—Lo más que podemos esperar por ahora es averiguar qué son esas cosas y cómo funcionan.
—Hay que derribar una —dijo Reuben, de acuerdo con Cole.
—Abrirla y sacar al tipo de dentro.
—O los chips informáticos.
—O las ardillas entrenadas.
—Eso significa que tenemos que ir hacia el ruido —dijo Reuben.
—¿No estábamos preparados ya?
Doblaron una esquina y se encontraron no con un meca, sino con tres coches patrulla, unas dos docenas de policías y un par de hombres de paisano que estaban claramente al mando. Uno de ellos vio a Reuben y Cole y al principio les hizo señas para que abandonaran la calle. Luego, cuando Reuben y Cole corrieron hacia ellos, el oficial de policía vio que eran soldados, no civiles.
—¡Gracias a Dios! —gritó con satisfacción el policía—. El Ejército está aquí.
—Lo siento —respondió Reuben—. Sólo somos nosotros dos. Mayor Malich. Capitán Cole.
—Sargento Willis —dijo el tipo de paisano, presentándose.
—Tenemos que derribar a uno de esos mecas para poder abrirlo y ver cómo funciona —dijo Reuben—. A menos que ya lo sepan.
—Nuestras balas ni siquiera rebotan en ellos —confirmó Willis—. Es como si se las tragaran y nos las escupieran.
—No pueden tener un suministro infinito de munición ahí dentro —dijo Cole.
—Estábamos pensando en lanzar los coches patrulla contra ellos y hacerlos caer.
—¿Uno a uno? —preguntó Reuben—. ¿Todos desde la misma dirección?
Willis pareció un poco confuso.
—Supongo que eso nos convierte en los polis tontos de las películas que no saben lo que hacen.
—No están ustedes entrenados para la guerra —dijo Reuben—. Dejen aquí un coche patrulla, pero con las puertas abiertas, para que parezca abandonado. En cuanto el meca pase, que el conductor salga de su escondite y vaya detrás de esa cosa. Mientras tanto, otros dos coches se lanzarán sobre él desde las calles transversales. Tal vez no pueda disparar a los tres a la vez.
—Y tal vez sí.
—Mientras tanto, Cole y yo iremos corriendo y trataremos de encaramarnos a él. No desperdicien balas tratando de dispararle. Tan sólo manténgalo ocupado. Y si tienen un modo de que no haya conductores en los coches, por mí bien. Pero con o sin conductores dentro, tienen que ir directos contra esa cosa.
Un policía que estaba apostado en la esquina gritó:
—¡Ahí viene!
—¿Están conmigo o no? —preguntó Reuben.
—Es mejor que mi plan —dijo Willis.
Reuben y Cole subieron a coches distintos y dieron la vuelta a la manzana para colocarse para la emboscada... si un puñado de niños de tercero que se abalanzan contra un hombre adulto puede considerarse una emboscada. El policía que conducía el coche en el que iba Reuben estaba más que asustado.
—Ese anuncio que emiten... dice que son estadounidenses, ¿es cierto?
—De nacimiento, tal vez —respondió Reuben—. Ahora son criminales. Traidores. Están disparando a policías. Intentan acabar con la autoridad.
—Sí, bueno, no tengo ninguna arma eficaz contra esas cosas.
—Tal vez el coche consiga pararlas.
—Y tal vez me vuelen el culo.
—Podrían volárselo también en una redada antidrogas —dijo Reuben—. Pero no tiene sentido que ustedes mueran luchando contra un enemigo al que no pueden derrotar.
—Un par de nosotros estamos pensando que deberíamos rendirnos.
—¿Ve algún modo de que esa cosa pueda tomar prisioneros? —preguntó Reuben.
El hombre no dijo nada.
—Lo que yo creo es que esas cosas están aquí para matar policías —dijo Reuben—. Cuando los policías estén muertos, entonces serán las dueñas de la ciudad. Así que cuando derribemos a ese cabrón al suelo y saquemos fotos y le saquemos las piezas que podamos llevar, vengan ustedes con nosotros y salgan de Nueva York. Vivan para luchar otro día.
—Tengo familia aquí —dijo el policía—. En Brooklyn, al menos.
—Cuando el Ejército o los marines vuelvan para recuperar la ciudad, necesitarán gente que conozca cada calle y cada edificio. Los necesitamos a ustedes en Jersey, no muertos aquí en las aceras.
El policía asintió. Reuben sabía que en tener un propósito podía haber una diferencia de la noche al día.
El meca había pasado de largo el coche patrulla supuestamente abandonado, porque cuando ya iba por la mitad de la calle el vehículo se detuvo en el cruce, tras él. Reuben acababa de llegar a la esquina, y vio que el mecanismo se volvía para disparar.
Así que salió a la calle tirando al mismo tiempo de la anilla de una granada, que arrojó lo más cerca que pudo entre los pies del meca. El plan era que el meca se volviera y le mirara.
