Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (61 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Probablemente, si disposiciones como las citadas hasta ahora dan buena cuenta del significado ideológico de la obra dictatorial, en el terreno en que su obra pudo resultar más positiva es en el de la promoción de una nueva legislación social que complementara la existente hasta entonces. En septiembre de 1924 se creó el llamado Tesoro del Emigrante y la Dirección General de Emigración; en junio de 1926 se aprobó el subsidio de familias numerosas y en 1929 el seguro de maternidad. Estas medidas constituían el normal desarrollo de la legislación previa y sólo en parte se aplicaron (éste fue el caso de la última). Desde mayo de 1928 empezaron a homologarse en España los principios internacionales de Derecho del Trabajo y en el anteproyecto constitucional hicieron por vez primera su aparición los llamados derechos sociales. En otros muchos terrenos, como el de la vivienda popular, el descanso de la mujer obrera o la enseñanza profesional, la Dictadura amplió la legislación hasta entonces vigente.

Sin embargo, probablemente lo más importante de la obra social de Primo de Rivera, lo más criticado y también lo más definitorio de cuanto pretendió hacer fuera la organización corporativa. El duque de Maura la describió como «una máquina ideada por el dictador para burocratizar el movimiento obrero al socaire de la Dictadura». El juicio es malintencionado, aparte de lastrado de un ideario conservador; por otro lado, no se trataba sólo de una medida de Primo de Rivera para lograr una supuesta popularidad en los medios sindicalistas. En el fondo, la petición de organismos de carácter mixto entre patronos y obreros se remontaba a los primeros años de la posguerra y había sido propiciada desde puntos de vista muy dispares; además coincidía tanto con la legislación social de varios países como con la voluntad armonizadora de Primo de Rivera, para quien «no se trata ya de que los distintos elementos sociales luchen ni contiendan sino que se articulen y colaboren». La organización corporativa fue creada en noviembre de 1926 y en el prólogo de la disposición que la vio nacer se decía que respondía a «un pasado español tan lleno de grandeza como de enseñanzas». Sin embargo, el hecho de que en el mes de abril precedente Aunós hubiera visitado Italia ha hecho pensar a algunos que se trató, en realidad, de una imitación de la legislación corporativa italiana. No es, sin embargo, así y ello por una razón obvia: en esta fecha todavía no se había articulado una fórmula corporativa fascista propiamente dicha, que sólo llegaría a plasmarse en la realidad entrados los años treinta pues hasta el momento lo único que había hecho Mussolini era agrupar los sindicatos en corporaciones.

Partiendo de que el modelo fascista final supuso la pura y simple sumisión al Estado y el Partido, el sistema de la Dictadura «primorriverista» tuvo «rasgos propios» (Madariaga), pero éstos no fueron tan originales, porque partieron de una cierta tradición social católica. Ésta, en el pasado, había defendido la doctrina del sindicato libre y la corporación obligatoria. En Italia muy pronto desapareció, de hecho, la libertad sindical y la corporación fue un instrumento político del fascismo que llegó a alcanzar relevancia constitucional. En España, la corporación se basaba en el sindicato libre, pero, al mismo tiempo, a diferencia de lo que era la tesis católica, estaba «tutelado y condicionado» por el Estado, de acuerdo con la definición de Aunós. Por tanto, manteniendo un tipo de inspiración distinta del fascismo tampoco se identificaba totalmente con la tesis católica. En este terreno, como en otros, la Dictadura parece haber titubeado entre una fórmula de derecha tradicional y otra más proclive al autoritarismo moderno. Aunós, en definitiva, pensaba que el corporativismo significaba una reacción frente al Estado individualista basada en la disciplina y la jerarquía, pero puso como modelo no sólo a Italia sino también determinadas experiencias belgas y alemanas.

