—Entonces, ¿podría ser un grupo de sus antiguos estudiantes?
—Bastaría con que hubiera un antiguo estudiante en el grupo. O sólo alguien que hubiera ido a una de sus conferencias. Las daba por todas partes. No sé si esto del Imperio romano aparece en alguno de sus libros. ¿No sería una situación extraña? El consejero de Seguridad Nacional de un presidente que se enfrenta a una guerra civil porque alguien sigue su propia teoría.
—Más o menos tanto como que asesine al presidente alguien que siguió tu plan —dijo Coleman desde atrás.
—Sí. Lo mismo es.
Silencio durante un rato. Entonces Reuben dijo:
—Zaratustra.
—¿Qué? —preguntó Cessy.
—Se lo estoy diciendo a Cole. La contraseña. De mis archivos. «Zaratustra.» Y cuando el software te diga que es un error, teclea «Marduk». —Lo deletreó.
—¿Eres tan paranoico que pusiste dos contraseñas? —le preguntó Cessy.
—Espero no tener que usarlas nunca —dijo Coleman.
—Tengo que confiar en alguien. Y si muero, no quiero que esos datos se pierdan.
Cessy sacudió la cabeza.
—Dioses antiguos de Irán e Irak.
—Zaratustra era un profeta, no un dios.
—Ofrecían niños en sacrificio a Marduk, ¿no? —dijo Cessy.
—Te refieres a Moloch.
—Dioses de la guerra, de todas formas.
—Pero no
mi
Dios —dijo Reuben—. Yo no tomo su nombre en vano.
«Espero que podamos perdonar a nuestros enemigos —pensó Cessy—. Espero que Dios nos perdone por atrevernos a creer que sabemos cuándo está bien matar. Pero si hombres como mi marido no estuvieran dispuestos a hacerlo en defensa de la civilización, entonces el mundo estaría condenado a ser gobernado por aquellos que estuvieran dispuestos a matar para conseguir su propio poder.
»Le explicaré todo eso a Dios el día del juicio. Sé que me está esperando para aclarar el asunto.
»Si envía a estos buenos soldados al infierno por matar a los enemigos de su país, entonces yo iré con ellos.»
No sabes quién es una persona hasta que ves cómo actúa cuando se le da un poder inesperado. No ha ensayado el papel. Así que lo que ves es lo que es.
Cole estaba seguro de que no había habido tantos soldados en Gettysburg y sus inmediaciones desde julio de 1863. E iban ataviados con uniforme de combate: aquello era un campamento armado. Encontraron los primeros puestos de control militar en los cruces de York Springs, y cuatro veces más antes de llegar a la ciudad. La primera vez tuvieron que discutir un poco antes de que les permitieran conservar sus armas.
De pie ante el coche, Cole trató de controlar su temperamento con el joven PM que insistía en desarmarlo.
—Esta mañana he disparado estas armas contra enemigos de Estados Unidos que nos atacaron en nuestro suelo natal. Maté al menos a un soldado enemigo con ellas. ¿Qué ha hecho su arma hoy, soldado?
Pero fue la llamada de Cecily Malich a su antigua jefa, Sandy Woodruff, lo que permitió que pasaran los otros puntos de control sin más retrasos, y armados.
El presidente estaba instalado en la Universidad de Gettysburg, convertida en la sede temporal de la rama ejecutiva del Gobierno de Estados Unidos. Alojaron a Cole y los Malich en un motel que habría sido una sorpresa maravillosa en una aldea en las montañas de Irán, pero donde la familia de Cole hubiese rechazado quedarse en cualquier viaje por el país.
Tenía tan pocas habitaciones que al final Cole tuvo que plantarse ante el obsequioso joven que las asignaba y explicarle que no era hijo de los Malich. Sólo entonces cedió y les ofreció habitaciones separadas.
—Buena forma de hacerte notar —le dijo Reuben antes de desaparecer en su habitación.
Cole sólo tuvo unos minutos para deshacer la maleta y usar el cuarto de baño antes de que llamaran a su puerta. Habían enviado a PMs para escoltarlos (esta vez desarmados, naturalmente) al despacho del presidente.
A Cole le decepcionó un poco que, cuando por fin iba a conocer al presidente de Estados Unidos, fuera al sustituto, no al auténtico. LaMonte Nielson era un poco más bajo que Cole y parecía bastante simpático e inteligente mientras los saludaba. Pero también parecía un poco sorprendido de verlos. Un poco demasiado agradecido de que hubieran respondido a su llamada. ¡Eres el presidente, tío! ¡Pues claro que hemos venido! Pero Cole se guardó su opinión para sí. Ya se había exasperado demasiado aquel día. Sobre todo teniendo en cuenta que sólo estaba en esa habitación por cortesía. Era con Rube y Cecily con quienes quería hablar el presidente. Cole estaba allí sólo para que le estrecharan la mano y le dieran las gracias de manera oficial por sus heroicas acciones bla bla bla.
Sólo que de bla bla bla nada. Nielson les pidió que se sentaran, se apoyó en el borde del escritorio y dijo:
—En el Ayuntamiento de Nueva York ha habido hoy una asamblea extraordinaria: han votado por abrumadora mayoría reconocer la Restauración Progresista como Gobierno legítimo de los Estados Unidos de América.
