Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (56 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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La coincidencia entre algunos de los dirigentes de la Lliga Regionalista y Primo de Rivera fue breve, como basada en una presunción de identidad prontamente desaparecida. El propio Primo de Rivera no había ocultado sus sentimientos al prescindir de su palco en el teatro del Liceo cuando éste adoptó una posición que consideraba en exceso nacionalista. Sin embargo, también se manifestó partidario de la «región robusta» y el presidente de la Mancomunitat, Puig i Cadafalch, manifestó su acuerdo con el golpe aunque probablemente lo hiciera no tanto por una profunda confianza en el capitán general de Cataluña cuanto por la sensación de que el régimen de liberalismo oligárquico de la Restauración estaba ya liquidado en la práctica. Mucho más prudente, Cambó recomendó inmediatamente guardar reserva y atención. En realidad, con su viaje de Barcelona a Madrid Primo de Rivera hizo desaparecer sus posibles puntos de concordancia con el catalanismo. Durante meses se habló de la posibilidad de que las provincias desaparecieran y se vertebrara España atendiendo a una configuración regionalista del Estado. Por otra parte, ya en una fecha muy temprana se prohibió la utilización del catalán en actos oficiales mientras eran sancionadas algunas publicaciones vinculadas al catalanismo más juvenil y radical. Años después hubo quien reprobó al dictador haber cambiado sus puntos de vista en un año y medio y la respuesta de éste, sin duda veraz, fue afirmar que lo había hecho en tan sólo unos días. El cambio tuvo lugar a la vuelta del viaje de Italia, cuando decidió reafirmarse en el poder y durar. Así se demuestra por la reunión que tuvo en Barcelona en enero de 1924, en la que intentó conseguir la colaboración de sectores muy diferentes, desde el «albismo» y la Federación Monárquica Autonomista hasta la Lliga. La respuesta de los reunidos fue mayoritariamente negativa, hasta el extremo de que uno de los presentes, jefe del Somatén, el marqués de Camps, estuvo a punto de ausentarse. Tan sólo logró Primo de Rivera el apoyo de aquel sector más declaradamente españolista de la política catalana, la Unión Monárquica Nacional. En un principio pareció que Primo de Rivera estaba dispuesto a tolerar la existencia de la Mancomunitat, pero en manos de sus seguidores, el principal de los cuales, Alfonso Sala, fue nombrado presidente de la misma. Sin embargo, muy pronto el propio Sala se enfrentó con las autoridades militares del régimen en Cataluña (los generales Barrera y Miláns del Bosch) al mismo tiempo que la correspondencia entre Primo de Rivera y Sala se hacía áspera. El primero escribió, en efecto, que la Mancomunitat le daba «un poco de miedo» y, en cambio, confiaba más en «un régimen provincial robustecido y facultado de atribuciones». La inevitable ruptura se produjo en el momento en que fue aprobado el Estatuto Provincial. Quien fue su redactor principal, José Calvo Sotelo, admite en sus memorias que resultaba muy restrictivo en lo que respecta a la constitución de regiones, estando por ello en manifiesta contradicción con el Estatuto Municipal, ya aprobado. A lo largo de la redacción del texto le había prometido al dictador, para mantener la coherencia con el texto anterior, que «jamás, jamás» se crearía una región. Pero la discrepancia existió y, con ella, la contradicción con declaraciones previas. Así lo reconoció, además, el propio Primo de Rivera: como haría en muchas otras ocasiones, el dictador no tuvo inconveniente en admitir que «no era para él cosa de honor, ni siquiera de amor propio, rectificar un juicio». Tan sólo un mes después de que fuera publicado el Estatuto Provincial, en marzo de 1925, dimitió Sala y entonces el dictador no tuvo ambages en proclamar que la única misión de la Mancomunitat había sido, en el pasado, «arrancar, con triste y rotundo éxito, por todos los medios y caminos, el sentimiento y amor a España de los corazones y cerebros». Sus posteriores declaraciones fueron aumentando en virulencia gratuita: llegó a decir que el autonomismo era una «extravagancia y una cursilería» que desaparecería con tan sólo un cuarto de siglo de silencio. El catalanismo no podía ser político sino que había de limitarse a las cuestiones de traje, costumbres, cánticos, bailes y poesías. El catalán «eufónico, literario y apropiado para las expresiones de ingenio y los sentimientos», debía ser sólo utilizado en el ámbito del hogar. Al final llegó a caracterizar su régimen por el antiautonomismo, pues «nada más claramente definido en su credo que su aversión a todo principio de autonomía política regional o provincial».

