Ante él estaba la cabina de entrada al parque. Había un coche junto a ella, cuyo conductor charlaba con el guardia forestal. Cole se acercó a toda velocidad. El forestal lo vio venir y salió corriendo, gritándole que se detuviera. Cole no lo hizo. Rodeó la cabina por el otro lado. No necesitó mirar por el espejo retrovisor para saber que el forestal ya estaba al teléfono pidiendo los refuerzos que pudieran pedir los forestales, fueran cuales fuesen. Eso estaba bien. Porque dentro de un momento usaría esa misma conexión telefónica para decirle a quien fuera que había mecas y aerodeslizadores persiguiéndolo a toda mecha.
Durante un enloquecido momento pensó en aquellos dos soldados que se habían quedado en la rampa de acceso a la avenida de Connecticut. Bajarse de aquel jeep había sido el acto más afortunado de su vida.
Cole no se molestó en aparcar bien. Agarró el chaleco Mollie y el M—240 porque, aunque era inútil contra los mecas, le serviría contra cualquiera que se bajara de un aerodeslizador.
Se adentró en el bosque, al principio siguiendo el sendero, aunque no tardó en abandonarlo. No quería que lo atraparan en el mirador.
En efecto, los malos trataron de seguir con sus aerodeslizadores por el sendero hasta el mirador. Sólo cuando vieron que Cole no estaba allí se detuvieron, posaron los vehículos en el suelo y se apearon. Los mecas probablemente todavía subían por la carretera. Así que allí estaban Cole, su M-240 y, si había contado bien, ocho tipos. A menos que hubiera otros dos que se habían quedado atrás y se acercaban a pie.
Porque inicialmente había contado diez. Debía tener en cuenta la posibilidad de que hubiera tipos malos detrás.
El problema era que una ametralladora resulta más útil contra una masa de hombres. No es un arma apropiada para abatir enemigos uno a uno. Y si se acercaba lo suficiente para usar una pistola, lo vencerían por simple superioridad numérica.
Pero mientras se apeaban de sus aerodeslizadores todavía estaban lo bastante juntos. Cole preparó el arma y abrió fuego. Ráfagas cortas, para racionar la munición, porque no tenía mucha.
Estaba seguro de que había abatido a cuatro y tal vez herido a otro. Pero a partir de aquel momento, el M-240 era inútil. Tenía que llegar al río, donde el fuego de cobertura del jeesh de Reuben sería su única protección mientras lo cruzara.
Llegar al borde del acantilado no le fue difícil. Bajar por su cara tampoco. Había intentado localizar el punto más estrecho para cruzar las veloces aguas de la catarata. Desde arriba, no parecía demasiado difícil. Desde abajo parecía imposible. Porque los peñascos no formaban dos convenientes superficies planas. Eran lisos e irregulares y aunque posiblemente podría saltar con facilidad, no tendría nada a lo que agarrarse al otro lado. Era muy probable, casi seguro, que se hundiría en el agua y sería arrastrado por los rápidos, y que los pedazos de su cuerpo acabarían saliendo a flote en las aguas tranquilas, corriente abajo.
Oyó el golpeteo y el gemido del fuego abierto desde el lado de Virginia. Los chicos habían llegado, incluso pagando cinco pavos por coche.
Pero eso no garantizaba que alguien en el lado de Maryland no pudiera alcanzarle con un disparo mientras no estuviera a cubierto, en las rocas.
Una rápida oración. Y luego, una rápida súplica a Rube: «No sé si dan tan rápido el título de ángel, pero si puedes, cuida de mí. Tengo tu PDA y Cecily la necesita.»No había más que correr y saltar. Así que corrió. Y saltó.
Y aunque resbaló un poco, continuó con decisión y no tuvo más que dar otro salto y luego otro que fue casi un paso y se halló en la gran isla central.
Era peligroso. Pero los chicos estaban haciendo un buen trabajo conteniendo el fuego de los francotiradores.
