setenta mil personas se hacinan en un espacio apenas más extenso que tres campos de fútbol. El entorno está tan contaminado que se nos inflaman los ojos y la garganta. Atravesamos un encabalgamiento de cuchitriles sin agua, sin electricidad, sin ventanas; callejas bordeadas de cloacas a cielo abierto; talleres propios de trabajos forzados, sin aire ni luz; una sucesión de establos pestilentes. Es un universo alucinante lleno de ratas, escolopendras, cucarachas… James nos revela que, aquí, la esperanza de vida no llega a los cuarenta años, y que nueve de cada diez habitantes no disponen siquiera de una rupia al día para sobrevivir, es decir, lo que hoy serían unos diez céntimos de euro. La mayor parte de esta gente son campesinos a los que un desastre climático —una sequía, un ciclón, una inundación, tan frecuentes en esta región del mundo— ha expulsado de sus tierras. No hay ninguna duda: este lugar es la antesala del infierno.

James nos lleva por las callejuelas hasta el fondo de uno de los patios interiores. Allí, en un espacio de diez metros por metro cincuenta, sin agua ni electricidad, sin ventanas ni muebles, ni siquiera un camastro, vive un suizo de cuarenta y cuatro años. Con su extrema palidez, su delgadez y su larga camisa india, se parece a cualquier trotamundos de camino hacia Katmandú. Se llama Gaston Grandjean. Nuestra llegada no le causa ningún placer.

—Lo siento, amigos, pero aquí no recibimos a turistas —exclama al vernos.

Desde hace doce años, el enfermero Gaston Grandjean y el equipo de trabajadores sociales indios que ha formado recorren sin descanso los rincones y escondrijos de este mísero barrio. La insalubridad, la desnutrición, las supersticiones, la falta de higiene no dejan ningún descanso a este otro extranjero que también se enamoró de la India. Sin embargo, necesitó varios meses para que lo aceptaran. ¿Qué ha podido empujar a un suizo a venir a compartir la extrema pobreza de un barrio como éste?

Desembarcó en Calcuta una mañana de octubre de 1972, con un zurrón que contenía un ejemplar de los Evangelios, una navaja de afeitar y un cepillo de dientes como único equipaje. Unos días más tarde se instaló en este barrio de chabolas. La curación de una pequeña vecina casi ciega y su solidaridad, desprovista de toda intención de convertirlos a su religión, fue venciendo poco a poco la desconfianza de los habitantes del barrio. Su reserva hacia nosotros parecía más difícil de desarmar. Por fortuna, la llegada de una niñita que acude corriendo a su improvisado dispensario facilitará el contacto.

—¡
Dada
, ven en seguida! —grita sin aliento—. Sunil se está muriendo.

El enfermero devuelve a su madre el bebé que se aprestaba a examinar, coge el zurrón, pega un brinco hasta la calle y, al reparar en que estamos allí, nos pregunta: «¿Tienen coche?»

Nos cuesta más de una hora llegar al barrio de chabolas donde vive el moribundo. El que fue un robusto muchacho de veinte años, acostumbrado a arrastrar pesadas cargas en su
rickshaw
ya no es más que un espectro descarnado. De sus ojos ya sólo se ve la parte blanca. Su madre, muy digna, llora dulcemente mientras le seca la frente y las mejillas. El desdichado padece una septicemia gaseosa. Respira convulsamente. Un reguero de baba fluye de su boca. Sin duda el fin es inminente. Los miembros de su familia parecen resignados. Aun así, Gaston llena una jeringilla con Coramina para reforzar el corazón, pero ya no hay carne donde clavar la aguja. No le queda más que la piel tensada al máximo sobre los huesos.

—Conocemos un dispensario al que acaba de llegar un médico alemán —le digo—. Quizá él…

El suizo me interrumpe:

—¡Llévelo! Nunca se sabe. Yo ya me ocupo de sus padres.

