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Authors: Dominique Lapierre

India mon amour (13 page)

BOOK: India mon amour
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Estas distracciones nocturnas me han agotado y termino adormeciéndome. No es más que una corta tregua. Hacia la una de la mañana me despiertan los gemidos procedentes de una de las habitaciones que dan al patio interior. Pronto, su ritmo se acelera y oigo estertores. Gaston también se despierta.

—Es Sabia —suspira—, el hijo de la musulmana de enfrente. El pobrecillo se está muriendo de una tuberculosis ósea, entre atroces dolores. Lo he intentado todo para salvarlo… todo.

Su relato me causa dolor, y anima la rebelión que me inspiran esos lamentos. Me he dejado enredar por esas sonrisas engañosas, que me han convencido de que esta gente ha aprendido a superar su desgracia con serenidad. Los estertores de Sabia me abren los ojos: este barrio es una concentración de condenados. ¿Cómo aceptar la aparente resignación que luce Gaston? Se lo pregunto con vehemencia.

—Explícame cómo tú, un creyente, aceptas que Dios permita la agonía de ese inocente en un lugar que ya está abrumado por tantos sufrimientos.

Gaston permanece un largo rato escuchando los gemidos.

—Por desgracia, no tengo una respuesta satisfactoria que darte —termina diciéndome—. Yo mismo he sido cobarde ante el sufrimiento de este niño. Al principio, para no oír los estertores, me tapé los oídos. Como Job, estaba al borde de la cólera. Pero en las Escrituras no he encontrado la explicación de por qué Dios puede permitir esto. ¿Cómo decirle a este niño que se retuerce de dolor: «Bienaventurado eres tú, pobre niño, porque tuyo es el reino de Dios. Bienaventurado eres tú, que lloras hoy, porque mañana reirás. Bienaventurado eres tú, que tienes hambre, porque serás saciado.» Es imposible.

—¿Eso es todo lo que dice Jesús a los hombres que sufren? —le pregunto.

—Realmente, Jesús ha dicho pocas cosas a los hombres que sufren —reconoce Gaston.

También admite que necesitó varias noches para soportar los gritos de Sabia. Y varias noches más para oírlos ya no con los oídos, sino con el corazón. Entre su fe de cristiano y su rebelión como hombre, se sentía desgarrado. «¿Tengo derecho a ser feliz, a cantar alabanzas a Dios, mientras a mi lado prosigue este suplicio intolerable?», se preguntó. A falta de poder comunicar su dilema a alguien, recurre a la plegaria. Cada noche, cuando el hijo de su vecina comienza a gemir, intenta provocar un vacío en sí mismo y se pone a rezar. Un día en que ya no aguanta más, se va a comprar una dosis de morfina al hospital de Howrah. «Ya que su mal es incurable, y que mi plegaria ha fracasado, Sabia al menos debe poder terminar su vida sin sufrir.»

La enfermedad de su vecino remite durante unas semanas. Su madre, que gana algunas rupias confeccionando bolsas de papel con periódicos viejos, repite que Dios ha salvado a su hijo.

—Yo no me atrevía a creer en un milagro —me confiesa Gaston.

Por desgracia, tenía razón. La agonía volvió a empezar hace tres noches.

Los gemidos han cesado: Sabia ha debido de dormirse. El frágil silencio del patio no dura más que unos instantes. De repente, una música atronadora brota de un transistor, en una habitación cercana. Miro el reloj: son las cuatro de la mañana. El follón cubre el ruido de los ataques de tos, que vuelven a empezar. Al otro lado del patio un gallo se pone a cantar, y luego hay ruidos de cubos y griterío de niños. El patio se despierta.

Con una lata de conservas llena de agua en la mano, la gente se dirige hacia las dos fosas-retretes del barrio. Pero regresan muy pronto. Desde la víspera, las letrinas se desbordan y al andar chapotean sobre la mierda. Los poceros municipales están en huelga desde hace un mes. El único recurso de quienes no quieren alejarse demasiado es el de aliviarse en la cloaca al aire libre que corre a lo largo de las viviendas.

Gaston recurre a las letrinas recientemente instaladas a tres callejuelas de su patio. Estos equipamientos están coronados por un tejadillo, lo cual garantiza una relativa intimidad. A las cuatro y media de la mañana, el acceso está bloqueado ya por varias decenas de personas. Todo el mundo saluda alegremente al
Dada
con su crucifijo en forma de aspa en el pecho, pero la llegada de otro
sahib
en vaqueros y zapatillas deportivas suscita una viva curiosidad, entre otras cosas porque, en mi ignorancia de las costumbres del país, he cometido una torpeza contra la cual mi compañero se ha olvidado de avisarme: me he traído unas cuantas hojas de papel higiénico.

—Para estos indios eres un bárbaro —me explica Gaston, encantado por el hecho de enseñarme nuevos modales—. ¿Cómo no iban a extrañarse de que quieras recoger en un papel un desecho expulsado de tu cuerpo para dejarlo a continuación a los demás?