Y, de repente, dejaron de disparar.
Porque ya no lo defendían de francotiradores. Los mecas estaban salvando tranquilamente las brechas que Cole había tenido que pasar dando saltos. Y el fuego desde Virginia era inútil contra ellos. Lo sabían. Y como los malos también lo sabían, ya no se exponían. «Que los mecas lo hagan», estaban pensando seguramente.
El móvil de Cole sonó.
Se atrincheró en una depresión en la roca, tratando de no ofrecer ningún blanco a los mecas que se acercaban. Por fortuna, los mecas no estaban diseñados para caminar sobre un terreno tan accidentado. Uno incluso resbaló. Les estaba costando trabajo avanzar. Pero tarde o temprano llegarían a su escondite, que ya no sería tal escondite, y sería hombre muerto.
—¿Diga? —respondió.
—¿Hay algún modo de derribar a esos mamones? —preguntó Drew.
—Un AT-4 o dos hombres separándoles las patas mientras dos coches los embisten.
—Nadie está dispuesto a quedarse sin coche —dijo Drew—. Pero espera, llegan refuerzos.
—¿De quién? El Ejército no sabe que estoy de su parte.
—Piensa, Cole. Nuestro bando no tiene esos mecas. Cada vez que los vemos, está bien matarlos.
Pasaron unos minutos y los Apaches aparecieron río arriba. No tenían ninguna arma de pulso electromagnético aquella vez: ¿de dónde habrían sacado la energía? Los mecas ni siquiera intentaron escapar. Les había resultado tan difícil llegar hasta allí que ya no había vuelta atrás. Apuntaron contra los helicópteros pero antes de que estuvieran a su alcance, los misiles que les dispararon desde el cielo a modo de saludo pusieron fin a la conversación.
Cole se incorporó y agitó las manos. Sabía que era imposible que aterrizaran allí. Era más seguro para ellos marcharse antes de que los tipos de los aerodeslizadores, si quedaba alguno, probaran algunos de sus cohetes antitanque para ver si podían derribar un helicóptero.
Así que Cole estaba solo en su intento de llegar al punto más cercano del lado de Virginia.
Arty y Mingo habían bajado hasta ese punto. ¿Creían acaso que iban a poder agarrarlo?
No. Le lanzaron una cuerda.
La agarró. Se la ató alrededor del cuerpo, bajo los brazos. Mingo se la pasó por la espalda, se sentó y se preparó. Si Cole caía al agua, podrían izarlo, preferiblemente antes de que se destrozara contra las rocas.
Cole saltó.
Cayó al otro lado.
Arty lo agarró por la muñeca y Cole ni siquiera se mojó.
Arty y Mingo le ayudaron a llegar al mirador.
—Buen trabajo —les dijo.
—También tú —respondió Arty.
Drew esperaba arriba. Hizo el gesto de apagar su móvil. Cole alzó el suyo y puso también fin a la llamada.
—¿Lo sabe Cecily? —preguntó Load.
Cole asintió. Se acercó tambaleándose a la barandilla y se quedó allí, apoyado, temblando por la adrenalina, y se echó a llorar. Decidió que no era por la situación por la que acababa de pasar, ni por el miedo, ni porque hubiese matado a un puñado de hombres en Rock Creek Canyon y allá, en el lado de Maryland del parque.
—Sólo hacía tres días que lo conocía —dijo.
—Causa impresión —dijo Load en voz baja. Uno a uno le dieron una palmada en el hombro. Y esos amables contactos fueron suficientes para reanimarlo. Para calmarlo. Regresó con ellos por el sendero, rodearon el puesto forestal, sin prestar atención a los civiles ni a los guardas forestales que Benny, armado hasta los dientes, tenía bajo custodia.
—Gracias por su cooperación —dijo Benny—. Me alegra decirles que la operación ha sido un éxito. Pueden volver a lo suyo.
Dicho esto se unió a los demás camino de los coches.
