Historia del Antiguo Egipto (74 page)

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Authors: Ian Shaw & Stan Hendrickx & Pierre Vermeersch & Beatrix Midant-Reynes & Kathryn Bard & Jaromir Malek & Stephen Seidlmayer & Gae Callender & Janine Bourriau & Betsy Brian & Jacobus Van Dijk & John Taylor & Alan Lloyd & David Peacock

Tags: #Historia

BOOK: Historia del Antiguo Egipto
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En general, la impresión creada por nuestras fuentes es que el régimen persa en Egipto estuvo lejos de ser opresivo y que bastantes egipcios consiguieron aceptarlo. De hecho, hay pruebas innegables de una lenta egiptización por parte de los propios conquistadores. No obstante, existen zonas donde es evidente que podían surgir tensiones. Aunque el gran rey podía presentarse por motivos ideológicos como faraón, se trataba de un señor absentista asentado en Irán que no podía dejar de ser visto por muchos como un faraón simbólico. En segundo lugar, la conquista de los persas no disipó las ambiciones que tenían muchos dinastas nativos de gobernar el país, los cuales estarían acechando cualquier oportunidad para conseguir la independencia egipcia y, con ella, sus propias ambiciones. Además, la xenofobia egipcia, destacada por Heródoto en el siglo V a.C., difícilmente habría fomentado la integración entre egipcios y persas, lo cual podía agravarse por causas religiosas, como atestigua un episodio sucedido durante el reinado de Darío II (424-405 a.C.) que implicó a mercenarios asentados en Elefantina y a la población local. Un sacerdote del dios Khnum, con cabeza de carnero, se enfrentó a los mercenarios judíos, disputa que terminó con la destrucción del templo de Iao (Yahvé). Con este ambiente, no es de extrañar que el Primer Período Persa se viera salpicado por diferentes revueltas. No obstante, todos estos esfuerzos quedaron en nada hasta c. 404 a.C., cuando el joven Amirtaio alzó con éxito la bandera de la insurrección para inaugurar el último período extenso de independencia con soberanos nativos del que disfrutaría la civilización egipcia.

La independencia egipcia (404-343 a.C.)

La mayor parte de la detallada documentación de la historia política y económica de este período procede de fuentes griegas, lo cual significa inevitablemente que refleja el interés de los observadores y lectores grecolatinos. Presentan una convincente imagen de la época como dominada por dos aspectos recurrentes: inestabilidad en el interior y en el exterior el sempiterno espectro del agresivo poder persa. Este oscuro panorama de lucha intra e interfamiliar entre los aspirantes al trono emerge con gran claridad en el caso de la XXIX y la XXX Dinastías. En la turbia historia de estas dos familias nos encontramos con una situación que sólo podemos sospechar para períodos anteriores de la historia egipcia, pero que estamos seguros que no fue infrecuente bajo el milagro ideológico que dejan ver las inscripciones. Los comentaristas grecolatinos, que escribían desde un punto de vista completamente distinto, revelan sin reparos la compleja interacción de unas ambiciones personales libres de factores ideológicos o de lealtad, mediante las cuales las figuras políticas con ambición aprovecharon la mínima oportunidad de medrar proporcionada por los intereses sectarios de la clase guerrera egipcia, los capitanes mercenarios griegos y, de forma menos evidente, el sacerdocio egipcio. Para la XXIX Dinastía la documentación está lejos de ser completa, pero demuestra de forma inequívoca que casi todos los soberanos tuvieron un reinado corto que, con la única excepción de Hakor (393-380 a.C.), terminó con todos ellos depuestos y en ocasiones peor parados. Las fuentes clásicas son especialmente reveladoras respecto a la dinastía siguiente. Casi con seguridad, su fundador, Nectanebo I (390-362 a.C.), un general aparentemente miembro de una familia de militares, llegó al trono como resultado de un golpe de Estado y difícilmente nos equivocaremos si sospechamos que esta experiencia hizo que nombrara corregente a su sucesor Teo (362-360 a.C.) antes de fallecer, para así aumentar las posibilidades de una sucesión familiar tranquila. Al final todo quedó en nada, porque Teo fue depuesto en unas circunstancias de las que se nos informa muy gráficamente. De hecho, nada puede darnos una imagen más informativa del tono político de la época que la versión de Plutarco sobre los acontecimientos:

