Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (69 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Dada la extraordinaria relevancia de sus consecuencias, los resultados de la elección han sido muy discutidos. Los monárquicos insistieron en que con la proclamación de la República fue derrotada la doctrina democrática. Los datos últimos que tuvo el marqués de Hoyos, antes de la proclamación del nuevo régimen, señalaban un total de 22.150 concejales monárquicos y sólo 5.875 antimonárquicos pero quedaban más de 52.000 puestos por determinar. Sólo en ocho provincias (entre ellas, las cuatro catalanas) el número de concejales republicanos era superior al de los monárquicos. Sin embargo, la forma correcta de interpretar los resultados no es ésta. Siempre, a lo largo del reinado de Alfonso XIII, se había dado diferente importancia a los resultados de los núcleos urbanos y del medio rural. Ahora, en los primeros, la Monarquía había sufrido una verdadera hecatombe: salvo en muy pocas (9), caracterizadas, además, por su tono conservador (Palencia) o su corrupción electoral (Cádiz), las capitales de provincias habían proporcionado una neta victoria a las izquierdas. Las diferencias eran todavía más grandes en votos que en concejales (en Madrid el triple que los monárquicos, en Barcelona el cuádruple). Resulta también interesante comprobar que en todos los distritos de ambas capitales, incluso en los más caracterizadamente burgueses, la victoria había sido de los antimonárquicos y que, según el marqués de Hoyos, las noticias de los pueblos importantes eran, como las de las capitales de provincia, desastrosas para la Monarquía. En una región como Andalucía la izquierda venció en el conjunto de las poblaciones de más de 10.000 habitantes. En cambio, en todos los ayuntamientos de Fuerteventura y Lanzarote no hubo elección porque sólo se presentaron candidatos monárquicos de significación caciquil.

¿Qué había sucedido? Simplemente, que el sistema caciquil se había colapsado; por vez primera en España el gobierno era derrotado en unas elecciones. Habían votado aquellas zonas en las que existía opinión pública y se habían pronunciado en contra de una Monarquía que, a nivel local, no estaba ya representada por ninguna fuerza renovadora, sino únicamente por los caciques. En el medio rural no se había votado por la Monarquía: en realidad se había continuado sin votar, como se demuestra por el hecho de que se aceptó pasivamente el cambio de régimen y los concejales elegidos cambiaron de forma inmediata su adscripción política. Interpretados así los resultados, la situación de la Monarquía resultaba gravísima. Los políticos monárquicos, como De la Cierva o Romanones, apenas si podían creer los resultados que recibían por teléfono, porque la esperanza de que se hicieran unas elecciones sinceras se había visto decepcionada en muchas ocasiones anteriores. Ahora, España había ya alcanzado una indudable madurez y ella trajo un cambio de comportamiento político que, tal como se planteó, supuso, con el advenimiento de la democracia, el colapso de la Monarquía.

Últimos momentos de la Monarquía

L
a noticia de los resultados electorales sorprendió totalmente al país: a los monárquicos, que a lo sumo consideraban que la situación era difícil, y a la mayoría de los republicanos, que no esperaban tal éxito ni tampoco previeron sus consecuencias. Buena prueba de ello es la frase de Aznar cuando se le preguntó acerca de la posibilidad de una crisis política: «¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?».

Con posterioridad a la proclamación del nuevo régimen varias figuras relevantes del monarquismo debatieron las responsabilidades de este hecho. Este debate, por interesante que parezca, en realidad no viene a demostrar sino la propia división de los partidarios de Alfonso XIII, porque la posibilidad del mantenimiento de la Monarquía era ya mínima. El mismo marqués de Hoyos muestra en sus memorias su convencimiento de que «la Monarquía estaba estrangulada sin posibilidad». Cualquier cosa que se hubiera intentado en este momento para mantener el régimen habría tenido como resultado el fracaso y, a lo sumo, algún derramamiento de sangre. La ocasión para salvar el trono se había perdido desde hacía ya meses: sólo hubiera sido posible liderando una transformación renovadora de la política española.

