Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (55 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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A partir de este momento la Unión Patriótica osciló entre un movimiento de apoyo a la Dictadura sin una significación política precisa y partido único, siempre «sui generis», porque en ningún momento hubo la tentación de prohibir —a lo sumo, dificultar— el resto. El mismo documento por el que Primo de Rivera inició esa oficialización fue un perfecto ejemplo de esa vaguedad: no se le ocurrió otro procedimiento que hacer circular unas cuartillas para de esta manera lograr que «las gentes de ideas sanas y los hombres de buena fe» se agruparan en algo que no sería un partido sino «una conducta organizada» y que tampoco sería de derechas ni de izquierdas. Aquel galimatías que Primo de Rivera empleaba siempre que se refería a la política alcanzó su punto culminante al aludir a la organización política oficial. Era —dijo en una ocasión— «eminentemente un partido político, pero en el fondo apolítico en el sentido corriente de la palabra». En otra llegó a decir que se trataba de «un partido político, pero apolítico, que ejerce una acción político-administrativa». La mejor forma de aludir a la U. P., desde el punto de vista del historiador, consiste simplemente en reafirmar que en la mente del dictador nunca alcanzó la suficiente precisión como para adquirir un mínimo perfil. Primo la utilizaba pero le atribuyó funciones cambiantes, como también lo eran el interés y la dedicación que puso en ella. Nunca dudó de que tendría que ser «absolutamente nuestra», es decir, en absoluto autónoma, pero tampoco llegó a verla lo mismo que Mussolini el partido fascista.

Después de un comienzo (1924) en que pareció despertarle gran interés, pronto la olvidó. Cuando en 1925 formó un gobierno de hombres civiles, teóricamente se trató del gabinete de la Unión Patriótica, pero lo cierto es que esta organización apenas tuvo vida propia, como lo prueba el hecho de que mientras se le atribuían centenares de miles de afiliados —casi un millón— en realidad su boletín interno apenas repartía 15.000 ejemplares. En teoría, la Unión Patriótica era el partido del gobierno, pero más bien servía como medio para demostrar periódicamente el fervor popular que alcanzaba Primo de Rivera. Tan sólo en la fase final del régimen, cuando arreciaban las dificultades, Primo de Rivera pareció preferir, aunque siempre de modo dubitativo, la fórmula del partido oficial. En 1927 decidió que la mayoría de los componentes de Ayuntamientos y Diputaciones fueran miembros de la UP, al año siguiente le encargó organizar manifestaciones de apoyo al gobierno y en febrero de 1929 se le atribuyó la función de hacer una especie de censo reservado de personas propicias «a la difamación, al alboroto político y la desmoralización del ánimo público». Nada permite, sin embargo, juzgar que la Unión Patriótica fuera propiamente algo parecido a un partido único. No parece que llevara a cabo esas funciones policíacas. Tampoco lo hizo el Somatén, la organización armada destinada a resguardar el orden social que se extendió al conjunto de España, pues llevó una vida lánguida e incluso disminuyó, con el tiempo, en número de afiliados.