Entonces, habiéndose unido a Tacos [Teo], que estaba realizando los preparativos para su campaña [contra Persia], él [Agesilao] no fue nombrado comandante de toda la fuerza, como esperaba, sino sólo puesto al mando de los mercenarios, mientras que Cabria el ateniense fue puesto al cargo de la flota. El propio Tacos era el comandante en jefe. Esto fue lo primero que vejó a Agesilao; entonces, como encontraba la arrogancia y vanas pretensiones del príncipe difíciles de soportar, se vio obligado a aguantarse. Incluso navegó con él contra los fenicios y, dejando a un lado su sentido de la dignidad y sus instintos naturales, mostró deferencia y sumisión, hasta que encontró su oportunidad. Nectanabis [el futuro Nectanebo II], que era primo de Tacos y mandaba parte de las tropas, se rebeló y habiendo sido proclamado rey por los egipcios y habiendo enviado una súplica de ayuda a Agesilao, hizo la misma llamada a Cabrias, ofreciendo a ambos hombres grandes recompensas. Tacos supo de ello y les rogó que se quedaran junto a él, con lo cual Cabrias intentó mediante la persuasión y la exhortación que Agesilao se mantuviera en buenos términos con Tacos. […] Entonces los espartanos enviaron un mensaje secreto a Agesilao, ordenándole que hiciera lo que fuera mejor para los intereses de Esparta, de modo que Agesilao cogió a sus mercenarios y se fue al lado de Nectanabis. […] Tacos, abandonado por sus mercenarios, tuvo que huir, pero mientras tanto otro pretendiente se levantó contra Nectanabis en la provincia de Mendes y fue declarado rey.

(Plutarco, Vida de Agesilao, 36-39)

La documentación egipcia, aunque no es copiosa, nos proporciona imágenes fascinantes de cómo se consideraban a sí mismos estos gobernantes nativos. Si nos detenemos en las titulaturas de los soberanos de la XXIX Dinastía, nos encontramos con que Neferites I tiene un nombre de Horus tomado del de Psamtek I y un nombre de Horus de Oro tomado del de Ahmose II, mientras que Hakor utiliza el nombre de Horus y nebty de Psamtek I y el nombre de Horus de Oro de Ahmose II. Todo ello demuestra de forma inequívoca que ambos faraones estaban decididos a asociarse con los grandes soberanos de la XXVI Dinastía, la más reciente «edad de oro» de la historia de Egipto.

El servicio a los dioses también es un rasgo recurrente: Neferites I ha dejado rastros de su trabajo en Mendes, Sakkara, Sohag, Akhmin y Karnak (donde su hijo Psammuthis también estuvo activo), mientras que se han identificado operaciones constructivas de Hakor en todo el país. Durante la XXX Dinastía, los esfuerzos fueron especialmente espectaculares: Nectanebo I construyó en Damanhur, Sais, Filé, Karnak, Hermópolis (donde resulta significativo que erigiera una estela delante de un pilono de Ramsés II) y Edfu, y poseemos pruebas de que Nectanebo II participó personalmente en el entierro de un Apis en Sakkara, así como de su papel en el ascenso de categoría del toro Buquis de Armant al mismo nivel que el toro Apis de Menfis; también hay inscripciones de actos piadosos para Isis de Behbeit el Hagar, para la cual comenzó a construir un templo enorme. El cinismo de los estudiosos modernos les ha llevado a afirmar que estas actividades son en gran parte resultado de su decisión de conservar el apoyo de los sacerdotes, en lo cual seguramente hay algo de verdad, pero sería un error negar también la presencia de un genuino fervor religioso. En la estela de Hermópolis de Nectanebo I se reafirma la tradicional relación recíproca entre los dioses y el rey: el dios hace ofrendas a Thoth y Nehmetawy como contraprestación por el apoyo que cree que éstos le dieron cuando se hizo con el control de país; el rey también realiza la afirmación tradicional de que sus trabajos en el templo restauraron lo que había encontrado en ruinas; en otras palabras, está reafirmando la doctrina del papel «cosmizador» del faraón. En la estela de Náucratis de este mismo soberano lo encontramos atribuyendo su éxito a Neith, la gran diosa de Sais (de nuevo una afinidad con la XXVI Dinastía), insistiendo en que la riqueza es un don de la diosa y haciendo hincapié en que está preservando lo que sus antepasados habían hecho. No hay razón para sostener que estos antiguos conceptos habían perdido nada de su fuerza a la hora de motivar a un soberano o para negar la sinceridad de la gratitud expresada correspondiendo a la munificencia de los dioses.