También sirven los que sólo están sentados y escriben a máquina.
Fue gracias a la PDA de Reuben que Cecily superó el primer mes de viudez. Registrar los envíos y las transacciones financieras, seguir las pistas, buscar pautas, localizar entidades corporativas, pasar nombres y pistas a agentes del FBI y la DIA: era una enorme telaraña en la que las notas de Reuben, como gotas de rocío, revelaban dónde tenían que estar los filamentos por lo demás invisibles.
La tarea urgía y se trataba de las notas de Reuben. De las palabras de Reuben. Era su pista lo que ella seguía. Todos aquellos días en que él había viajado en misiones que no podía contarle, todos aquellos viajes al extranjero y por todo el país, todas aquellas noches en que ella notaba que estaba preocupado y, sin embargo, sabía que no podía hablar del tema. Se lo estaba diciendo todo.
Mientras tanto, la tía Margaret había llevado a los niños a Gettysburg y se había quedado con ellos.
—Soy una vieja viuda —dijo—. Sé lo duro que es. Necesitas a los niños cerca y también necesitas perderte completamente en algo que no sea tu familia. Así que aquí estoy y aquí me quedaré mientras tú salvas el mundo.
No era el mundo lo que Cecily estaba salvando. Tal vez fuese Estados Unidos. Tal vez fuese a ella misma.
Pero una cosa era segura. No iba a salvar la reputación de Reuben. Era imposible que él no se hubiera dado cuenta de que sucedía algo raro. Demasiadas cosas de las que hacía las hacía dentro de las fronteras estadounidenses. La mayoría de los envíos iban de una ciudad portuaria a otra, así que podía mantenerse hasta cierto punto la pretensión de que aquellos cargamentos de armas estaban destinados a ultramar. Pero ¿quién hubiese traído armas de China o de Rusia a Estados Unidos para enviarlas a grupos de guerrilleros proestadounidenses de Irán o Sudán o Turkmenistán? Reuben tendría que haberse preguntado al menos si algunas de aquellas armas, o todas, iban a ser usadas en casa.
Y por eso había escrito las notas en la PDA y por eso era tan reacio a entregársela a nadie. Porque sabía que algo peligroso se estaba cociendo y que él estaba colaborando... Sin embargo, creía que lo estaba haciendo por un presidente al que admiraba y en quien confiaba, y por eso había actuado como un buen soldado y hecho lo que se le había ordenado. No obstante, si las cosas iban mal, quería tener una pista de papel (bueno, una pista digital) que alguien pudiera usar para destapar la trama. Reuben nunca había necesitado archivos como aquéllos. Había entrenado su memoria como un jesuita. Así que estaba dejando pruebas deliberadamente.
Sabía que sólo estaba dudando de la integridad de la gente a la que servía. Si se equivocaba, entonces estaba sirviendo a traidores y no podría decir que nunca se le había ocurrido tal cosa. Todo lo que pudo hacer fue asegurarse de que la confesión completa estuviera en la PDA. La prueba para desentrañar lo que les había ayudado a hacer.
«Si por lo menos hubiera hablado conmigo», pensaba ella una y otra vez.
Y casi siempre se respondía: «¿Qué sabía yo? ¿En qué podría haberle aconsejado? Por supuesto, cautela, sí: soy la mujer que abandonó su carrera política para criar a una familia. Elijo la seguridad. Eso es lo que hago. Pero también amaba a Reuben. Todavía lo amo. Y sabía lo triste que se hubiera sentido al apartarse de algo que podía estar al servicio de una causa y de un presidente en los que creía.»Muy poca gente parecía creer en ese presidente y, sin embargo, Reuben estaba seguro de que seguía el rumbo correcto. ¿Qué le hubiese podido aconsejar ella por tanto? ¿Que renunciara? ¿Que lo denunciara?
