Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Dividida en cuatro volúmenes, la Historia de España en el siglo XX abarca un periodo especialmente controvertido, cuyo conocimiento es imprescindible para cualquiera que desee hacer un diagnóstico del presente. España ha sido protagonista de dos acontecimientos fundamentales en este siglo -la Guerra Civil y la Transición a la democracia- la cultura española ha alcanzado desde comienzos del siglo XX unas cotas que permiten establecer un paralelismo con el Siglo de Oro.

Este tomo aborda la etapa comprendida entre el desastre de 1898 y la proclamación de la República en 1931, un periodo de cambio en el que empezaron a fraguarse las grandes cuestiones que marcaron el siglo XX español.

Una obra fundamental para entender la España de hoy.

Javier Tusell

Historia de España en el siglo XX

I- Del 98 a la proclamación de la República

ePUB v1.0

JeSsE
19.09.12

Título original:
Historia de España en el siglo XX (I- Del 98 a la proclamación de la República)

Javier Tusell, 2000

Editor original: JeSsE (v1.0)

ePub base v2.0

Introducción: La herencia del fin de siglo

E
n un tiempo todavía no muy remoto, la Historia del siglo XX español hubiera comenzado con unas consideraciones acerca del peso que sobre la centuria siguiente tuvo el llamado «Desastre del 98», es decir, la pérdida de las últimas colonias americanas. Hoy, en cambio, gran parte de esas consideraciones, habituales en ese pasado próximo, se consideran fuera de lugar. El mismo hecho de considerar la fecha de 1898 como una ruptura sería muy discutible. Todo hace pensar que, así como el periodo revolucionario abierto en 1868 dejó una huella considerable en quienes lo vivieron, en cambio la pérdida de las colonias no rompió la continuidad histórica en muchos terrenos como, por ejemplo, el económico e incluso el mismo juicio es válido para el político. La impresión de ruptura con el pasado se limita a contados terrenos, como más adelante se señalará.

La interpretación que durante mucho tiempo se ha hecho de la pérdida de Cuba y Filipinas se ha basado en recalcar aspectos críticos acerca del régimen político existente sin tener en cuenta unas realidades que convertían en virtualmente inevitable lo sucedido. Hay que tener en cuenta, en primer lugar, el tipo de colonialismo español a fines del siglo XIX. En Filipinas ni siquiera había logrado la difusión de la lengua —ni siquiera entre las tropas auxiliares indígenas, y la labor colonizadora parecía, en realidad, subarrendada a las órdenes religiosas—. En las islas de Micronesia —Carolinas, Marianas…— se basaba en el descubrimiento, pues en la práctica no había existido ocupación propiamente dicha y, menos aún, explotación comercial. En Cuba la explotación económica no sólo había existido sino que dio lugar a las fortunas más impresionantes del siglo en España.

Así se explica que la llegada de los recursos procedentes de la isla resultara indispensable para sostener la guerra carlista. Pero en los últimos años del siglo de todo ello subsistía principalmente un grupo de presión política que, si en el pasado había hecho vivir a Cuba en un sistema de excepcionalidad constitucional, en 1893 hizo imposibles las reformas de Maura y sustentó la resistencia a ultranza contra cualquier cambio en las Antillas hasta que fue demasiado tarde. Entretanto las circunstancias económicas variaban y hacían cada vez más profunda la distancia entre el marco político y el económico. Mientras que más del 90 por 100 de la exportación de azúcar sin refinar se dirigía a Estados Unidos la metrópoli conservaba el 40 por 100 de la importación cubana que, de todos modos, no era el más allá del comercio exterior español. Los concejales de La Habana eran en su inmensa mayoría peninsulares a pesar de que las críticas a la Administración colonial poco antes de la Restauración eran tan graves que un capitán general llegó a decir que tres cuartas partes de los funcionarios merecían ser licenciados. Si a comienzos de siglo la existencia de la esclavitud aseguró la fidelidad de la clase dirigente a la Corona española, a fines la crisis del azúcar de caña —por la aparición del de remolacha— contribuyó a crear una profunda inquietud que favoreció a los movimientos independentistas. Si la producción cubana había llegado a ser el 40 por 100 del total mundial, en los años finales de siglo se había reducido a casi la mitad. Aun así, durante mucho tiempo Cuba constituyó la esperanza de casi un millón de españoles que emigraron a la isla desde fines de siglo hasta los años treinta.

Sólo una situación de las relaciones internacionales favorable a España hubiera podido tener como consecuencia que Cuba siguiera perteneciendo a la Monarquía española pero, en este preciso momento, todo contribuyó, por el contrario, a hacerlo más difícil. Se le ha atribuido a Cánovas una política de aislamiento que explicaría, de acuerdo con la interpretación de sus críticos, la carencia de alianzas de España y, por tanto, su derrota en el momento decisivo. Pero ésta no es una descripción que se corresponda con la realidad. Cánovas sólo procuró evitar los compromisos, en especial los excesivos. La Restauración estuvo ligada a una de las alianzas europeas hasta mediados de la década final de siglo pero incluso si esa situación hubiera perdurado (y no fue el caso) el resultado hubiera sido idéntico porque no hubiera bastado para garantizar las posesiones coloniales. En un ambiente internacional en el que predominaba un áspero realismo (o, si se quiere, la ley darwinista del más fuerte) los derechos históricos no valían ante los poderes emergentes de nuevas potencias dispuestas a participar en el reparto. De esta manera se imponía una redistribución colonial en la que las perdedoras tenían que ser aquellas naciones «moribundas», denominación que empleó el secretario del Foreign Office lord Salisbury precisamente para referirse a España tras su derrota. Estados Unidos actuó como el ejemplo mismo de potencia deseosa de ejercer su imperialismo y por eso no cejó de plantear a España la única solución que para su clase dirigente resultaba inaceptable, la venta de la isla.