Dominique se instala en el asiento trasero y yo coloco al moribundo en sus brazos. Los atascos de esta ciudad de permanentes embotellamientos nos obligan a circular al paso durante kilómetros, cuando en realidad cada minuto, cada segundo cuenta. La respiración del muchacho cada vez es más irregular. Dominique acaricia sin cesar su rostro inmóvil, como para insuflarle su propia vida. ¡Maravillosa Dominique! Se parece a una
Pietà
. «Aguanta, aguanta, hijito», suplica, incansablemente. Nuestro chófer intenta maniobras acrobáticas para ganar unos pocos metros. El templete que nos sirve de referencia, con sus cuatro pináculos en forma de tulipanes, aparece al fin e, inmediatamente, la calle que lleva al dispensario. Salto del coche y atravieso la corte de los milagros que asedia la sala de consulta. Un joven europeo, rubio, está auscultando a un niño con el vientre hinchado.

—Doctor, llevo a un moribundo en el coche. Se lo ruego, venga en seguida.

El médico, alemán, se levanta sin hacer preguntas. Coge a Sunil de los brazos de mi mujer y luego, tranquilamente, dice:

—Gracias, ya me ocupo yo.
[2]

Este gesto de solidaridad vence la reserva del enfermero suizo hacia nosotros. Hemos dejado de ser simples «mirones» que han venido a tomarse un baño de miseria exótica antes de regresar a su confort de privilegiados. Cuando volvemos a verle nos acoge con una sonrisa amistosa. Ese día, un indio descarnado, cubierto con un
dhoti
de cuadros azules, y con un chal de algodón en torno al cuello, se encuentra acuclillado rezando en su habitación ante la imagen del Santo Sudario de Turín, que decora una de las paredes. Es Krishna, el vecino más próximo de Gaston, un antiguo marinero originario del sur. En el curso de una escala recaló en este barrio de chabolas. Aunque es hindú, viene regularmente a recogerse ante el rostro de este Cristo flagelado que expresa tan bien el sufrimiento de los habitantes de este barrio. «
Ram… Ram
… (Dios, Dios)», dice incansablemente entre los ataques de una tos cavernosa que sacuden su frágil constitución. Ocupa la habitación vecina con su mujer y sus cinco hijos. Se encuentra en el último estadio de la tuberculosis. Por tres veces, Gaston se lo ha llevado al hogar para moribundos de la Madre Teresa. Y por tres veces ha salido de aquella antesala, con las suficientes fuerzas como para volver a casa a pie.

Convencido de la sinceridad de nuestros sentimientos por la India, y de mi voluntad real de dar testimonio de nuestro agradecimiento ayudando a los más desfavorecidos, el enfermero suizo acepta guiarnos a través de su reino de miseria. Un reino que es un auténtico pudridero. Un hormiguero de locura, más bien. Por todas partes, ante cada casucha, cada tenderete, en una sucesión de pequeños talleres, hay gente que se dedica a vender, comerciar, fabricar, reparar, limpiar, clavar, pegar, perforar, llevar, tirar, empujar. En un lado hay niños cortando láminas de latón para elaborar utensilios de cocina; en otro, adolescentes que confeccionan petardos, envenenándose lentamente a fuerza de manipular sustancias tóxicas. En el fondo de un tugurio sin luz, unos hombres laminan, sueldan, ajustan piezas de hierro forjado entre olores de aceite quemado y de metal calentado al rojo. Al lado, en un cobertizo sin ventana, una decena de ancianos sentados con las piernas cruzadas enrollan
bidis
, los minúsculos cigarrillos indios. «¡Casi todos son tuberculosos! —gruñe nuestro cicerone—. Ya no tienen fuerzas para maniobrar una prensa o tirar de un
rickshaw
, así que enrollan cigarrillos. Siempre que no se detengan ningún momento, logran producir hasta trescientos al día. Por cada mil
bidis
les dan algo más de un euro.»