Funcionó demasiado bien. La cosa no sólo se volvió, empezó a correr a grandes zancadas hacia él, disparando. Reuben corrió hacia los coches aparcados, aunque sabía que no le proporcionarían ningún refugio, y se tiró al suelo. Mientras tanto, oyó que el coche patrulla aceleraba detrás del meca. También oyó los coches ocultos en la calle lateral acelerando sus motores.
El meca vio la trampa de inmediato, pero ni siquiera intentó esquivarla. Simplemente, saltó por encima de la capota de uno de los vehículos. Los conductores frenaron y apenas chocaron. Pero desde detrás, el meca empezó a disparar contra los tres coches. Los conductores abrieron las puertas de inmediato, pero antes de que hubieran tenido tiempo de salir Reuben corrió hacia la cosa. Veía a Cole acercándose por el otro lado.
Si el meca los vio no dio ninguna señal de ello. Lo cual podía significar que el operador sabía que no había nada que pudieran hacer dos tipos desde el exterior.
Reuben no necesitó decirle nada a Cole cuando se encaramaron los dos, uno a cada una pata. No había puntos vulnerables en la unión de las patas al cuerpo de la cosa. Qué inconveniente que no hubieran previsto un buen sitio donde colocar una granada que pudiera hacerlo pedazos.
Fue Cole quien tuvo la idea. Se agarró con fuerza a la pata mecánica y balanceó las piernas para apoyar los pies contra la pata a la que Reuben se había subido. Reuben comprendió de inmediato lo que pretendía, e hizo lo mismo, de modo que sus pies empujaron la pata mecánica a la que se sujetaba Cole.
En cuando el meca fue a dar un paso, Reuben y Cole separaron las patas cuanto pudieron. De esa forma cada pata caería de modo impredecible. Todo dependía de lo bien que respondiera al desequilibrio el software que controlaba el proceso de caminar.
Respondió muy bien, pero no lo suficiente. El meca se tambaleó y vaciló, y aunque Reuben necesitó recurrir a todas sus fuerzas para agarrarse, vieron que merecía la pena continuar. En el siguiente paso empujaron de nuevo, y la máquina volvió a tambalearse.
Y entonces otro coche (un vehículo civil esta vez) avanzó recto hacia ellos desde una calle lateral. El meca trató de girar hacia él, pero de nuevo Cole y Reuben empujaron para separarle las patas y falló el blanco.
Como el meca estaba de cara al coche, más o menos, éste le golpeó ambas patas justo cuando Reuben y Cole se balanceaban. Se soltaron a tiempo, cayeron a la calzada y rodaron sobre sí mismos.
El meca cayó al suelo. Pero estaba preparado para eso y empezó a ayudarse con una fina proyección parecida a un brazo que surgió del centro del cuerpo para ponerse de rodillas. No fue lo suficientemente rápido, sin embargo. Ya tenía un policía encima, que extendió un brazo para ayudar a Reuben a auparse.
La escotilla de la parte trasera tenía que ser el punto de entrada, bien para un operario vivo o para los mecanismos de la maquinaria interna. Un teclado de combinación permitía abrirla siguiendo. Pero Reuben colocó un parche adhesivo en el teclado y luego una granada en el parche y tiró de la anilla.
—¡Salte! —le gritó al policía.
Los dos saltaron.
Otro coche golpeó las patas del meca justo cuando la granada estallaba. De nuevo cayó y, aquella vez, la portezuela de entrada ya no tenía teclado sino un agujero del que salía un manojo de cables rotos.
Dentro del agujero Reuben localizó rápidamente un botón de emergencia. No pudo llegar con el dedo hasta el fondo, pero una bala atravesó el agujero y alcanzó el botón igualmente.
Ya podrían abrir el panel de entrada, aunque siguió sin ser fácil.
Un policía estaba justo encima cuando la explosión lo destrozó.
El interior del meca no era más que una masa de metal.
—¿Estaba tripulado? —preguntó Cole.
Reuben no estaba seguro.
—No hay restos humanos dentro. Pero bien podrían haberse quemado. Evaporado. Es lo bastante grande para que quepa un hombre, pero tal vez usan el espacio para la munición. Eso es lo que ha estallado.
Willis se acercó a la base de la cosa.
—¿Han descubierto algo?
—Algo —respondió Reuben—. Por mucho que descubramos, sargento Willis, quiero sacar a sus muchachos de esta ciudad inmediatamente.
—Nuestro deber está aquí.
—Su deber es guiar a nuestros chicos o a los marines cuando vengan a recuperar esta ciudad —dijo Reuben—. Y ahora mismo eso significa que su trabajo es permanecer vivos y salir de esta isla.
Willis podría haber tardado un buen rato en tomar la decisión, pero cuatro mecas aparecieron por los extremos de las cuatro calles.
—Mierda —dijo—. Saben que nos hemos cargado a su compañero.
—¡Por aquí! —gritó Cole. Ya había cumplido con su deber, que era buscar rutas de escape.
En este caso, eso significaba bajar corriendo por las escaleras de metro de la esquina.
—¡Cúbranme! —gritó un policía, y un par de ellos empezaron a disparar al meca que se acercaba a las escaleras del metro.
—¡No se puede cubrir a nadie! —chilló Reuben—. ¡Nuestras balas no les hacen nada! ¡Corran y bajen aquí!