La organización corporativa tuvo como célula primaria el comité paritario, que adquirió el carácter jurídico de corporación de derecho público. El segundo peldaño de aquélla estaba constituido por las comisiones mixtas provinciales y un tercer grado organizativo eran los consejos de corporación, órgano superior de cada oficio. En cada uno de estos tres peldaños existió una representación igual de patronos y obreros, ejerciendo la función presidencial una persona de nombramiento gubernamental, que en muchos casos fue, de hecho, un miembro de la Magistratura, lo que resultaba muy acorde con la propuesta del reformismo social católico del momento. En un principio la organización corporativa se extendió a todo tipo de trabajos, con la excepción del realizado a domicilio, las profesiones liberales o el servicio doméstico, pero también en el mundo agrícola la organización corporativa tuvo una aplicación más restringida. Más adelante se reglamentó la organización corporativa del trabajo domiciliario e incluso fue ampliado el principio en que se basaba la regulación de las relaciones entre inquilinos y propietarios de viviendas. Los comités paritarios tenían abundantes precedentes en el panorama legal español, en el que existían ya los tribunales industriales, pero ahora esa fórmula se aplicó de una manera mucho más generalizada y, sobre todo, alcanzó un ámbito de aplicación muy superior. Los comités podían tratar, en efecto, de todas las cuestiones relativas a las condiciones de trabajo sin necesidad de que existiera ningún tipo de situación conflictiva previa.

La organización corporativa fue ampliamente criticada, pero muchas de las razones esgrimidas para hacerlo carecen de fundamento. Desde los sectores conservadores se le acusó de estar dominada, en lo que respecta a la representación obrera, por el partido socialista, pero esto no fue así siempre y, cuando lo fue, resultaba inevitable. En puridad el sindicalismo libre tuvo preeminencia en la organización corporativa en Cataluña y Levante, el católico en Navarra y Castilla, y en el resto de la geografía peninsular este papel le correspondió al socialismo, simplemente porque tenía mayor fuerza, al haberse marginado el anarquismo. Es muy posible, por tanto, que el panorama geográfico descrito respondiera a la pura simple realidad española del momento. Otras críticas resultan más fundamentadas. Resulta probable que no existiera un adecuado censo de asociaciones profesionales y no cabe la menor duda de que la organización corporativa pecó en exceso de burocratismo, pecado habitual en el régimen. El hecho de que la presidencia fuera ejercida por persona de nombramiento gubernamental inevitablemente la sesgaba en un determinado sentido.

Es muy posible que la organización corporativa contribuyera, al menos en parte, a la paz social de la época dictatorial, a pesar de no ser el motivo principal de ella. Primo de Rivera no prohibió las huelgas pero la reforma del Código penal de septiembre de 1928 declaró ilegales las que no fueran relativas a cuestiones estrictamente económicas. Sin embargo, su número se redujo drásticamente: de las 1.060 huelgas registradas en 1920 se descendió a 89 en 1928. Sin duda el hecho de que se hubieran constituido casi 500 comités paritarios contribuye a explicar esta realidad, también justificada por la desaparición del sindicalismo subversivo. De todas maneras, los beneficios principales obtenidos por la clase obrera en la etapa dictatorial derivaron mucho más de la estabilidad del empleo y de la extensión de la seguridad social que de la mejora de las condiciones de trabajo lograda a través de la negociación. El nivel de los salarios parece haber permanecido estable, incluso con cierta tendencia a la baja: de 52 oficios, 18 aumentaron sus jornales, 6 los mantuvieron y 28 los vieron disminuir. Pero no existió un problema grave de paro, como en los venideros años treinta.

Dictadura y movimiento sindical

P
ara los opositores a la Dictadura constituyó «un continuo motivo de asombro» (Gabriel Maura) el hecho de que el nuevo régimen encontrara escasas dificultades con el movimiento sindical cuando tan graves habían sido éstas en la etapa constitucional anterior. Una buena parte de las razones reside en que, a partir de un cierto momento, la mejora de la situación económica contribuyó a hacer desaparecer la tensión. Sin embargo, aun así, no deja de llamar la atención la disparidad entre la gravísima protesta social existente entre 1919-1923 y su casi instantánea desaparición con posterioridad. Se podría pensar que la Dictadura empleó drásticos procedimientos persecutorios contra los sindicalistas, pero esto sería ignorar la verdadera condición del régimen de Primo de Rivera. Es cierto que el régimen mantuvo el estado de guerra hasta mayo de 1925 pero en eso no resultó tan diferente del pasado pues, a fin de cuentas, en los cinco años anteriores las garantías constitucionales sólo habían estado vigentes durante dieciséis meses (nueve en Cataluña).

