India mon amour (14 page)

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Authors: Dominique Lapierre

BOOK: India mon amour
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Aquella noche, Gaston Grandjean anotará en su cuaderno: «Esta mujer sabe que su sufrimiento no es inútil. Afirmo que Dios quiere utilizar su sufrimiento para ayudar a otros a soportar el suyo.» Unas líneas más lejos, concluirá: «He aquí por qué mi plegaria ante esta desdichada ya no puede ser dolorosa. Su sufrimiento es el mismo que el de Cristo en la Cruz. Es positivo, redentor. Ella es la esperanza. Cada vez salgo revivificado del cuchitril de mi hermana, la leprosa ciega. Este barrio de chabolas merecería llamarse la Ciudad de la Alegría.»

¡La Ciudad de la Alegría! Un nombre totalmente surrealista en un contexto de tamañas desdichas, pero tan fuerte que me impulsa a emprender la investigación más desgarradora de mi vida. Gracias, James; gracias, Gaston; gracias, mi querida India por este regalo que desembocará en uno de los libros de los que más orgulloso estoy. Incluso antes de escribir la primera palabra, sabía que se llamaría
La Ciudad de la Alegría
.

Desde luego, será una investigación larga, difícil y a veces dolorosa. Desde el principio, me obliga a adaptarme a situaciones que no he conocido nunca. Me hace descubrir cómo se pueden afrontar circunstancias inhumanas sonriendo; cómo se pueden llevar a cabo trabajos dignos de bestias con tan sólo unas bolitas de arroz en el vientre; estar limpio con menos de un litro de agua al día; encender un fuego en el diluvio de un monzón con una sola cerilla; crear una turbulencia de aire en torno al rostro mientras se duerme durante el tórrido verano. Antes de que me adopten los mártires de este barrio, debo familiarizarme con sus costumbres, comprender sus miedos y sus angustias, conocer sus luchas y sus esperanzas, iniciarme poco a poco en todas las riquezas de su cultura. Entretanto, descubro el auténtico sentido de ciertas palabras: coraje, amor, dignidad, compasión, fe, esperanza. Aprendo a agradecer a Dios la menor bendición, a escuchar a los demás, a no temer a la muerte, a no desesperar nunca. Ésta es, sin ninguna duda, una de las experiencias más enriquecedoras que puede vivir un hombre.

Mi vida cambiará, mi visión del mundo y el orden de mis valores se transformará. A partir de ahora intentaré no dar tanta importancia a problemas que son tales. Encontrar un lugar para aparcar el coche dejará definitivamente de ser una preocupación para mí. Convivir durante meses con gente que no dispone siquiera del equivalente a diez céntimos de euro al día para sobrevivir me permite descubrir el valor de la cosa más nimia. Ya no salgo nunca de una habitación de hotel sin apagar la luz, utilizo hasta el final un trocito de jabón, evito tirar a la basura lo que todavía puede servir o se puede reciclar.

Esta experiencia única también me permite descubrir la belleza de compartir. Durante dos años no me crucé con ningún mendigo en las callejas de la Ciudad de la Alegría. Entre todas las personas que encuentro, ninguna me tiende la mano, ninguna me pide la mínima ayuda. Al contrario, no hacen más que darme. Una de mis preocupaciones es, justamente, impedir que hombres y mujeres que carecen de todo sacrifiquen un último recurso para recibirnos, a mi mujer y a mí, según las costumbres de la generosa hospitalidad india. Mi intérprete me señala un día que una mujer a la que voy a entrevistar se ha quitado la anillita de oro que llevaba prendida en una aleta de su nariz. La ha empeñado a un usurero para comprar un poco de café, unas golosinas y unas galletas para nosotros. Para prevenir este tipo de sacrificios, mi imaginativa Dominique tiene una idea típicamente india. Cada vez que entramos en un patio interior, le pide a nuestro intérprete que diga a todo el mundo que no puedo aceptar nada para beber ni comer, porque es mi día de ayuno. Me asalta el temor de que se inquieten al ver que el Hermano Mayor se priva de alimento tan a menudo. Me equivoco. Debería haber pensado en el Mahatma Gandhi y en la mística del ayuno en la India. Incluso los hambrientos de un barrio de chabolas ofrecen cada semana un día de abstinencia voluntaria a los dioses.

En cambio, lo que no podemos hacer es regresar a Francia sin llevarnos en las maletas la montaña de regalos delicadamente envueltos que hemos recibido de nuestros hermanos y hermanas de la Ciudad de la Alegría. Dos grandes maletas suplementarias apenas pueden contener todos estos testimonios de amor y de generosidad.

