—Ahora sabemos cómo se sienten los israelíes —dijo Cole.
—Excepto que nosotros tendríamos que construir cien muros para separar lo rojo de lo azul —dijo Reuben.
—Por no mencionar —añadió Cole— que habría que decidir qué soldados provienen de ciudades rebeldes.
—Ahora lo entienden —dijo Nielson.
—Entonces, ¿para qué nos ha traído aquí? —preguntó Cecily—. Seguro que no para pedir más consejos.
—Lo que yo necesito —dijo Nielson—, lo que el país necesita, son pruebas. Pruebas de esta conspiración. Y creo que usted las tiene. Mayor Malich, creo que le tendieron una trampa. Pero tengo entendido que puede identificar a quien filtró sus planes de asesinato si tiene la copia que el FBI encontró en el apartamento de los terroristas.
—Creo que puedo, sí, señor.
El presidente Nielson levantó una carpeta de la mesa.
—Esta es una copia del que encontramos. El original tenía sus huellas por todas partes.
—¿Y las de alguien más?
—Las de su secretaria. Pero ninguna más. Es uno de los motivos por los que el FBI recela. ¿Llevaban guantes los terroristas cuando manejaron el papel?
—Debería tener también las huellas de quien lo filtró, y de todos los que lo tocaron antes —dijo Reuben.
—Por eso llegamos a la conclusión de que cuando llegó a manos del filtrador —dijo Nielson—, éste no quiso arriesgarse a estropear o cubrir las huellas de usted. Así que se puso guantes para copiarlo y guardó en una bolsa los originales para que no se les añadieran más huellas.
—Ojalá pudiera decírselo sólo con mirarlo —dijo Reuben—. Pero es DeeNee quien sabe qué versión es cada cual y dónde se envió primero.
—Le ruego que la llame.
—La última vez que lo hice la estaba supervisando muy de cerca la gente que pensaba que era urgente que me arrestaran.
—¿Que lo arrestaran? ¿Quién ha dado esa orden? Les dije específicamente que no le arrestaran.
Todos sabían lo que aquello significaba.
—Es un momento extraño para ser presidente —dijo Nielson—. Nadie sabe quién está con quién. La cosa se dilucidará tarde o temprano, pero ahora mismo necesito pruebas de quién conspiró desde el Pentágono para asesinar al presidente y poner los cimientos para esta tontería de la Restauración Progresista.
Cecily se rio bruscamente.
—Esto se pone cada vez peor. Porque si empezamos a descartar a gente sólo porque sospechamos que simpatiza con los progresistas, sus oponentes en el Congreso y la prensa airearán que está usted haciendo pasar un examen ideológico a los empleados del Gobierno.
—Por eso necesitamos pruebas. Aunque tenga usted que ir al Pentágono para conseguirlas, mayor Malich.
—¿Puedo formar un equipo de mi propia elección? —preguntó Reuben—. También necesitaré una autorización suya dándome plena autoridad sobre todo aquel cuya obediencia requiera para cumplir mi misión. Porque tengo que poder decirle a cualquier general que se plante en mi camino que se vaya al infierno.
—También asignaré a dos agentes del Servicio Secreto para que le acompañen —dijo Nielson—. El Servicio Secreto siempre se ha enorgullecido de proteger incluso a gente a la que desprecia.
—¿Tiene alguna idea de a quién tenían dentro de la Casa Blanca?
—Una del personal no se ha presentado a trabajar —contestó Nielson— Creemos que está ocultándose. Pero sus compañeros dicen que estaba amargada porque su hijo fue herido en Irak hace tres años. Perdió una mano. Le echaba la culpa al presidente. Sospecho que si la encontramos será muerta. Tal vez no supiera que estaba propiciando un asesinato. O tal vez sí. La gente que puede hacernos daño es aquella en quien más confiamos.
—¿Por qué me necesitaba a mil —preguntó Cecily.
—¿Quieres decir aparte de por el hecho de que me hace falta alguien que hable el lenguaje de la izquierda y me ayude a traducir mis declaraciones a una retórica neutral?
—Ya rechacé ese trabajo.
—Esperaba que pudieras ayudarme con el trabajo burocrático —dijo Nielson—. Inmediatamente después de su detención, Steven Phillips, ayudante del CSN, nos entregó sus datos sobre el comercio de armas ilegales que se estaba haciendo a espaldas de la Casa Blanca. Como parte de ese trabajo lo realizó tu marido, me pareció que podrías estar interesada en averiguar quién enviaba qué a quién. Sobre todo puesto que Phillips nos dijo claramente que no sabía nada del asunto y que todo era cosa de Reuben Malich.
—¿Entonces Phillips formaba parte de la conspiración? —preguntó Cole.
—No, es sólo una comadreja burocrática —dijo Reuben.
—Lo cierto es que el veredicto al respecto está todavía en el aire —comentó Nielson—. Que es una comadreja... está más que demostrado.
Todos se rieron. Sólo en parte porque él era el presidente.
—Hay gente mejor que yo para llevar a cabo esta investigación —dijo Cecily—. Tengo niños de los que cuidar.