No obstante, resulta cierto que ahora no se intentó con decisión ningún acto concreto, sino que más bien cada sector político monárquico optó por su propia actuación independiente, sin cuidarse de consultar a los demás, como correspondía a un gobierno heterogéneo que tan siquiera tenía pensado qué hacer en caso de derrota. El general Berenguer envió a los altos cargos militares un telegrama por el que pretendía apartar al Ejército de la política partidista. Lo explica en sus memorias diciendo que «mi preocupación fue el temor de que las informaciones exageradas y partidistas que seguramente serían transmitidas a provincias pudieran impresionar al Ejército y dividirlo en la apreciación de la verdadera importancia y alcance de lo ocurrido». La alusión a que el país seguiría el rumbo que le había señalado la voluntad nacional parecía indicar que el gobierno no estaba dispuesto a resistir por la fuerza a los republicanos, lo que responde a la realidad. Por su parte, el duque de Maura, a espaldas del Consejo de Ministros, se puso en contacto con los republicanos para tratar de llegar a un acuerdo en lo que respecta a la inmediata realización de las elecciones legislativas, sin lograr nada de ellos. Romanones, sorprendido y vencido, no veía otra posibilidad que la ordenada transmisión de poderes al adversario. Consciente de la derrota, su actitud fue la de realizar los máximos esfuerzos para que la ya inevitable caída de la Monarquía se hiciese con el menor trauma posible. El resto del Consejo de Ministros dudó entre declararse dimitido o esperar a las elecciones legislativas. Tan sólo la De la Cierva y Bugallal fueron partidarios de la resistencia a ultranza. Mientras tanto, Melquíades Álvarez declaraba que la hora de los constitucionalistas había pasado ya cuando, en realidad, había pasado hacía tiempo.

La actitud de los republicanos fue exultante, pero por un momento se mantuvo dubitativa. El propio desarrollo de los acontecimientos consiguió convencer a los miembros del gobierno provisional republicano de la posibilidad de tomar inmediatamente el poder, tal como Miguel Maura parecía haber pensado desde que se conocieron los resultados de las elecciones frente a la reticencia de Azaña. La propia actitud de los dirigentes monárquicos fue decisiva a este respecto, como también la de Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, que se presentó a Maura y «con muy pocas palabras y con la premiosidad habitual en él» le dijo que tanto él como el Instituto que dirigía acataban la voluntad popular y pasaban al servicio de la República.

El Rey, de acuerdo con sus consejeros, consultó el parecer de los generales, pero el desarrollo de los acontecimientos le indujo a optar finalmente por suspender el ejercicio de la potestad real y dejar el país. Desde luego no pensó en resistir con ayuda de la fuerza, tal como le proponían De la Cierva, Bugallal y Cavalcanti. Es más, en un momento de indignación, al primero le dijo que «no veía más allá de sus narices». Muy probablemente tenía razón en esta frase, con la que condenaba una postura que a lo sumo podía aspirar a que se produjera una guerra civil. Pero ni aun así el resultado hubiera sido favorable a la Monarquía, pues el mismo marqués de Luca de Tena ha escrito que, de haberse producido, el resultado le habría sido adverso. En esta ocasión, como también en otras, el Monarca mostró más perspicacia y sentido común que algunos de sus colaboradores.

La caída de la Monarquía se había producido, en esencia, porque, inevitablemente quizá, sus representantes se habían identificado en un determinado momento cardinal con todo lo que el país consideraba caduco. No tenía por qué haber sido inevitablemente así, pues la institución no había sido menos regeneracionista que otros sectores de la sociedad española, pero la realidad es que esta última acabó prescindiendo de las instituciones monárquicas como si fueran el estorbo principal para su modernización. La República se inició con el logro de la veracidad electoral (o, por lo menos, de una veracidad electoral muy superior al pasado), pero en los años venideros España hubo de descubrir que proscribir la Monarquía no significaba, necesariamente, el fin de los problemas. En el ambiente crispado y tenso de los años treinta, la forma en que se plantearon, todos a la vez y con maximalismo en las posturas políticas, hizo difícilmente viable el sistema democrático nacido en abril de 1931.

JAVIER TUSELL GÓMEZ, (Barcelona -España- 26 de agosto de 1945 / Barcelona 8 de febrero de 2005) fue un historiador español, catedrático de Historia Contemporánea en la UNED.

Nacido en Barcelona, se trasladó pronto a Madrid con su familia, donde curso el bachillerato y posteriormente las carreras de Filosofía, Historia y Ciencias Políticas.

Tras doctorarse y especializarse en Historia Contemporánea, se dedicó a la docencia desde 1966.

Especialista en la historia contemporánea de España, Tusell construyó una producción ingente e imprescindible para el conocimiento de la historia política de España en el siglo XX: elecciones y partidos políticos, Alfonso XIII, el caciquismo, el golpe de estado de Primo de Rivera, la democracia cristiana en España, Franco y su régimen, España y la II Guerra Mundial, las relaciones entre Franco y el Conde de Barcelona, los católicos bajo el franquismo, la oposición democrática a dicho régimen, Carrero Blanco, Arias Navarro, la figura del príncipe y después rey Juan Carlos. Todo ello para tratar de explicar un tema crucial y obsesivo para la generación a la qué perteneció: la democracia en España, las razones por las que no se estabilizó durante la Segunda República y las consecuencias de su fracaso —la dictadura franquista—, así como el restablecimiento de la democracia y el carácter de la Monarquía del rey Juan Carlos I y del Estado de las autonomías.

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