Antes de coger el avión hacia París, llevo a Dominique a hacer una última inmersión en las entrañas del mayor desastre urbano del planeta. Un acontecimiento casi tan extraordinario como el primer paso del hombre sobre la Luna acontece en la víspera de nuestra partida: ¡la inauguración del metro de Calcuta! Una empresa titánica que, durante años, ha movilizado a ejércitos de
coolie
s que acampaban como hormigas en las lindes de las obras.

Lo que descubrimos es un rostro insólito, difícilmente imaginable de Calcuta. Vías y andenes son de una limpieza asombrosa. Cada estación está decorada según un tema relacionado con su nombre. Así, la estación Tagore presenta en unos escaparates reproducciones de dibujos y de manuscritos del gran poeta, ese hijo de Calcuta que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Las decoraciones de la estación Maidan se inspiran en temas deportivos, ya que el Maidan es el extenso parque —pulmón de Calcuta— en el que los ingleses antaño celebraban los desfiles de sus tropas y donde hoy decenas de clubes acogen a los deportistas de la ciudad. La estación Park Street muestra en nichos reproducciones de algunas de las más bellas esculturas expuestas en el museo arqueológico vecino.

En los andenes, unos altavoces difunden música india a pleno volumen, entrecortada con recomendaciones en hindi: «¡No escupan! ¡No orinen! Hagan de su metro una joya de higiene y limpieza.» Como en toda la India, lo sagrado está presente. En cada estación, un pequeño altar honra a un dios sobre un trono decorado con pétalos de rosas y lámparas de aceite. En el interior de los vagones, bellamente pintados en azul y amarillo, unos carteles presentan bajo vidrios protectores obras originales de jóvenes artistas bengalíes. Todo viajero puede comprar una. Basta con llamar al número de teléfono que se indica.

Gracias, mi amada India, por haber ofrecido a tus habitantes, tan a menudo abrumados por condiciones de vida inhumanas algo más que un metro: un ferrocarril subterráneo que también es un museo.

Al dejar Calcuta con una veintena de cuadernos llenos de notas, centenares de horas de entrevistas grabadas, dos mil fotos, sé que me llevo la más formidable documentación de toda mi carrera de escritor.

Necesito varios días para volverme a acostumbrar a la calma y a la dulzura del entorno paradisíaco de nuestra casa de Ramatuelle. Cada mañana, antes de comenzar a escribir, para ayudarme a evocar el hormiguero que acabo de abandonar, su ruido, sus olores, sus colores, me proyecto decenas de diapositivas, escucho cintas magnetofónicas de las azarosas vidas que he grabado. Hago sonar el cascabel que me dio mi amigo, Hasari Pal, el conductor del
rickshaw
. Esta voz de los últimos hombres-caballo del planeta simboliza para mí el heroísmo del pueblo de Calcuta. Este cascabel se convertirá en mi talismán. Nunca dejaré de llevarlo en el fondo de mi bolsillo cuando vaya de viaje.

Necesito más de un año para contar la epopeya de coraje y de supervivencia de los hombres, las mujeres y los niños de los barrios de chabolas de Calcuta. Mediante una cena india en un gran hotel de París, mi editor Robert Laffont decide celebrar la aparición de
La Ciudad de la Alegría
. De entrada, anuncio a los mil doscientos libreros e invitados que hemos decidido ofrecer el equivalente del precio de esta velada a los habitantes de la Ciudad de la Alegría, a fin de que ellos también puedan celebrar la publicación del relato de sus vidas. En la India, incluso en el fondo del barrio de chabolas más pobre, todos los acontecimientos felices se celebran, y éste lo es. Esta donación permitirá comprar treinta y cinco toneladas de arroz, es decir, medio kilo por habitante.

La Ciudad de la Alegría
aparece a continuación en España, en Italia, en Holanda, en Gran Bretaña, en Estados Unidos y, finalmente, en otras treinta y una lenguas y ediciones, entre ellas tres versiones en braille para invidentes. En Estados Unidos, el libro recibe el Christopher Award, una distinción que premia obras que pongan de relieve virtudes humanas y espirituales, y cuya divisa reza: «Es mejor encender la llama de una vela que maldecir las tinieblas.»

Aunque estoy convencido de haber narrado una epopeya cautivadora, me sorprende realmente que este relato sobre la vida de los náufragos de una gran ciudad india ascienda tan de prisa al primer lugar de la lista de los libros más vendidos. Se venden nueve millones y medio de ejemplares. Todavía más sorprendente resulta el diluvio de correo que me llega de todos los países. Al final habré recibido más de doscientas mil cartas.