Aparte de que siempre hubo otros partidos cuya actuación no estaba vedada, para que la Unión Patriótica fuera un partido único hubiera sido necesario que su papel y su contenido ideológico hubieran estado perfectamente claros, pero esa claridad estuvo siempre ausente de las declaraciones de Primo de Rivera. A veces afirmaba que la Unión Patriótica engendraría los futuros partidos del nuevo régimen liberal regenerado: en otras sostenía que era el primer partido de ese nuevo régimen e incluso pensó crear una especie de nuevo turno con la UP y el partido socialista. Llegó a definir la Unión Patriótica como «un partido central, monárquico, templado y serenamente democrático», pero también le atribuyó una divisa («Patria, Religión y Monarquía») que, por un lado, resultaba demasiado semejante a la del carlismo mientras que parecía capitidisminuir los principios monárquicos al enunciarlos sólo en tercer lugar. La misma incertidumbre se apreció respecto de la Constitución de 1876. En un momento el dictador dijo aceptaren la Unión Patriótica a todos aquellos que suscribieran la Constitución de 1876, pero él mismo la había violado y además pretendió sustituirla por una fórmula más autoritaria elaborada al margen de toda consulta popular auténtica. Si se leen los libros de propaganda en favor de la Dictadura (de los que los más difundidos fueron los de José Pemartín y José María Pemán) se apreciará en ellos, como argumento a favor del régimen, ante todo la eficiencia administrativa mostrada en innumerables estadísticas, pero también mucho más las tesis de la derecha tradicional católica que las del fascismo. Pemán, por ejemplo, consideraba que el sufragio universal era un gran error, pero defendía, sobre todo, el Estado tradicional social-cristiano frente al fascismo, aunque, al hacerlo, se sirviera de citas de autores autoritarios recientes. La verdadera realidad de la Unión Patriótica no fue en absoluto semejante a un partido único fascista sino una entidad circunstancial y oportunista destinada a desvanecerse en el momento en que careció del apoyo gubernamental. El propio Calvo Sotelo escribió en sus memorias que él se había opuesto a su nacimiento y organización porque «los partidos políticos cuando se organizan desde el poder y por el poder, nacen condenados a la infecundidad por falta de savia». En la práctica, la UP fue un partido personalista como el que más, que sólo actuaba por decisión superior y que se beneficiaba de un poder que ahora se ejercía sin limitaciones temporales y sin posibilidad de crítica. Es verdad que, en cierto sentido, tenía un aire más moderno que los partidos de turno, al promover una cierta movilización desde arriba, pero ésta fue muy circunstancial, atenida a los problemas del régimen, y parcial. El supuesto regeneracionismo de la Unión Patriótica concluyó en poco tiempo en la aceptación en sus filas de muchos antiguos caciques o la creación de nuevos cacicazgos. En la provincia de que era originario el dictador (Cádiz) prácticamente la totalidad de los caciques conservadores tradicionales se integraron en la UP. Si ésta contribuyó a la crisis del caciquismo la razón fundamental no fue su carácter de partido moderno sino el hecho de que marginara durante tanto tiempo del poder a los partidos de turno y de que alzara a sectores hasta entonces de escasa influencia. Si se examina la procedencia de los elementos que compusieron la UP se aprecia una notable heterogeneidad, que demuestran los estudios locales hasta ahora realizados: en Soria los dirigentes eran antiguos agrarios, mientras que en Ciudad Real lo fueron conservadores, en Sevilla, personalidades procedentes de la Unión Comercial, y en Murcia, católicos. En realidad, esta pluralidad no era sino una demostración de la inanidad de la organización. Lo mismo cabe decir del Somatén, organización de apoyo al orden público surgida en Cataluña y nutrida de las filas de la burguesía, que Primo de Rivera extendió a toda España. A veces se ha presentado como el precedente de una milicia fascista cuando lo cierto es que resultó una anémica e inefectiva institución apolítica que ni siquiera sirvió, llegado el momento, como punto de apoyo para el sistema cuando éste entró en crisis. Cuando Primo de Rivera fue preguntado si él y su sublevación significaban lo mismo que Mussolini y el fascismo, se limitó a responder que sus ejemplos habían sido nacionales: Prim y el Somatén. Cabría preguntarse si, a pesar de esa inanidad de las instituciones de apoyo al régimen dictatorial, no habrían contribuido a la difusión del ideario de extrema derecha: a fin de cuentas, una parte considerable de ésta adoptó luego, en la República, posturas partidarias de la Dictadura. En efecto, «mauristas», tradicionalistas, católicos y conservadores nutrieron principal, pero no exclusivamente, las filas de colaboracionismo dictatorial. Esto, sin embargo, no quiere decir necesariamente que, por el momento, pensaran en la dictadura como solución definitiva. La mejor prueba consiste en que el propio Calvo Sotelo, un antiguo «maurista», afirma en sus memorias que si colaboró con el nuevo régimen fue porque «mis ideales son y han sido democráticos». En muchos de quienes apoyaron al régimen éste se concebía tan sólo como una situación provisional destinada a modificarse con el transcurso del tiempo; sólo la extremada politización de la época republicana decantó hacia soluciones dictatoriales permanentes a esos sectores de derecha. Es cierto que en el mundo intelectual más vinculado al dictador hubo, en pleno régimen dictatorial, quienes patrocinaban soluciones autoritarias estables, como Maeztu o D'Ors, pero es dudoso que influyeran directamente en el propio dictador o que sus doctrinas resultaran verdaderamente decisivas. A los primeros partidarios del fascismo en nuestro país, como Giménez Caballero, la Dictadura les resultaba demasiado prosaica y poco heroica. Si Primo de Rivera se agenció esta organización de apoyo fue por la misma razón que contó con un diario oficial, ha Nación: se trataba de instrumentos útiles para quien deseaba ejercer el poder como dictador temporal pero tenían un significado diferente que en el fascismo, por ejemplo.