Mostrándome la lata de conservas llena de agua que lleva en la mano, un niño intenta hacerme comprender que tengo que proceder a una ablución íntima y luego a limpiar el retrete con el resto del agua. Constato que, en efecto, cada persona lleva una lata parecida. Algunos poseen incluso varias, que empujan con el pie a medida que la hilera avanza.

—Hacen cola para otros —me indica Gaston—. Es uno de los mil trapicheos del
slum
.

Un hombre con la cabeza envuelta en un chal recorre la fila como una flecha, con su lata en la mano. Parece estar realmente en apuros. Todos se apartan para dejarle pasar. Las crisis de disentería son frecuentes, y sus manifestaciones urgentes y sin merced. Yo soy objeto de un salvoconducto inesperado cuando un muchacho se planta frente a mí y me hace signos para que vaya directamente hasta la garita sin esperar a que llegue mi turno. Me sorprendo por este favor. Gaston pregunta al niño, que en seguida señala mi muñeca con su dedo: «
Dada
—contesta—, tienes reloj, así que seguro que tienes prisa.» Tengo que atravesar un auténtico lago de excrementos antes de llegar al retrete. El hedor me ataca la garganta. Me parece sublime que la gente conserve su buen humor en medio de tanta abyección. Bromean, ríen. Sobre todo los niños aportan su frescor y la alegría de sus juegos a esta cloaca. Después de las peripecias de la noche, este grupito termina de dejarme K.O.

Sin embargo, esta primera experiencia que comparto sobre el terreno no ha terminado. Llega la hora del aseo. Estas personas que han pasado la noche hacinadas en grupos de diez o doce en un reducto infestado de ratas y de parásitos, renacen a la luz como si fuera la primera mañana del mundo.

Las mujeres logran lavarse enteramente sin desvelar ni una parcela de su desnudez. Desde sus largos cabellos hasta la planta de los pies, no olvidan nada, ni siquiera su sari. Se toman todo el tiempo y el esmero en untar con aceites, pintar y trenzar sus cabellos, antes de clavar en ellos una flor fresca, que han encontrado Dios sabe dónde. Los niños se frotan los dientes con bastoncillos de margosa recubiertos de ceniza, los viejos se limpian la boca con hilo de yuta, las madres despiojan a sus hijos antes de enjabonar vigorosamente sus cuerpecillos desnudos, pese al frío punzante de esta mañana de invierno.

Decidido a dejar que yo descubra solo todas las sutilezas de estas tradiciones, Gaston no me ha contado nada de los ritos de un aseo a la india. Tal como he visto hacer a los hombres, me desnudo, hasta que me quedo sólo en calzoncillos. Cojo el recipiente lleno de agua y un poco de jabón de fabricación local que me ha prestado Gaston, es decir, una bolita de arcilla y de ceniza mezcladas, y me acuclillo en la calleja sobre mis talones, en esa posición típicamente india tan difícil de mantener para un occidental. Me quito los zapatos manchados de excrementos, vierto un poco de agua sobre los pies y comienzo a frotarme vigorosamente los dedos, y entonces el viejo hindú que regenta el
tea shop
de enfrente se dirige a mí, horrorizado.


Brother
, ¡no tienes que lavarte así! Debes comenzar por la cabeza. Los pies los dejas para el final, cuando ya has lavado todo el cuerpo.

Estoy a punto de balbucear cualquier excusa cuando aparece una niña. Reconozco a mi amiga, la exquisita Padmini, la que se levanta todas las mañanas a las cuatro para ir a buscar pedazos de carbón a lo largo de las vías del tren. El espectáculo de este
sahib
medio desnudo que se rocía con agua la divierte tanto que se parte de risa.

—¿Por qué frotas tan fuerte,
Dada
? ¡Si ya estás muy blanco!

Gaston acepta que lo acompañe en su gira matinal. Primera visita: el joven Sabia, cuyos gemidos me han acompañado toda la noche. Su madre nos acoge con una bonita sonrisa. Envía a su hija mayor a buscar dos cuencos de té a casa del viejo hindú de la callejuela y nos invita a penetrar bajo su techo. Un olor a carne pútrida me hace dudar unos segundos bajo el umbral. Luego me sumerjo en la penumbra.

El pequeño musulmán yace sobre un colchón de harapos, con los brazos en cruz, la piel llena de úlceras cubiertas de moscas, las rodillas medio dobladas sobre su torso descarnado. Gaston se acerca con una jeringuilla de morfina en la mano. El niño abre los ojos. Una chispa de alegría ilumina su mirada. Gaston se vuelve y me dirige una sonrisa abrumada. ¿Cómo puede brotar tanta felicidad de este ser martirizado?


Salam
, Sabia —murmura.

—¡
Aleikum Salam
, hermano! —responde el niño con voz débil—. ¿Qué llevas en la mano, caramelos?

Entramos en otro patio interior. Una madre presenta al
Dada
un bebé raquítico con el vientre hinchado. Tiene dos años pero no aparenta más de seis meses, es un pobre ser descarnado. «Cuarto grado de malnutrición», comenta Gaston. Desde su nacimiento sufre tales carencias que sus fontanelas no se han cerrado. Su cráneo, por falta de calcio, se ha deformado y su facies dolicocéfala es impresionante. Dado su grado de malnutrición, la mayor parte de sus células grises probablemente están destruidas.