Y... ¿podría haber renunciado? Ya no cabía duda: había estado trabajando para y con asesinos y traidores. ¿Le habría dejado marchar, si ella se lo hubiera aconsejado? No. Había demasiado peligro de que los denunciara: lo hubiesen asesinado. Y Cecily se hubiera pasado el último año consolando a sus hijos sobre el aparente suicidio de su padre. O su accidente de tráfico. O cualquier método usado para eliminarlo.
Las cosas habían sucedido como habían sucedido. Reuben había aceptado la mano que le había tocado en la partida y apostado a ella. Apostado su vida.
«No importa lo que los demás puedan pensar de las decisiones que tomó, yo conozco su corazón. Sé que él estuvo dispuesto a sacrificarlo todo por la causa de la libertad, en apoyo de aquellos que creía que luchaban también por ella. Veía la historia a largo plazo. Le preocupaba el mundo que heredarían sus nietos. Despreciaba a aquellos que sólo pensaban en sí mismos, en su ventaja inmediata. Da igual lo que yo le hubiera aconsejado porque él habría hecho lo que hizo. No podría haberlo cambiado.»No lo hubiera intentado.
Así que derramó lágrimas sobre su trabajo, pero siguió trabajando.
El jeesh de Reuben iba y venía de la Casa Blanca de Gettysburg, como la llamaban los medios de comunicación. Ya conocía a todos por su nombre de guerra: Cole, no Coleman; Load, no Lloyd. Mingo, Benny, Cat, Babe, Arty, Drew. Hombres muy jóvenes cuando se habían hecho soldados convertidos en veteranos curtidos.
LaMonte conocía si alguien valía en cuanto lo veía. Tenía a ocho soldados extraordinariamente buenos cuya lealtad ya había sido puesta a prueba. Se los mandó a su consejero de Seguridad Nacional y Averell Torrent los usó para misiones que requerían destreza y rapidez. Tomar esto. Destruir aquello. Salían en grupos de dos o de tres, a veces de uniforme, a veces de paisano, a veces armados hasta los dientes en helicópteros de combate, a veces en vuelos domésticos sin ninguna arma.
Buscaban a los agentes de la Restauración Progresista y los seguían hasta donde guardaban sus armas o sus fondos. Las armas eran para eliminar oponentes de la Restauración Progresista en estados clave, como las usadas en el intento de matar a Cole, o para defender estados o ciudades que se habían pasado al bando rebelde. Los fondos iban a ser usados para sobornar a legisladores, gobernadores, alcaldes y concejales que necesitaban un poco de ayuda para tomar sus decisiones.
Algunas de sus pequeñas victorias fueron mantenidas en secreto; otras, sin embargo, las anunció Averell Torrent ante las cámaras. Cessy no tardó en darse cuenta de que la publicidad que se daba a sus acciones dependía de si morían rebeldes desarmados. Derribaban un meca o hacían volar un aerodeslizador y Torrent aparecía en las noticias, diciendo con calma y seguridad al pueblo estadounidense que había habido un intento de asesinar a un oficial leal, pero que la violenta Revolución Progresista y sus aterradoras armas habían sido detenidas en seco.
Pero si los muertos no eran hombres con chaleco blindado o de los que iban en las nuevas máquinas, entonces el acontecimiento no tenía ninguna repercusión. Era cuestión de hacer cumplir la ley local. Si alguien advertía que las víctimas habían sido simpatizantes de la causa de los rebeldes, su muerte se atribuía a vigilantes derechistas locales.
El resultado fue que la Administración de LaMonte conservó su imagen de ser infinitamente paciente y de sólo emprender acciones para proteger vidas estadounidenses de los ataques de los rebeldes. Y la gente se acostumbró a ver a Averell Torrent como la voz calmada y tranquilizadora de la moderación, que actuaba remiso cuando se veía forzado a ello por los enemigos de la paz y la libertad, pero que pedía simplemente a los estadounidenses que confiaran en la democracia y no se dejara arrastrar por la violencia de la Restauración Progresista.