—¿Bajo coacción?
—Los testigos de la ONU dicen que no hubo ninguna amenaza por parte de la Restauración Progresista.
—A excepción de sus tropas repartidas por todo Manhattan —murmuró Reuben.
—Esto es sólo el principio. San Francisco, Santa Mónica, San Rafael... no puedo recordar todos los santos de California que han aprobado resoluciones reconociendo a la Restauración Progresista.
—Pero eso no tiene valor legal —dijo Cecily.
—Estoy seguro de que el Tribunal Supremo estaría de acuerdo contigo. El fiscal general desde luego lo está. Pero ¿y qué? Los legisladores estatales progresistas de California, Oregón, Washington, Vermont, Massachusetts, Hawai y Rhode Island han declarado todos su intención de exigir un referéndum en esos estados. Hay quienes piden un plebiscito en Minnesota, Wisconsin, New Hampshire, Connecticut, el estado de Nueva York, Maryland y Delaware. Que el pueblo decida, dicen.
—Fracasarán —dijo Cecily.
—Probablemente —contestó el presidente Nielson—. Probablemente el primer intento fracasará. Oh, y no hace falta decir que en todo el Sur y el Medio Oeste y las montañas Rocosas hay líderes políticos exigiendo la inmediata supresión forzosa de toda fuerza política que se pase a los progresistas. Legisladores rurales y de suburbios de muchos de los estados en cuestión han sido... digamos elocuentes en su oposición a cualquier cambio de camisa. Pero ya ven mi situación.
—¿Es leal el Ejército? —preguntó Cecily.
—Piensa en lo que estás preguntando. ¿Leal? Por supuesto. ¿Está dispuesto a disparar contra estadounidenses que no disparen primero? Interesante pregunta. ¿No sería mejor si pudiéramos evitar la lucha?
—Ya ha habido derramamiento de sangre —dijo Reuben—. Y ellos han sido los primeros en matar.
—Fort Sumter —dijo Nielson—. Y si yo fuera Lincoln, pediría 75.000 voluntarios. Pero no tenemos una línea Mason-Dixon tan clara. Eso del estado azul y el estado rojo es engañoso. Si se miran los resultados de las últimas elecciones sobre los mapas de los condados, se ve que la oposición es de zonas urbanas contra zonas suburbanas y rurales. Incluso en los estados del Sur hay zonas metropolitanas más azules que rojas.
—Pero eso se debe al voto negro —dijo Reuben.
—Oh, bien —contestó el presidente Nielson—. Convirtámoslo en una guerra racial además de psicológica. Pero la cuestión es que el Ayuntamiento de la Ciudad de Nueva York ha legalizado esta invasión a posteriori y ahora declara que las Fuerzas Armadas de la Restauración Progresista son la policía y las fuerzas de defensa de toda la ciudad, no sólo de Manhattan. En esas circunstancias, si atacamos u ocupamos cualquier parte de la ciudad de Nueva York, ¿estaremos liberándola o invadiéndola? Cuando disparemos sobre sus Fuerzas Armadas, ¿estaremos matando traidores o abatiendo policías de Nueva York?
—Sé quiénes son los policías de Nueva York —dijo Reuben—. Mataron a tantos como pudieron.
—Es cuestión de percepción. Han orquestado esto a la perfección. Tengo que reconocerlo, aunque me den ganas de llorar por mi país. Proporcionaron armas, planes e información a los terroristas para decapitar a la nación. Nuestros mayores líderes fueron eliminados de un plumazo. Luego un golpe ultraderechista para imponer la ley marcial y suspender la Constitución durante el periodo de emergencia. —Nielson suspiró y se miró los zapatos.
—Un golpe falso —dijo Cole.
—Oh, sí —respondió Nielson—. El general Alton vino a mi despacho y me dijo que él y un gran número de oficiales estaban preparados para cumplir mi orden de imponer la ley marcial. No lo llamó golpe. Me lo dejaba a mí. Pero fui tan ingenuo y tan... ¿cuál es la palabra? Sí, tan estúpido, que ni siquiera capté la amenaza velada: la ley marcial se declararía de todas formas, conmigo o sin mí. Yo era nuevo en esto. Estaba asustado, mal aconsejado. —Nielson rodeó el escritorio y se sentó en la silla presidencial—. Si no hubiera sido por su alocución, capitán Coleman, habría declarado la ley marcial ayer a las nueve de la noche. Los redactores del presidente... oh, supongo que ahora son los míos, ¿no?, estaban preparando un discurso adecuado. Yo estaba a punto de leer el borrador definitivo cuando llegó Sandy y me dijo que encendiera la tele y escuchara en el programa de O'Reilly a uno de los soldados que había intentado impedir los asesinatos.
»Les recordó usted a los soldados su deber. Me recordó a mí el mío. Finalmente vi lo que estaba haciendo Alton. A Dios pongo por testigo, nunca fue mi intención suspender la Constitución. Creía que pendía de un hilo y que podría salvarla. —Se rio amargamente—. No se salva algo cortando el hilo del que pende.