En consecuencia, desde una fecha muy temprana, pero, sobre todo, a partir de 1925, se fue produciendo una creciente separación entre la vida política oficial y la sociedad catalana. Los conflictos menudearon y el comportamiento del régimen, aunque no llegó a ser cruel, resultó innecesariamente ofensivo, aparte de extremadamente arbitrario. Con ocasión de una polémica pública con Cambó, Primo de Rivera llegó a declarar que el dirigente catalanista no podía tomarse vacaciones políticas sin notorio perjuicio para la Patria, pero algunas entidades locales de la Lliga acabaron siendo clausuradas temporalmente, como también su diario; aunque fuera una excepción, también hubo miembros de este partido que fueron detenidos. En noviembre de 1926 Primo de Rivera prohibió expresamente cualquier intento del catalanismo político de reanudar su propaganda política. Pero, si eran adversarios de la Dictadura los miembros de la Lliga, todavía lo fueron más los jóvenes representantes del catalanismo radicalizado, miembros de Acció Catalana, que, por ejemplo, llegaron a presentar el pleito catalán ante la Sociedad de Naciones.

Con todo, más decisivo que este enfrentamiento político fue la agresión dictatorial contra la lengua y las instituciones sociales catalanas: la gravedad residió, sobre todo, en los sentimientos de indignación que despertaba, pues, como dijo Cambó, el catalanismo tenía su origen mucho más en los sentimientos que en los intereses materiales. Hasta el campo de fútbol de Las Corts (el del C.F. Barcelona de entonces) fue escenario de incidentes. La Dictadura trató de suprimir el catalán de la predicación religiosa e intervino ante el Vaticano en dicho sentido, y se enfrentó con instituciones (el Sindicato de Dependientes de Comercio y el Colegio de Abogados de Barcelona) porque utilizaban la lengua vernácula en sus comunicaciones interiores o por confeccionar las listas de sus miembros. De esta manera la Dictadura se convirtió en antagonista de la totalidad de la abogacía catalana. Entre las agresiones gratuitas de la Dictadura cabe citar, también, la ofensiva contra las escuelas profesionales creadas por la Mancomunitat y respetadas internacionalmente. En general, puede decirse que el catalanismo debió refugiarse en las manifestaciones culturales (pero los juegos florales debieron celebrarse en el extranjero) mientras se incubaban graves presagios políticos. Nada puede resultar más expresivo que la interpelación, en la Asamblea Nacional Consultiva, de uno de sus miembros, Ayats, respecto de la política seguida en Cataluña. Lo significativo del caso reside en que un asambleísta nombrado por el dictador acabara diciéndole que su gestión en aquella región iba directamente contra lo que eran las realidades más vivas del alma catalana.

Con el transcurso del tiempo las consecuencias más graves de la actuación dictatorial se produjeron en el terreno político.

En este terreno la Dictadura fue innecesaria y miope; colaboraron en ella altos mandos militares pero fue responsabilidad personal muy directa del propio dictador que no hizo caso alguno de quienes, como Calvo Sotelo, le previnieron de que se produciría un abismo «en términos irremediables» entre Cataluña y el resto de España. En los años treinta el catalanismo burgués y posibilista encarnado por Cambó fue desplazado claramente por el que representaba Maciá. La significación e importancia de este último por el momento había sido modesta, pero la Dictadura le convirtió en un símbolo de resistencia nacional. Su actuación durante los años veinte tuvo matices muy radicales y que, además, parecían condenarle a la inviabilidad política de por vida: colaboró con anarquistas y comunistas, dirigió una conspiración armada, emitió un empréstito bajo la denominación Pau Claris y redactó una constitución catalana con el apoyo de los emigrados catalanes residentes en La Habana. Sin embargo, todo esto le dio, al final del régimen dictatorial, una relevancia política que era muy superior a la de su partido, Estat Cátala, y que él supo aprovechar en los años treinta al desarrollar un inesperado pragmatismo. Maciá fue entonces no sólo un político catalán sino el símbolo por antonomasia de Cataluña.

En general, y con matices diferenciales importantes, cabe decir que el impacto de la Dictadura fue semejante en el resto de las regiones de acentuado sentimiento de peculiaridad. Durante unas semanas pareció existir la posibilidad de que España se organizara siguiendo los criterios regionalistas y, con ello, se obtuvieron algunas adhesiones, pero pronto el panorama cambió por completo. También en el País Vasco el sentimiento nacional debió refugiarse en las manifestaciones culturales, al margen de lo específicamente político. Allí, sin embargo, la ofensiva contra los sectores juveniles del nacionalismo fue más temprana (el periódico Aberri fue cerrado casi de inmediato) mientras que algunos diputados provinciales del PNV ocuparon su cargo hasta 1927. En ocasiones la persecución de los nacionalistas se llevó hasta acontecimientos familiares, como la boda del dirigente Gallástegui, o reprodujo procesos que databan de fechas remotas. En Galicia fue perseguido incluso un nacionalista tan tibio como Manuel Pórtela Valladares, que había abandonado el Partido Liberal y, en adelante, actuaría con esta adscripción política. De poco le sirvió, en definitiva, a la Dictadura haber resuelto el problema de los foros. En conjunto puede decirse que el régimen había favorecido, a la altura de 1930, la tendencia de los nacionalismos a considerar que su pleito no podía ser resuelto en el marco constitucional de la Monarquía.