—No te pido una decisión para toda tu carrera, Cecily —dijo Nielson—. Ni que hagas una elección para toda la vida. La lista de gente en la que confío y que además está capacitada no es muy larga. —Se echó hacia delante—. Por tu país, Cecily Grmek.
—Malich —le corrigió ella.
—Se lo estoy pidiendo a la idealista que solía pensar que podría convertirme en liberal si encontraba los datos adecuados para entregármelos.
—Los chicos no están tan lejos —dijo Reuben—. Cuando las cosas se calmen un poco, tal vez podamos traerlos.
—Además —dijo el presidente Nielson—, el mayor Malich me informará a mí directamente. Sobre esta y todas sus futuras misiones. Si estás aquí, lo verás mucho más.
Cecily asintió, pero Cole vio que todavía estaba indecisa. «Todos hacemos sacrificios en tiempo de guerra», se dijo en silencio. Pero él no estaba casado; no era padre. Para él resultaba más fácil. Su madre lo echaría de menos si moría. Su padre ya había muerto. Sus hermanos... tenían su vida, no los destrozaría si moría. Pero para Cecily y Reuben no era igual. Sin su presencia, sus hijos se quedaban temporalmente huérfanos. Eso nunca es fácil para los niños.
La vida no había sido fácil para Cole tras la muerte de su padre. Y estaban avisados con antelación. Cáncer. Meses de quimio. Luego la noticia de que no había servido, de que todo era cuestión de tiempo. Pudieron despedirse. Pudieron ver cómo la enfermedad consumía su cuerpo y lo roía por dentro hasta que estuvo preparado para marcharse y la muerte supuso un alivio. Fue bastante duro para Cole, sabiendo que su padre le amaba, oírle decir, varias veces: «Estoy orgulloso de ti, Barty, sigue haciéndome sentir orgulloso.»«Papá no pudo evitar morirse. Reuben cumple órdenes. Pero Cecily siente que tiene elección. Por tanto... si abandona a sus hijos durante un tiempo, ¿la hace eso peor o más noble? Me alegro de ser dueño de mi vida —pensó Cole, como hacía a menudo—. Es mejor mi vida que la de nadie que conozco.»
—En cuanto a usted, capitán Coleman —dijo el presidente.
—Oh, yo voy con Reuben —respondió Cole, sin tener en cuenta con quién estaba hablando.
—¿Ah, sí? —preguntó Nielson.
—Estoy en su equipo —dijo Cole—. Soy su mano derecha. Le guste a él o no. Me asignaron.
—Estaba pensando en reasignarlo. Necesitamos un portavoz militar con su...
—Señor presidente, no querrá poner una máquina de luchar como yo delante de las cámaras, ¿verdad? Tiene que volver a ver Acorralado y pensar que articulo mis frases peor que Stallone.
—Rambo no podría haber dicho la frase que acabas de decir —dijo Cecily.
—Ha estado usted de acuerdo en que el mayor Malich formara su propio escuadrón.
Cole miró a Reuben en busca de apoyo, casi esperando que dijera: «Obedece a tu comandante en jefe.»—Tiene razón, señor presidente. Lo necesito más que usted.
—Entonces es suyo. Esta reunión ha terminado.
Cuando salían del despacho del presidente, había varias personas esperando para entrar. Sentado en un banco de madera, sin aspecto de estar ansioso, había un hombre delgado de tal vez unos treinta y cinco años que parecía como si jugara un poco al tenis y nadara otro poco, pero sobre todo con cara de leer libros con aquellas gafas de monturas al aire y de escribir brillantes ensayos con aquellos finos y elegantes dedos. El chico de anuncio que quería ser cada profesor y que cada político deseaba poner en sus carteles. Cole nunca lo había visto, pero no pudo apartar los ojos de él.
El profesor con aspecto de tenista se puso en pie y le tendió la mano a Reuben.
—Soldadito —dijo.
—Profesor Torrent —dijo Rube—. Ahora soy el mayor Malich.
Así que ése era Averell Torrent, la joven estrella de la oficina del CSN que acababa de ser nombrado asesor nacional después del cese de su jefe. El Torrent cuyos ensayos históricos habían creado tanta polémica hacía un par de años. Como por entonces era catedrático en Princeton, Cole había supuesto que escribía historia para liberales, es decir, complicadas explicaciones de por qué todo lo que la Administración republicana hacía estaba mal, con referencias al calentamiento global y la necesidad de negociar en cualquier circunstancia. Por tanto, no lo había leído. Pero Reuben lo conocía y, aunque le había molestado un poco aquel «soldadito» del saludo, lo trataba con más respeto que él al presidente Nielson.
—Así que el presidente le ha enrolado —dijo Torrent.
—Nos ha enrolado a los dos —respondió Reuben, incluyendo a Cecily. Luego señaló también a Cole—. A los tres.
Torrent miró a Cole con cierta curiosidad.
—Un sermón muy convincente en la Fox anoche —dijo.