Se hace necesario efectuar un balance de la tarea «regeneracionista» de Primo de Rivera. Si la Dictadura constituye sólo relativamente el antecedente de la derecha de la época republicana, con lo dicho se podrá comprobar también que fracasó rotundamente en sus propósitos de querer sustituir el sistema caciquil hasta entonces imperante. Pérez de Ayala escribió que, a lo sumo, desaparecieron algunos caciques, sustituidos, por otros nuevos, mientras que el sistema como tal no había sido modificado. Ya Ortega había denunciado la tendencia del pueblo español a pensar que sus males eran el producto de la actividad de personajes concretos, citables por sus nombres, cuando en realidad el mal era más profundo porque se basaba en todo un sistema de vida política en que la responsabilidad era también de los ciudadanos y no sólo de los políticos profesionales. Azaña, en un luminoso artículo, añadió a esta afirmación el recuerdo de que el regeneracionismo, si era auténtico, debía nacer de una movilización espontánea hecha en un clima de libertad. En suma, de poco servían partidos nuevos si no se desarrollaban en el ambiente de las «libertades viejas», las clásicas del liberalismo. El caciquismo era una corrupción del liberalismo pero permitía un grado considerable de libertad; cuando ésta se redujo, la existencia del regeneracionismo se vio dificultada, y no facilitada, por la existencia de un régimen dictatorial, sin que nada realmente decisivo cambiara en la verdadera entraña de la vida política nacional. En este sentido, la Dictadura debe ser considerada como una especie de paréntesis: no cambió el modo de vivir la política de los españoles y, a su término, los problemas reaparecieron de la misma manera que a la altura de 1923.

La oposición: la Dictadura y los nacionalismos

A
pesar de toda la superficialidad de la acción regeneradora dictatorial el régimen de Primo de Rivera no tuvo prácticamente oposición a lo largo de 1923 y 1924. Con independencia de tratar más ampliamente de esta cuestión en páginas posteriores baste con recordar el impacto positivo que, incluso en el seno de la clase política desplazada del poder en septiembre de 1923, tuvo el golpe de Estado. Además, como sabemos, Primo de Rivera intentó y, como veremos, consiguió en gran parte, que el elemento militar aceptara su liderazgo, al menos pasivamente. La afirmación de que el régimen dictatorial duraría poco contribuyó a considerar innecesario derribarlo. El mantenimiento del orden público y la virtual liquidación del terrorismo anarcosindicalista coadyuvaron a neutralizar la oposición e incluso puede decirse que también contribuyó a ello de forma importante la peligrosa situación con la que se enfrentó la Dictadura en Marruecos en el verano de 1924. Si, a comienzos de año, empezó a desatarse un hervidero de rumores acerca del posible relevo de Primo de Rivera, la propia dificultad de la situación en el norte de África neutralizó cualquier posibilidad en este sentido, porque la herencia parecía demasiado onerosa como para que nadie quisiera asumirla.

De todo ello se deduce que esta primera fase de la historia de la oposición al régimen cuenta, sobre todo, como antecedente. De los políticos de la época constitucional tan sólo dos se situaron de manera clara en contra de la situación. Alba lo hizo como consecuencia de la persecución de que fue objeto. Los motivos carecían de fundamento y cualquier responsabilidad judicial fue sobreseída en 1926. Mientras tanto, sin embargo, Primo de Rivera testimonió absoluta indiferencia ante las quejas del político castellano y éste culpó al Rey de no poder defenderse. Si el caso de Alba constituyó una excepción, algo parecido pude decirse de Maura. La severa actitud del político mallorquín, siempre muy atento a la juridicidad, tenía que contrastar de forma rotunda con la gestión de Primo de Rivera. Dos factores más explican que el choque entre los dos personajes fuera temprano. Maura vio cómo una buena parte de sus seguidores, en especial los más jóvenes, se convertían en colaboradores de la Dictadura y el dictador se dio cuenta de que si se formaba un gobierno nacional para sustituirlo quien lo presidiera sería el que lo había hecho en todas las ocasiones precedentes. En cuanto a los militares hubo incidentes, pero resultaron mínimos. Uno de los antiguos conspiradores, Cavalcanti, mostró su desvío respecto a Primo de Rivera y en postura parecida se mostró Dámaso Berenguer, a quien se consideró cercano a los viejos políticos. El dictador, sin embargo, se consideró inamovible en su puesto porque el Rey, «ahora más que antes», según dijo, estaba en contra de la política precedente.

Con la mención a la Unión Patriótica hemos aludido ya a un periodo cronológico posterior a 1925. Conviene también referirse ahora a la posición del régimen respecto de los nacionalismos, en primer lugar, porque la postura de Primo de Rivera no se puede entender, en este aspecto, sin la referencia a su programa regeneracionista y, además, porque la rectificación del dictador respecto de su inicial declaración de intenciones se produjo en una fecha muy temprana y no se modificó a continuación. Ya en 1925 se había creado un abismo no sólo entre el catalanismo y la dictadura, sino entre Cataluña y el régimen. En realidad había un importante punto de contacto entre los movimientos de tipo nacionalista y la Dictadura, que derivaba de un común regeneracionismo. Según algunos regionalistas (no sólo catalanes) si iba a actuar un cirujano de hierro, era lógico que lo hiciera en beneficio de los intereses regionales. Además, como ya se ha señalado, no es en absoluto una casualidad que Barcelona fuera el lugar donde se incubó el golpe de Estado. Pero resulta por completo excesivo atribuir a una divergencia de intereses materiales entre dos tipos de burguesías —la de Alba y la de Cambó— la situación política que dio lugar al golpe de Estado de septiembre de 1923.

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