La solución del embrollo marroquí

S
ería una exageración afirmar que Marruecos trajo la Dictadura pero, en cambio, se debe juzgar como correcta la opinión de que en la Historia del régimen dictatorial hubo un antes y un después del desembarco de Alhucemas. Para comprender en su plenitud la Dictadura hay que tener en cuenta que, en la práctica, desde mediados de 1924 hasta finales de 192 5, el problema marroquí fue el centro absoluto de las preocupaciones de Primo de Rivera, que muy a menudo dejó la responsabilidad de la dirección de la política interna a alguno de sus colaboradores —principalmente Magaz— mientras que de hecho se atribuía la responsabilidad personal de la acción en Marruecos. Además, la cuestión marroquí desempeñó un papel de primera importancia en la propia estabilidad del régimen a lo largo de 1924 y estuvo en el centro de gravedad de la política exterior dictatorial.

En este caso, como aproximadamente por las mismas fechas en la forma de enfrentarse con el problema catalán, Primo de Rivera rectificó ampliamente lo que había sido su opinión anterior a la llegada al poder. Siempre se había declarado abandonista, y con motivos muy sólidos. Era consciente de la impopularidad de la empresa marroquí, sobre todo en las clases populares, y también de la escasa capacidad técnica del Ejército español. Pensaba, en fin, que las fuerzas y recursos españoles podían ser empleados con mucho mayor provecho en la regeneración interior y no en el expansionismo exterior y no dudaba en emplear como argumentación a favor de su postura el recuerdo de que precisamente Isabel la Católica fue la que detuvo la expansión española hacia el norte de África. Uno de sus colaboradores, Pemán, resume ese cambio de postura con palabras que pueden resultar irónicas: «Explanó (su teoría) en un discurso de ingreso en la Academia Hispanoamericana en Cádiz y lo destituyeron del Gobierno militar (de aquella ciudad); años después volvió a decir lo mismo en el Senado y lo volvieron a destituir, ahora de la Capitanía General de Madrid: más tarde llegó a ser dictador y jefe de Gobierno y entonces hizo todo lo contrarío; lejos de abandonar nada, ocupó, desde Alhucemas, toda la zona del Protectorado». Pero tan evidente paradoja requiere una explicación más allá de la ironía. En realidad la política del dictador no fue una, sino tres, desarrolladas de forma sucesiva.

Primo de Rivera estuvo, en un principio, dispuesto a seguir una política acorde con lo que hasta entonces habían sido sus declaraciones acerca del problema marroquí. Éstas habían sido arriesgadas y contrastaban mucho con lo habitualmente defendido tanto en el seno del Ejército como en la política profesional del momento, pues, en efecto, ni siquiera Santiago Alba había sido tan abandonista como él. Por otro lado, la cuestión tenía para el dictador una importancia personal extraordinaria, ya que su hermano había perecido en el desastre de Annual. Su primera política consistió, sencillamente, en tratar de librarse del problema marroquí mediante alguna de las variantes del puro y simple abandonismo. Intentó, por ejemplo, convencer a Gran Bretaña de que le interesaba cambiar Gibraltar por Ceuta y buscó negociar, por procedimientos indirectos, con Abd-el Krim estando dispuesto, incluso, a concederle la autonomía y unas fuerzas militares propias, lo que difícilmente hubiera aceptado el sector africanista del Ejército. Nada consiguió por estos dos procedimientos, excepto irritar a los africanistas civiles. No era para menos: en sus declaraciones de este momento llegaba a afirmar en la prensa que «Abd-el Krim nos ha vencido», que «hemos gastado incontables millones de pesetas en esta empresa sin recibir jamás un solo céntimo y que decenas de millares de hombres han muerto por un territorio que no vale nada», opiniones todas ellas fundamentadas pero muy heterodoxas. De todas maneras, el mismo hecho de que hubiera censura hacía que el impacto de la cuestión marroquí sobre la política española fuera, por el momento, menos directo y acuciante que antes. La mejor prueba de ello consiste en que Alba fue objeto de durísimos ataques sin haber emitido opiniones tan taxativas.

En un segundo momento, alejadas esas esperanzas, que siempre fueron ilusorias, acerca de un posible trueque, el dictador eligió el camino de lo que podríamos denominar actitud «semiabandonista». Su idea consistió en un cierto repliegue —que conservaría Xauen dentro de la zona española—, limitar el número de posiciones —habló incluso de «desmoche»— y prever también el empleo de unos recursos limitados. Pero esta política partía de una pasividad de los indígenas que nunca existió y fue acompañada por una actitud excesivamente diplomática y complaciente por parte del alto comisario, Aizpuru, que provocó el envalentonamiento del adversario. En la zona oeste del Protectorado perduraba una indefinición de las líneas que se había convertido en muy peligrosa, sobre todo después de que Annual hubiera multiplicado la confianza de los rífenos en sí mismos. A partir de marzo de 1924 y, sobre todo, durante el verano de este año, Primo de Rivera se enfrentó con una situación que se parecía mucho a una sublevación general. Por si fuera poco, los militares africanistas testimoniaron una actitud que bordeó la subversión.

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