Sólo un hombre fue alcanzado camino del metro, de tanta consideración que Reuben tuvo que arrastrar al policía que intentaba volver para recuperarlo.
—¿Funcionan las líneas? —le preguntó Reuben a Willis.
—Todas detenidas. Y todos los puntos de entrada a la ciudad cerrados desde el otro lado.
—Y el tercer raíl... ¿tendrá energía o no?
—No lo sé —dijo Willis.
—Entonces, será mejor no tocarlo —dijo Reuben—. Queremos llegar al túnel Holland. ¿Por dónde hay que ir?
—El metro no llega hasta allí.
—Pero ¿vamos por aquí o por allí para llegar a la próxima estación? O la siguiente. ¿Hay algún modo de llegar a la superficie que no sea por la boca de una estación?
—No al que yo tenga acceso —dijo Willis—. Por aquí.
Bajaron hasta las vías y echaron a correr. Las luces de emergencia apenas iluminaban lo suficiente para ver dónde ponían los pies.
Reuben sacó su teléfono. No había barras indicativas.
—¿No tengo cobertura porque estoy bajo tierra o porque están interceptando las señales?
—Hay cobertura en el metro —dijo Willis—. Así que están interceptándolas.
—Lástima —comentó Reuben—. Iba a llamar pidiendo apoyo aéreo.
—No puedo creer que ese apoyo no haya llegado todavía.
—Es posible que las Fuerzas Aéreas no sepan nada todavía. ¿Qué hora es, las seis y media de la mañana? Si nadie en Nueva York puede llamar, ¿se ha informado siquiera de la situación?
—¡Una cosa así no se puede mantener en secreto! —dijo Willis.
—No eternamente. Pero durante una hora, tal vez sí.
Llegaron a otra estación.
—No —dijo Reuben—. Estarán esperando en ésta. Pueden moverse por arriba al menos tan rápido como nosotros por aquí abajo. Continuemos.
Siguieron hasta la siguiente. Y la siguiente. Ya estaban más allá del túnel Holland. Tendrían que retroceder.
Subieron las escaleras hasta la superficie e inmediatamente corrieron hacia una calle lateral para no ser vistos desde las avenidas. Tuvieron suerte. No había mecas apostados para observarlos.
—Si tuvieran quinientas cosas de éstas podrían cubrir toda la ciudad —le dijo Reuben a Cole—. No tienen tantas. Ni de lejos.
—No me sorprende —respondió Cole—. ¿Cuánto crees que puede costar fabricar una? ¿Dos millones? ¿Seis?
—¿Te refieres al coste real o a lo que le cuesta al Pentágono?
—Al coste de Microsoft.
—No son un producto Microsoft —dijo Reuben.
—Los han desarrollado en secreto.
—Sí, pero no se cuelgan.
Willis conocía el objetivo y conocía las calles. Nunca había sido soldado, pero era comandante, y bueno. Sus hombres lo seguían sin discusión. Lo mismo hicieron Reuben y Cole. Sigues al tipo que sabe lo que hace.
Cuando llegaron a un puñado de barreras de hormigón, cerca de la entrada del túnel, el mando de Willis pasó a Reuben y Cole.
No había ningún meca protegiendo el acceso al túnel, pero sí media docena de hombres con uniformes parecidos a trajes espaciales. El casco les cubría la cabeza entera, incluida la cara.
—Apuesto a que esos cascos son transparentes desde dentro —dijo Cole.
—Con un dispositivo estabilizador y localización automática de blancos y fuentes de calor —dijo Reuben.
—Y Tetris —dijo Cole.
—Vamos a matar a esos tipos —ordenó Reuben. No podían tomar prisioneros. Necesitaban sigilo—. Excepto al último, para interrogarlo.
—Seguro que llevan blindaje corporal.
—Que seguro que sus armas pueden atravesar.
—Ellos sólo tienen que atravesar el nuestro.
—No son superhombres. La armadura es pesada y da calor. Si es realmente segura, sin aberturas, se freirán en un caluroso día de junio como va a ser éste. —Reuben señaló a uno—. Tuyo. Trata de no hacer mucho ruido.
—Probablemente se comunican entre sí continuamente.
—Pues entonces... ni un suspiro.
Era una cuestión de sigilo. Y el sigilo implicaba paciencia además de silencio. No hacer ningún movimiento súbito que pudiera captar con el rabillo del ojo un soldado enemigo que los tuviera ligeramente en su campo de visión.
Trató de imaginar quiénes podían estar dentro de aquellos trajes. ¿Novatos que nunca habían combatido? ¿Veteranos de Oriente Medio, hartos del Gobierno y ansiosos por servirse de su entrenamiento para derrocarlo? ¿Iba a enfrentarse a un colado por la X-Box de Seattle o a una máquina de matar de Fort Bragg?
A algo intermedio. Tenía muy buenos reflejos: en el momento en que sintió las manos de Reuben sobre él empezó a moverse. Pero no lo había visto llegar. Una máquina de matar no habría estado nunca tanto tiempo sin repasar el campo de visión.