—Aunque lleguemos a salvarlo —murmura el enfermero suizo, extrayendo de su zurrón un pequeño sobre de harina vitaminada—, siempre será un deficiente cerebral.

Al enterarse de la presencia del
Dada
, una niña corre llevando a su hermanita a caballo sobre su cadera. La niña ha sido víctima de una meningitis que Gaston ha logrado curar, pero se ha quedado disminuida mentalmente. El padre,
coolie
en el Burra Bazar, el Gran Mercado, la madre, todos los hermanos y hermanas, rodean a la pequeña disminuida con tanto amor que Gaston nunca ha podido tomarla consigo para llevarla a un centro especializado. Es una niña fantástica. Gesticula, sonríe, balbucea. También ella es la vida, con «V» mayúscula.

Etapa siguiente: un pasadizo oscuro entre dos cuchitriles, cerca de la mezquita. Acuclillada sobre un
charpoy
, una mujer muy joven escupe desde lo hondo de sus pulmones en un cántaro con manchas de un color rojo oscuro. Sus ojos arden de fiebre. Respira con dificultad. Tuberculosis terminal. Cada mañana, Gaston acude para ponerle una inyección. Le habla. La enferma responde, pero una tos cavernosa interrumpe el diálogo. Dos niños medio desnudos juegan a las canicas a los pies de su cama de cuerdas.

Dos callejas más adelante, Ashu, un niño de once años hecho un ovillo sobre un saco de yuta, espera la visita del Hermano Mayor. Su familia es demasiado pobre para pagar el alquiler de un cuchitril, y por ello ocupa una galería con el techo agujereado. Gaston ha salvado a Ashu de una meningitis tuberculosa. Estaba completamente paralizado. En tres años de tratamiento y de reeducación, el
Dada
le ha enseñado a mover de nuevo los brazos. Cada semana paga el transporte en
rickshaw
hasta un centro especializado cercano a la estación de Howrah. Sueña con que le puedan hacer un trasplante de cadera, ya que la tuberculosis le ha roído los huesos.

Como cada mañana, la peregrinación del apóstol suizo termina en una choza cerca de las vías del tren, la casa de una cristiana leprosa y ciega. La pobre mujer está tan delgada que el esqueleto se le marca bajo su piel apergaminada. Detrás de ella, colgado de un clavo en la pared de adobe, pende un crucifijo y, encima de la puerta, un nicho alberga una estatuilla de la Virgen, ennegrecida por el hollín. ¿Qué edad puede tener esta mujer? Cuarenta años como mucho. Un sexto sentido la ha advertido de la llegada de Gaston. En cuanto oye que se acerca, hace un esfuerzo para levantarse. Con lo que le queda de manos, alisa su cabellera, en un conmovedor gesto de coquetería. Luego prepara un lugar a su lado, golpeteando un almohadón de harapos para que se siente el Hermano Mayor. Es viuda de un empleado del ayuntamiento de Calcuta, y habla un poco de inglés. Sus cuatro nietos duermen en una esterilla desgastada, a los pies de su
charpoy
.


Good morning, Brother!
—exclama, radiante.


Good morning, Grandma!
—responde Gaston, descalzándose—. Hoy he venido a verla con mi amigo Dominique, un escritor francés.


Good morning, Brother Dominique!
—exclama en seguida esta mujer ciega.

Yo también la saludo. Nos hace señas para que nos sentemos cerca de ella. Tiende hacia Gaston sus brazos descarnados, acerca sus muñones a su rostro, los pasea por su cuello, sus mejillas, su frente. Parece como si intentara palpar la vida de ese rostro. Hay más amor en el roce de esta carne torturada que en todos los abrazos del mundo.


Brother
, me gustaría tanto que Nuestro Señor me viniera a buscar… —declara entonces—. ¿A qué espera para pedírselo?

—Si Nuestro Señor quiere que se quede entre nosotros,
Grandma
, es porque todavía la necesita aquí.

La leprosa junta sus muñones en un gesto de oración que no tiene nada de suplicante. Gaston le cuenta nuestra visita al joven Sabia.

—Dígale que rezaré por él.

—Le he traído el cuerpo de Cristo —anuncia entonces el enfermero, sacando de su bolsillo un paño que contiene una hostia consagrada.

La mujer entreabre los labios y Gaston deposita la hostia en la punta de su lengua, después de pronunciar las palabras de la Eucaristía.

—Amén —murmura ella.

Veo como fluyen las lágrimas en sus ojos vacíos. Su rostro se ha iluminado con un gozo intenso.


Thank you, Dada. Thank you, Dada
—repite.

Los cuatro cuerpecillos dormidos no se han movido. Cuando Gaston se levanta para irse, la leprosa eleva hacia él su rosario, en un gesto de ofrenda y de buenos deseos.

—Diga a todos aquellos que sufren que rezo por ellos.

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