En realidad el dictador siempre pretendió que los socialistas colaboraran con él y durante una parte de su mandato lo logró: a lo sumo se limitó a restringir su propaganda o a tenerla vigilada pero consideró siempre contraproducente cualquier propósito represivo. Con respecto a anarquistas y comunistas actuó de una forma más persecutoria pero, sobre todo, lo hizo contra los dirigentes más proclives a la actuación subversiva y, en cambio, fue mucho más tolerante en otros casos. Durante el periodo dictatorial pudieron seguir apareciendo publicaciones de esta significación pues, en realidad, el régimen tenía su principal aliado en el sectarismo o la división de estas dos fórmulas sindicales. Es muy posible que en la paz social de la época jugara un papel decisivo la sensación de que el orden iba a ser impuesto desde arriba, mucho más que el contenido concreto de las medidas de orden público que se tomaron. En cualquier caso, asombra la rapidez con la que se consiguió restaurar el orden público. Martínez Anido fue el responsable del mismo casi desde el principio, pero si antes sus métodos en Barcelona habían sido por completo contraproducentes ahora no fue éste el caso, signo evidente de que el cansancio de la gimnasia revolucionaria fue más importante que los procedimientos drásticos empleados contra ella. Basta con la mención de unas cuantas cifras para demostrar el cambio producido en este terreno: en los cinco años anteriores al golpe de Estado en España había habido 1.259 atentados, pero sólo hubo 51 en los cinco posteriores; las cifras en Barcelona fueron, respectivamente, de 843 y 30. Es probable que lo más espectacular de las relaciones entre movimientos obreros y Dictadura sea la supuesta o real colaboración del partido socialista. Resultó este hecho una cuestión muy debatida, tanto en ese mismo momento como después, y probablemente resulta difícil de entender si se parte de una concepción simplista acerca de lo que fue el régimen dictatorial y de la situación del PSOE en 1923. El socialismo español era un movimiento político muy consciente de su propia fragilidad y tenía motivos para serlo: a comienzos del régimen dictatorial dieciséis países europeos tuvieron diputados socialistas en el Parlamento y de ellos España era el que tenía el porcentaje menor, el 2 por 100, a pesar de que en las últimas elecciones los socialistas, con sólo el 15 por 100 de los votos, habían conseguido vencer en Madrid. En el origen de esta actitud defensiva hay que situar la existencia de otros movimientos sindicales de mucho mayor número de efectivos en el periodo inmediatamente anterior a la posguerra mundial pero también la propia decadencia cuantitativa del partido, que pasó de 54.000 a 9.000 afiliados en el periodo 1920-1923. Culpable de ello fue el abandono de la militancia más que la propia escisión comunista. En ese último año el partido fundado por Pablo Iglesias carecía de posibilidades de aliarse con nadie: se había roto la colaboración sindical y también la conjunción con los republicanos. Además, el golpe de Estado se presentó a los ojos de los dirigentes socialistas no como engendrador de algo semejante a una dictadura fascista sino como el desplazamiento de una clase política corrupta con la promesa de una vuelta a una situación liberal. Un socialista de esta época, Ramos Oliveira, pudo afirmar que el nuevo régimen era «un progreso respecto de lo abolido». La habitual tendencia de los socialistas españoles a juzgar que debían pronunciarse en sentido revolucionario a largo plazo pero, en la práctica, mostrarse partidarios de un reformismo pragmático, contribuye también a explicar su posición en estos momentos. «Serenidad, sí, indiferencia, no», decía el editorial de El Socialista el día del golpe, con un lenguaje no muy proclive a fomentar que hubiera resistencia en la calle. Aseguró no tener «ningún vínculo» con lo sucedido pero aconsejó a la masa obrera abstenerse de «movimientos estériles», con lo que hacía referencia a la posición que en este mismo momento adoptaron los anarquistas y comunistas. En meses y años posteriores la relación entre el PSOE y el régimen varió considerablemente, aunque mucho más por la actitud del primero que del segundo. La propaganda de Primo de Rivera insistió periódicamente en que el único partido honesto y real de la etapa anterior al nuevo régimen era el socialista, que mantenía una posición mucho menos agresiva contra él que la que pudiera tener, por ejemplo, la vieja política liberal o conservadora. Hubo también algunos momentos en que Primo de Rivera insinuó que podía crear un nuevo sistema de turno que tuviera como ejes fundamentales la Unión Patriótica y el socialismo. Pero el dictador también temió periódicamente que el PSOE se decantara en un sentido revolucionario. Para él, con lenguaje de sabor paternalista, el asociacionismo obrero sólo tenía sentido «para fines de cultura y protección y mutualismo y aun de sana política pero no de resistencia y de pugna con la producción». Cuando hizo estas declaraciones pensaba ya que los socialistas se dedicaban «a avinagrar el ánimo de los »obreros".