—Gracias —respondió Cole. Pero pensó: «¿Le ha parecido un sermón?»—Tenemos un armamento muy interesante. Se está fabricando a partir de prototipos para combatir a esos mecas —dijo Torrent—. Sé que es usted un soldado experimentado, pero le van a encantar esas nuevas armas, mayor Malich.
—¿Tienen algo capaz de derribar un tanque bípedo? —preguntó Rube.
—Tenemos una espuma que se seca en dos segundos y no se deshace. Básicamente los pega al suelo como si fuera pegamento. —Torrent sonrió—. Algunos genios en desarrollo armamentístico deben de estar encantados de poder usar este material tan moderno.
—Si es que alguno de ellos no ha tenido la ocurrencia de crear las armas de los progresistas —dijo Rube.
—Tenemos también imanes —continuó Torrent—. Se colocan como minas, y todo lo que sea grande y metálico y esté a menos de seis metros es atraído hacia ellos y no puede soltarse. Y granadas que producen una onda expansiva sin llamarada. Si acierta a esos mecas con una se espachurran. Una maravilla.
—Me alegro de que nuestros soldados tengan algo —dijo Rube—. ¿Han descubierto qué abatió a esos F-16?
—Un pulso electromagnético hiperpotente.
—Eso requeriría tanta energía que la ciudad sufriría un apagón —dijo Rube.
—Piensan que puede ser láser, para conseguir más potencia por kilovatio. Sea lo que sea, ese pulso electromagnético anula los componentes electrónicos que mantienen a esos aviones en el aire.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer, volver a utilizar los aviones de hélice?
Torrent hizo una pausa.
—No es mala idea. Los reactores se quedan atrás para ofrecer cobertura y los pequeños biplanos avanzan, con las ametralladoras disparando. Como para abatir a King Kong.
—Parece que se lo está pasando en grande, profesor —dijo Rube.
—La guerra potencia la inventiva humana hasta su punto más brillante, porque si no ganas tu guerra tu civilización desaparece.
—No está bien citarse a uno mismo —dijo Rube, sonriendo.
—¿Ya había dicho eso?
—No se preocupe. Citar a Averell Torrent hace que todo el mundo parezca más listo.
Torrent le dio una palmada en el hombro y se marcharon pasillo abajo mientras el profesor entraba en el despacho presidencial.
—Así que conoces a Torrent —dijo Cole.
—Me dio tres asignaturas en la universidad.
—¿No es demasiado deslumbrante para ser tan listo y demasiado listo para ser tan deslumbrante? —preguntó Cecily.
—Tiene más ego que una estrella de cine —dijo Rube—, pero al contrario que la mayoría de mis antiguos profesores, tiene cerebro para apoyarlo. Nunca ha servido en el Ejército pero tiene su propia versión de la historia que funciona mejor que la mayoría, y tiene un don para la estrategia. El presidente Nielson no se equivoca al pedirle consejo.
—Pero te irrita —dijo Cole.
—Su trabajo es irritarme. No sé qué le hice para que la tomara conmigo, pero me lo hizo pasar crudo durante tres seminarios y me hizo pasar un calvario en los orales.
—¿Por qué te ha irritado ahora? —preguntó Cole—. Aparte de por llamarte «soldadito».
—Es un caso grave de Winstonchurchillitis. Churchill era el genio de la política mundial, así que Torrent tiene que serlo también. Churchill se volvía loco con cada pieza de tecnología militar que inventaban, así que Torrent tiene que pretender que es un técnico.
—¿No lo es?
—No más que Churchill. No sé por qué finge entusiasmo. Tal vez porque un antiguo asesor del CSN no suele saber tanto de armas de tecnología punta.
Rube se detuvo y agarró a Cessy por los hombros.
—Cessy, el material que hay en mi PDA te facilitará el trabajo. En cuanto vuelva, te lo daré.
—Dámelo ahora para que pueda empezar ya.
—Está en persa —dijo Rube.
—¿Los nombres y las direcciones también?
—No significan nada sin una explicación. Volveré mañana al mediodía. Voy al Pentágono, sacaré a DeeNee y mis archivos, y regresaremos a casa.
—Entonces invierte un minuto en copiarlo todo en otro ordenador —insistió Cecily.
Rube vaciló.
—Cessy —dijo en voz baja—. No sé cómo me hará quedar ese material. En cuanto haya una copia, estará fuera de mis manos. Alguien puede robarlo. Alguien puede filtrarlo.
—Entonces déjame la PDA. La cuidaré mejor que tú. No habrá riesgo de que se te caiga del bolsillo o se rompa cuando otro ejército de mecas entre en Arlington.
—Hay información en ella que puedo necesitar mientras esté en el Distrito de Columbia.
—No vas a separarte de ella por ningún motivo, ¿verdad?
—¿Cómo crees que la he mantenido a salvo durante los dos últimos años? —dijo él con una sonrisa triste—. Cole y yo nos vamos, Cessy. Cuando hables con los niños, recuérdales que tienen un padre y que los quiero.
—Nosotros te queremos también, soldadito.