Numerosos mensajes vienen acompañados de un apoyo a nuestra acción humanitaria: cheques, transferencias bancarias y giros postales e incluso bonos del Tesoro. Un sobre llega un día con dos alianzas pegadas con cinta adhesiva a una hoja de papel. «Hemos llevado estos anillos durante treinta años de felicidad —explica un texto sin firmar—. Véndalos. Serán más útiles a los habitantes de la Ciudad de la Alegría que en nuestros dedos.» Este gesto da una ingeniosa idea a Dominique. En lugar de vender estas alianzas, las lleva a la India con otras pequeñas joyas de oro que hemos recibido. Un joyero local transforma el total de joyas en pendientes, brazaletes e incrustaciones para la nariz, al gusto bengalí. Gracias a estos humildes accesorios, podemos ofrecer una modesta dote a jóvenes muy pobres que Gaston conoce. Sin este óbolo, nunca se habrían podido casar.

El éxito del libro me permite responder inmediatamente a numerosas demandas urgentes de ayuda financiera. Un pequeño dispensario, creado en una zona particularmente desfavorecida del delta del Ganges por un antiguo terrorista musulmán convertido por Gaston y que ahora se dedica a la ayuda humanitaria, carecía de todo. Los centenares de tuberculosos esqueléticos que cada día lo asedian se vuelven a ir casi todos sin haber recibido ni cuidados, ni medicamentos, ni ayuda alimentaria. Y sin embargo, el gobierno indio ha proclamado «causa nacional prioritaria» la erradicación de la tuberculosis. Una serie de estudios epidemiológicos establecen que una tercera parte del país padece esta plaga, debida principalmente a la malnutrición y a la falta de higiene. En el campo, en el delta del Ganges, la proporción asciende a casi una de cada dos personas. La enfermedad afecta en primer lugar al padre de familia, y luego a sus hijos y a la madre. Como no existe ninguna infraestructura médica, la plaga es una ganga para curanderos, brujos, pseudofarmacéuticos locales que revenden pociones y medicamentos robados en los hospitales de Calcuta. Para comprar estos medicamentos, los pacientes tienen que hipotecar sus cosechas, luego venderse la vaca, los campos, las chozas, y finalmente arrastrarse a pie hacia Calcuta. Ningún hospital acepta recibirlos. Cuando la «fiebre roja» golpea, la muerte es segura, en un plazo más o menos breve.

El dispensario del antiguo revolucionario quería plantar cara a esta fatalidad. Pero necesita un médico a jornada completa, enfermeros, un laboratorio, un microscopio, un equipo de radiología, una reserva de antibióticos. Le hace falta un edificio sólido, que resista las agresiones del monzón, el ardiente sol, los robos de los ladrones para los que una simple caja de aspirinas representa todo un botín. Mis primeros derechos de autor y las donaciones de mis lectores me permiten satisfacer todas estas urgencias en unos pocos meses. Yo mismo negocio la compra del equipo radiológico con el representante de Siemens en Calcuta. La llegada de esta ultrasofisticada máquina en pleno campo provoca el estupor que habría causado un ovni que cayera del cielo. Para que pueda satisfacer su función, se necesita corriente eléctrica, en realidad mucha corriente. Dado que a esta zona rural todavía no llega este bien, reclamo la instalación de una línea prioritaria al ministro de Energía de Bengala. Mis esfuerzos se pierden en tal laberinto de obstáculos burocráticos que debo recurrir al arma utilizada por Gandhi contra los ingleses. Amenazo al ministro con una huelga de hambre ante la puerta de su despacho. Tres días más tarde, un escuadrón de obreros comienza a plantar los primeros postes y a extender los cables. En diez días, la línea está instalada. Pero todavía falta que las autoridades quieran alimentarla. Una nueva amenaza me permite obtener los primeros kilovatios. Una victoria que Wohab, el antiguo terrorista musulmán, y Sabitri, la joven hindú que administra el dispensario, deciden celebrar realizando allí mismo una primera radiografía. Esta maravillosa imagen muestra sus cuatro manos unidas por los puños, símbolo de la solidaridad interreligiosa, que convierten en el logo de su comité de ayuda. Al cabo de veintiséis años, se habrán examinado dieciséis millones de pacientes, y efectuado millares de radiografías. Más de setenta y cinco mil enfermos contagiosos se habrán curado y la tuberculosis habrá desaparecido de mil doscientos pueblos de la región. Se habrán distribuido centenares de toneladas de harina y otras mercancías de primera necesidad. Se habrán excavado más de quinientos pozos de agua potable y más de mil letrinas, por citar sólo unos pocos ejemplos.

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