La posición de los socialistas respecto del autor de estas palabras resultó menos clara, entre otros motivos porque acabaron teniendo, en relación con la Dictadura, un importante motivo de división interna. Aquellos que habían actuado en el medio parlamentario, que se identificaban con el republicanismo o que se decían herederos de la tradición liberal, como era el caso de Prieto o De los Ríos, fueron, desde un principio, opositores cerrados y decididos al «primorriverismo», aunque estuvieran en minoría en su partido durante la mayor parte del régimen dictatorial. Quienes, como el dirigente minero asturiano Manuel Llaneza, representaban a un sector social con graves problemas y que, por ello mismo, debían negociar una salida con el gobierno, practicaron el colaboracionismo desde una fecha muy temprana. El rumor de que Primo de Rivera pensara en Llaneza para el Ministerio de Trabajo carece de sentido pues las relaciones de éste con el dictador se limitaron estrictamente al aspecto indicado. Muy probablemente, los sectores sindicalistas del partido estuvieron mayoritariamente de acuerdo con esta postura pragmática; tan sólo en Valladolid parece haber habido una discrepancia seria al respecto. En este contexto debe explicarse la visita del duque de Tetuán, gobernador militar de Madrid y una de las personas que habían participado en el golpe de Estado, a la Casa del Pueblo madrileña, en noviembre de 1924. Dos acontecimientos pudieron influir de manera importante en que esta actitud se consolidara como mayoritaria. La victoria de los laboristas en Gran Bretaña fue interpretada como un testimonio irrefutable de que, a medio plazo, la táctica gradualista iba a triunfar y no como una demostración de que era necesario identificarse a rajatabla con los principios de la democracia representativa. Francisco Largo Caballero juzgó, además, que era necesario un partido socialista más estrictamente sindical, sin la separación hasta entonces existente entre PSOE y UGT. Esta actitud favorecía el colaboracionismo frente a la actitud de apartamiento acentuadísimo que Prieto reclamó. En 1925 murió Pablo Iglesias, quien probablemente estaba de acuerdo con la posición colaboracionista, pero su sustitución por Julián Besteiro no hizo sino consagrar una situación de hecho que venía dándose desde hacía tiempo. Besteiro, por un lado, repudiaba cualquier tipo de régimen burgués, pero estaba también dispuesto a una colaboración parcial en aquellos aspectos que le interesaran al socialismo fuera cual fuera el tipo de régimen existente. Todo ello equivalía, en la práctica, a no hacer distinción entre los gobiernos constitucionales y el de Primo de Rivera.

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