Más lejos, cinco obreros están ensanchando con un pico la entrada del taller donde han construido una hélice de barco de al menos dos metros de envergadura. Desplazan el mastodonte y lo conducen hasta una carreta. Entonces, tres
coolies
se encogen para hacer esfuerzos desesperados por intentar que la carreta se empiece a mover. Las ruedas giran, ante el alivio del dueño del taller, que de este modo no tendrá que contratar a un cuarto
coolie
para entregar la mercancía.

Una vez más, mi amada India me colma con sus sorprendentes espectáculos. ¿Cuánto tiempo necesitaré para descubrir todos los lugares donde auténticos esclavos de todas las edades pasan sus vidas fabricando resortes, piezas de camiones, tornillos, depósitos de aviones e incluso engranajes para turbinas de una precisión superior a una décima parte de micrón? La visión de esta mano de obra me da vértigo, por su destreza, su inventiva y su maña inimaginables, mientras ensambla, reproduce, repara cualquier pieza, cualquier máquina.

—No hay nada que se tire —explica Gaston—. Aquí todo renace como por milagro.

Después de dos horas de exploración, estamos como borrachos. Este barrio de chabolas es un laboratorio de supervivencia. Volvemos al día siguiente, y varios días más, para hacer nuevos descubrimientos. Cada uno representa una ocasión para encontrar a seres luminosos, como Bandona, una hermosa enfermera del estado de Assam de veintidós años con los ojos oblicuos, que ha venido de los altiplanos del Himalaya para aliviar tanta desgracia, y a la que los habitantes del barrio denominan el Ángel de la Misericordia. O ese retrasado con el rostro de Cristo que se pasea desnudo administrando la bendición a los viandantes. O Margareta, vestida con su sari blanco de viuda, que acoge en su cuchitril a los huérfanos de sus vecinos a los que se ha llevado la enfermedad; o la pequeña Padmini que, con ocho años apenas, cada día se levanta al alba para contribuir a la supervivencia de su familia.

Una mañana, queriendo saber adónde va Padmini tan temprano, descubrimos que escala el terraplén de las vías del tren que bordean el barrio para rastrear entre los raíles los residuos de carbón caídos de las locomotoras durante la noche. Su madre vende este tesoro miserable para comprar el arroz que impedirá que sus niños se mueran de hambre. Como todas las niñas indias de su edad, Padmini se ocupa a continuación de las tareas domésticas. Va a buscar agua a la fuente, limpia los utensilios de cocina, así como la única estancia familiar, lava y despioja a sus hermanitos y hermanitas, remienda sus harapos. Entre todas las tareas, la más conmovedora es el masaje diario que administra al más pequeño de la familia. Padmini se sienta entonces junto a la calleja y se pone al niño sobre los muslos. Se humedece las palmas con unas gotas de aceite de mostaza y comienza a darle masaje. Sus manos, hábiles, flexibles, atentas, suben y bajan a lo largo del cuerpecillo enclenque. Trabajando una tras otra como si fueran olas, sus manos empiezan por los costados del bebé, cruzan el pecho y vuelven a subir hacia el hombro opuesto. Entre las miradas de la niña y del bebé se cruza algo así como una llama: se diría que se hablan con los ojos. A continuación, Padmini coloca a su hermanito sobre un costado, le estira los brazos y los masajea delicadamente. Luego le coge las manos, y las amasa con los pulgares. El vientre, las piernas, los talones, la planta de los pies, la cabeza, la nuca, el rostro, las aletas de la nariz, la espalda, las nalgas van siendo sucesivamente acariciados, vivificados por esos dedos flexibles y danzarines. Gracias, mi querida India. Lo que nos ofreces es un auténtico ritual, un himno a la vida, un espectáculo de ternura y de amor, cuya apoteosis es la sonrisa beatífica de esta niña que sabe ser mamá mucho antes de tener la edad de ser madre.

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