—No hizo usted el anuncio —dijo Cecily—. Eso es lo que importa.
—Es más que eso —respondió Nielson—. Recordé cómo hablaba Alton. Cuando pensé en ello, era una locura, un planteamiento paranoico de los ideales conservadores. Tendría que haberme resultado obvio. Era como una parodia, la versión de la izquierda de lo que es la derecha. Pero verán, yo era un congresista de Idaho. La gente que financia mis campañas habla así. Son los más chalados los que más dan, a veces: la ideología abre la cartera. Llevaba tanto tiempo escuchando sus delirios que no me pareció irracional. Estaba acostumbrado a la locura.
»Bueno, igual pasa con la izquierda —continuó—. Los chalados de ambos bandos han controlado la retórica durante tanto tiempo que la izquierda piensa de verdad que tiene razón cuando llama "mentiras" a simples errores y "conspiraciones" a decisiones tomadas abiertamente. Si uno les preguntara a los concejales de Nueva York si se segregarán de Estados Unidos y harán que la ira del Ejército estadounidense se desate sobre su ciudad responderían que no. Responderían qué demonios, no.
—Está usted hablando de Nueva York —dijo Reuben—. Dirían...
—Sé qué palabras emplearían —dijo Nielson, sonriendo tenso—. Pero yo no las uso. Mire, estos progresistas lo están haciendo a la perfección. Están marcando el tempo. Indudablemente ya tenían gente en el Ayuntamiento dispuesta a impulsar las cosas. No es una coincidencia que haya legisladores y consejeros en todos los estados azules pidiendo que su ciudad o su estado se suba al carro. Creo que ya han contado los votos mientras nosotros dormíamos. Creo que mañana por la mañana nos encontraremos con que Washington u Oregón, tal vez incluso California, dejan de reconocerme oficialmente como presidente de Estados Unidos. Si yo hubiera declarado anoche la ley marcial, estoy seguro de que todos lo hubiesen hecho. Porque yo sería la herramienta de la facción loca de la extrema derecha.
—¿Está diciéndome que se propone no hacer nada? —preguntó Reuben.
—Pienso actuar con cuidado —respondió Nielson—. El Ayuntamiento de Nueva York ha declarado que sus fronteras son pacíficas... y que están abiertas. Todo el que trabaje en la ciudad está invitado a ir a trabajar mañana y, aparte de algunos trabajos de reconstrucción y problemas de tráfico por los daños causados por... —Tomó un papel de la mesa y leyó—: «Causados por la resistencia ilegal de fuerzas reaccionarias.» Aparte de eso, debería ser un día laborable como cualquier otro. Pero cualquier intento de restringir el acceso a la ciudad disparará una respuesta contundente. «Nos defenderemos.»Reuben sacudió la cabeza.
—No puede permitirlo. Si deja que la gente vaya a trabajar, si deja pasar camiones con comida y combustible...
—Si no lo hago, entonces dejaré que estadounidenses completamente inocentes mueran de hambre en mi conspiración fascista para imponer un gobierno teocrático antiecologista... No se me da muy bien su retórica, pero ya sabe a qué me refiero. Recuerde la propaganda que Saddam hizo a costa del embargo, incluso después de que dejáramos entrar ayuda humanitaria en Irak.
—¿Va a dejar que las relaciones públicas determinen el curso de esta guerra? —preguntó Reuben.
—Habla como un soldado —dijo Nielson, sin acritud—. Pero como señalan mis consejeros (y ahora son mis consejeros), ya es una guerra de relaciones públicas. Se trata de ganarse el corazón y la mente de la gente. Si entramos a tiros, puede que ganemos... y puede que no, porque esos reactores que derribaron ayer han hecho que los generales de las Fuerzas Aéreas se meen en los pantalones... Pero ¿qué tenemos? Un enorme porcentaje de la población se considerará oprimida y conquistada. Demostraremos que los progresistas tenían razón y adivine quién ganará las elecciones este otoño.
—¿Cree que el pueblo votará por la misma gente que ha intentado fracturar este país?
—Pero es que no lo están fracturando —dijo Nielson, sonriendo con sarcasmo—. Simplemente están restaurando el Gobierno defensor de los principios que el pueblo votó en 2000, principios que han sido suprimidos durante todos estos años de conspiración ultraderechista y maligna. Esto no es la Guerra Civil. No es la lucha una región contra otra. No hay fronteras. ¿Qué clase de guerra podemos librar si no tenemos zonas seguras? ¿Cómo podemos distinguir, examinando la población local, quién está a favor y quién está en contra de nosotros? ¿Quién es un partidario y quién un saboteador? Y luego piensen en los daños colaterales. Y consideren además cómo están tratando el tema la mayor parte de los medios. Oh, chasquean la lengua por cómo esa mala gente ha tomado Nueva York, pero sus relatos están cargados de admiración por su valor... y por la alta tecnología, y por la «postura pacífica» que adoptan ahora. Naturalmente, todo el mundo pide que se negocie. He recibido tantos mensajes de gobiernos europeos suplicándome que negocie que podría empapelar estas paredes con ellos.