En la larga serie de conflictos que durante la década de los noventa se produjeron en las relaciones internacionales de todo el mundo, el que enfrentó a España con Estados Unidos fue el único que concluyó en guerra pues en los restantes se produjo la pura y simple retirada del más débil. Varios factores contribuyen a explicarlo. En primer lugar, cómo en Estados Unidos la prensa popular proporcionó un juicio por completo erróneo acerca de la situación, aunque en distinto sentido. La española pretendía apoyarse en una opinión pública que, en realidad, estaba creando ella misma en la mentira. De acuerdo con esa prensa el león español sería capaz de liquidar al cerdo yanqui: cuando en la diversión más popular del momento —la corrida— hacían aparición toros mansos se los denominaba «yanquiformes». El juicio de la clase dirigente se explica no por la ignorancia sino por razones de carácter político. En el seno del régimen vigente se dio por supuesta la derrota antes del comienzo mismo de las operaciones militares. La guerra sería «un desastre estéril», anunció Canalejas, mientras que el general Polavieja informó a la regente de que prefería de momento no ser ministro de la Guerra y reservarse para después de la derrota. Cánovas, por su parte, aseguró que la Monarquía «no resistiría» la entrega, sin lucha, de una de sus posesiones: Cuba era para España algo así como Alsacia-Lorena para Francia. El propio almirante Cervera, que llevó la flota hasta Santiago hacia su hundimiento, consideraba que se la podía dar por perdida con el simple hecho de decidir que viajara allí. Si la guerra fue aceptada la razón estriba en que se pensaba que, de otro modo, podía quebrar el mismo régimen de la Restauración. En este sentido parece acertada la metáfora empleada por la novelista Emilia Pardo Bazán: la España de la época era como un duque vestido con una armadura, incapaz de librarse de ella a pesar de que le ahogaba. De hecho, tras el Desastre los republicanos más extremistas, como Blasco Ibáñez, defendieron posiciones de un convulso patrioterismo y luego reclamaron que un general derribara a las instituciones monárquicas. Los carlistas recurrieron a propagandas semejantes e incluso coincidieron en señalar al general Weyler —protagonista de la más dura política de guerra contra los sublevados— como su esperanza. Sólo grupos políticos por entonces irrelevantes —nacionalistas, socialistas, federales…— protestaron contra la guerra durante el desarrollo de la misma. La guerra fue popular en un primer momento pero con el paso del tiempo se convirtió en todo lo contrario: el 25 por 100 de los reclutas consiguió eximirse del servicio militar comprando la exención o convirtiéndose en prófugo.

La responsabilidad de la clase dirigente se aprecia en motivos distintos que la ignorancia de la situación. El esfuerzo que se hizo para combatir a los insurrectos fue muy considerable pero lo sufrieron, de forma exclusiva, los más débiles. Ya la anterior guerra cubana había sido costosísima. Ahora el esfuerzo realizado por el Estado español fue ingente: se trasladó al otro lado del mundo un cuarto de millón de soldados de los que 60.000 no volverían. Sólo unos pocos millares murieron en combate y, de ellos, unos centenares en lucha con los norteamericanos; el resto de las bajas lo fueron por enfermedad. Unos efectivos tan numerosos eran necesarios porque en Cuba la guerra fue, en realidad, una persistente guerrilla en la que, como aseguró Martínez Campos, «vencer en un combate serio es imposible». El Ejército español no estaba preparado para ella. Sus planes partían de un posible conflicto europeo en el que sería necesario movilizar en poco tiempo a grandes masas de combatientes pero carecía de adecuada impedimenta (y protección sanitaria) para la guerra cubana, principalmente debido a que el 70 por 100 de los presupuestos se dedicaban al pago de personal. Una de las más pesadas cargas derivadas del siglo XIX fue un exceso de oficialidad cuya consecuencia fue ésa. Las columnas a caballo de los insurrectos, cuya táctica consistía en la alta movilidad y las cargas a machetazos, eran inalcanzables para los españoles, empeñados en contener al adversario a base de barreras estáticas, las trochas. Muy pronto el campo estuvo en manos de los rebeldes y sólo las ciudades se mantuvieron sólidamente en manos de los españoles. De nada sirvió la pretensión de Weyler de utilizar procedimientos de radical dureza que sólo sirvieron para deteriorar la imagen internacional de España. La Marina, cuyo papel fue decisivo en el conflicto, sólo contaba, por su parte, con una proporción mínima del presupuesto militar. Los barcos de guerra españoles eran numerosos, pero su tonelaje representaba la mitad del norteamericano y disponían de un blindaje muy inferior; apenas se contaba con acorazados y las mejores unidades estaban muy mal mantenidas. Cervera calculó que la superioridad adversaria era de tres a uno. En estas condiciones la guerra estaba condenada a ser poco duradera y concluir con una derrota estrepitosa de los españoles y la liquidación de sus posesiones ultramarinas en América y Oceanía. En Santiago la flota española trató de huir y fue liquidada causando tan sólo un muerto al adversario. Por el Tratado de París España perdió sus posesiones de las Antillas y del Extremo Oriente. La venta de los archipiélagos micronésicos constituyó la mejor prueba de que, en el concierto de las naciones, se consideraba que España no podía cumplir una función colonizadora.

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