En cuanto a la política exterior, la preocupación mayor era Persia, para la cual la pérdida de Egipto nunca fue —no podía serlo— un hecho consumado. Por fortuna para estos últimos faraones nativos, importantes cuestiones en las cercanías de la propia Persia hicieron que el gran rey no pudiera dedicarle toda su atención a una provincia tan lejana como Egipto hasta 374/373, cuando Artajerjes II (405-359 a.C.) se embarcó en el primer gran intento de recuperar del país. El modo de afrontar la amenaza aqueménida por parte de los egipcios osciló entre el uso de los medios diplomáticos para mantener alejada Persia y el recurso a las operaciones militares a gran escala. Como el papel favorito de Egipto era el de pagador, la intervención militar directa por parte de unidades del ejército o la marina fue infrecuente, y sólo tuvo lugar provocada por la necesidad o una ambición insuperable. La facilidad con la que esta política podía ser llevada a cabo se explica por el hecho de que formaba parte de un escenario mucho más grande; puesto que toda esta actividad egipcia tuvo lugar ante el telón de fondo de la lucha por la independencia de otras provincias occidentales del Imperio aqueménida y de la duradera rivalidad entre Esparta y Persia por definir sus respectivas áreas de influencia en el Egeo, Asia Menor y el Mediterráneo oriental. Esto creó una letal interacción de golpes y contragolpes, en la que Egipto nunca tuvo problemas a la hora de encontrar apoyo entusiasta. De hecho, su importancia en estas operaciones fue tal que incluso si los persas hubieran estado preparados para dejar que la aguas se calmaran, esto no habría sido posible, porque un Egipto independiente siempre habría sido una amenaza para el equilibrio estratégico de la parte occidental del imperio. Por lo tanto, no resulta nada sorprendente que Artajerjes III (343-338 a.C.) organizara no menos de tres grandes asaltos para recuperar esta provincia, tan lejana como peligrosa.

Tenemos la suerte de conocer mucho la organización y el carácter de las operaciones militares de estos sesenta años de enfrentamientos. En esta época, los recursos mihtares egipcios estaban formados por tres elementos principales. En primer lugar nos encontramos frecuentemente con mercenarios griegos, pues los soberanos egipcios poseían, en general, una buena percepción de la realidad, marcada, entre otras cosas, por la firme convicción de que los intereses egipcios se defendían mejor pagando a otros para que lucharan por ellos. Por lo tanto, nos encontramos a Hakor reuniendo una gran fuerza de este tipo de tropas en la década de 380 a.C. y aTeo utilizando diez mil mercenarios con picas en 361/360 a.C., mientras se dice que Nectanebo contó con veinte mil de ellos cuando Artajerjes III invadió el país en 343/342 a.C. Estas tropas mostraron una clara superioridad sobre la
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(milicia) egipcia en la guerra civil entre Nectanebo III y Teo, pero demostraron ser poco fiables durante la exitosa invasión persa de 343/342 a.C. Además de estas tropas, Egipto contó en muchas ocasiones con grandes fuerzas de
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. Plutarco los describe en un momento dado en unos términos un tanto desdeñosos: «Una chusma de artesanos cuya inexperiencia no los hacía dignos de nada excepto del desprecio», pero ciertamente eran capaces de realizar acciones militares efectivas: Diodoro comenta la eficacia de sus tácticas de escaramuza contra las fuerzas de Artajerjes en 374/373 a.C.; mientras que al principio de la guerra civil de 360 a.C. tuvieron una buena actuación contra Agesilao y Nectanebo II, si bien al final se vieron superados tácticamente y terminaron derrotados por sus oponentes griegos. En su parte negativa, este conflicto demuestra claramente que los mercenarios eran de una lealtad impredecible; pues no se mostraban reacios a modificar su fidelidad, sobre todo si las recompensas eran adecuadas.

El tercer elemento de los recursos militares egipcios era las tropas aliadas: los activos del almirante rebelde persa Glo (en realidad un egipcio) supusieron un significativo incremento de las fuerzas de Hakor en 380 a.C.; en 361/360 a.C. los espartanos eran aliados de Teo y enviaron a Egipto un millar de infantes al mando de Agesilao, aunque después se pasarían al lado de Nectanebo; los fenicios aparecen como aliados de Nectanebo II en su lucha contra Artajerjes III y Nectanebo se hizo con los servicios de cerca de veinte mil libios en este mismo contexto. Por lo general, las tropas que aparecen en las fuentes griegas son de infantería; pero en una ocasión también se menciona explícitamente la caballería. Como era de esperar, poseemos documentación de la notable habilidad egipcia en ingeniería militar y a la hora de explotar las posibilidades defensivas del terreno. En 374/373 a.C. se describe a Nectanebo I fortificando la costa y el noreste del delta de forma muy elaborada. Se bloquearon todas las entradas por mar y tierra: en cada una de las siete desembocaduras del río había una ciudad con grandes torres y un puente de madera que dominaban el acceso; Pelusia tenía un foso alrededor con puntos de acceso fortificados en el agua que se bloquearon con diques, y se inundaron todos los accesos por tierra, mientras que la ciudad de la desembocadura mendelesia tenía un muro defensivo y un fuerte en el interior. La habilidad egipcia en esta cuestión también se observa en sus operaciones contra Agesilao y Nectanebo en 360 a.C., además de en las medidas tomadas por Nectanebo II para contrarrestar el ataque de Artajerjes III en 343/342 a.C. No obstante, con demasiada frecuencia el talón de Aquiles del ejército egipcio fue su alto mando, siendo habituales los estallidos de celos entre los generales egipcios y los generales extranjeros. En c. 385 a.C. Hakor alquiló los servicios del ateniense Cabrias como general sin resultados adversos; en cambio, las poco diplomáticas disposiciones de Teo en 360 a.C. no fueron tan felices, pues sólo concedió a Agesilao el mando de los griegos, quedándose el propio Teo con el mando de los egipcios, así como el control general sobre el ejército. Los fallos militares de los faraones también podían ser críticos y al final le costaron a Egipto su libertad; las fuentes dejan claro que un factor importante de ello fue la ineptitud y cobardía del propio Nectanebo II.

Los enfrentamientos militares no se limitaron a las operaciones terrestres. Las actividades navales fueron importantes, como por otra parte era lógico; pues una de las clásicas estrategias utilizadas por los persas era, donde ello resultaba posible, acompañar los movimientos de sus ejércitos con movimientos de la flota en sus flancos. El ejemplo mejor conocido es la invasión de Grecia por Jerjes en 480 a.C.; pero cualquier ataque a gran escala contra Egipto permitiría realizar este tipo de estrategia en pinza. Por lo tanto, los egipcios necesitaban ser capaces de frenar los movimientos de la flota persa, así como los de las tropas que llegaran por tierra desde el sur. No obstante, conviene recordar que incluso fuera de este contexto específico la posesión de unidades navales efectivas fortalecía en gran medida la movilidad estratégica y táctica de las fuerzas egipcias en el teatro mediterráneo. Por lo tanto, las flotas son un elemento importante en los comentarios de nuestras fuentes; por ejemplo, en 400 a.C. nos encontramos con que un almirante rebelde persa llamado Tamos (¡ciertamente no era egipcio!) se refugió en Egipto con su flota, donde no tardó en ser asesinado por un misterioso soberano egipcio (probablemente Amyrtaios) con el único fin de apoderarse de sus barcos, y en 361/360 se preparó una flota importante para participar junto al ejército en la revuelta general de las provincias occidentales del Imperio Persa. Es evidente que la sofisticación técnica de estas fuerzas era elevada. En cualquier lugar donde se mencionan, las naves egipcias se llaman «trirremes»: galeras de guerra impulsadas por tres filas de remeros que se contaban entre lo mejor de los barcos de guerra del mundo mediterráneo de esta época. En 396 a.C. nos encontramos con Neferites enviándole a Agesilao de Esparta el equipo para dotar cien trirremes (resulta evidente que tenía de sobra en su arsenal). Se nos dice que el rebelde chipriota Evágoras le compró cincuenta trirremes a Hakor en 381 a.C. y que en 361/360 a.C. Teo preparó una flota de doscientos de esos barcos, que estaban muy bien equipados. A pesar de ser descritos siempre como trirremes, hemos de mencionar que la flota persa reunida para atacar a Egipto en 374 a.C. estaba formada por trescientos trirremes y doscientas triacóntoras (galeras de un solo banco con treinta remeros), y que la flota egipcia también contaría con este tipo de unidades ligeras. Que los comandantes egipcios pudieran llegar a alcanzar el rango de almirante en la flota persa basta para atestiguar su calidad; pero la armada egipcia de la época sabía reconocer la habilidad allí donde estuviera y en 361 a.C. Teo no dudó en nombrar comandante de sus unidades navales al soberbio almirante ateniense Cabrias.

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