Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (2 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Como en principio resultaba previsible, la derrota se vio acompañada por una profunda sensación de inseguridad colectiva. Lógicamente —y este es un primer terreno en que se produjo una ruptura respecto al pasado— se tambaleó de inmediato la ubicación española en el mundo internacional. Hubo rumores absurdos acerca de posibles desembarcos norteamericanos en Canarias o Algeciras. Paradójicamente, estos últimos —que, en un primer momento, llevaron a fortificar el entorno de Gibraltar con un criterio defensivo— supondrían el retorno de España a una situación de seguridad propia en el entorno europeo de naciones. No pasó mucho tiempo sin que se estableciera una relación preferente con Gran Bretaña y Francia, potencias predominantes en el Mediterráneo occidental del que forma parte España. Aunque fue subordinada y dependiente —países como Portugal y Bélgica, mucho menores, habían sacado más ventajas del reparto colonial— proporcionó la seguridad que parecía estar en peligro en los meses finales del XIX. El impacto del 98 fue, por tanto, decisivo en ese terreno, en el sentido de que el papel de España en el mundo se vio modificado de forma sustancial a partir de ese momento. En muchos otros, en cambio, la vida española se caracterizó por la continuidad. En ella había no pocos recuerdos del pasado pero también era posible apreciar la marca de lo nuevo que se haría cada vez más patente con el paso de los años.

En efecto, a comienzos del nuevo siglo España era una nación inequívocamente europea occidental desde el punto de vista geográfico, político y cultural, pero resultaba muy distinta de los países más desarrollados del Viejo Continente en otros aspectos. Desde la época romántica, en que tantos escritores y pintores británicos o franceses visitaron la Península, ofreciendo de ella una imagen exótica, como si se tratara de una especie de «Berbería cristiana», esa visión de la peculiaridad española había venido recalcándose, a veces en términos excesivos. Esa imagen —más o menos justificada— perduró aunque, como veremos, también tendió a cambiar según los tiempos: de entrada, la pintoresca España romántica se convirtió en la España trágica y negra del fin de siglo. De todos modos, si España ofrecía no pocas semejanzas con Europa occidental, también era posible compararla con el mundo balcánico o incluso con el hispanoamericano. Al alborear el siglo cualquier británico o francés que visitara nuestro país caería en la cuenta de que las diferencias entre su patria y España eran notables, aunque subsistiera el suficiente grado de identidad como para recalcar más aún la peculiaridad.

Esta empezaba por percibirse en la propia demografía. En 1900 había 18.600.000 españoles. La tasa de crecimiento de la población no era, en estos momentos, muy diferente de la época del Antiguo Régimen y, en general, puede decirse que nuestra demografía se parecía mucho más a la del siglo XVII que a la de la actualidad. Mientras que el incremento de la población a lo largo del siglo XIX había sido del orden del 50 por 100 en Europa, en España había sido sólo del 20, y el crecimiento natural en nuestro país era aproximadamente tan sólo la mitad del de Bélgica. La razón estribaba en el muy tardío descenso de la mortalidad —29/1.000— a pesar de la alta natalidad —34/1.000— lo que permitió escribir a un político regeneracionista de la época (Silió) que «Francia es hoy, en Europa, el país de la esterilidad voluntaria y España el país de la mortalidad indisculpable». En términos comparativos, la mortalidad española de la época era superior a la de un país del Tercer Mundo actual y en el Madrid finisecular resultaba idéntica a la de San Petersburgo, la capital de la Rusia de los zares, Madras o El Cairo. Una cuarta parte de los recién nacidos no llegaban al año de vida y el 60 por 100 de la mortalidad anual se debía a enfermedades infantiles del aparato digestivo, aspectos en que, en la Europa de entonces, España sólo era superada por Rusia. Las penosas condiciones higiénicas no afectaban tan sólo a los recién nacidos, pues únicamente la mitad de éstos llegaban a los treinta y tres años y las diarreas estivales causaban hasta una cuarta parte de las muertes. La esperanza de vida era de treinta y cinco años y sólo en los primeros años del siglo XX se difundió la vacuna contra la viruela o se crearon instituciones sanitarias en las capitales de provincia. Prácticamente no existía la limitación voluntaria de los nacimientos. En España, muy a fines del XIX y comienzos del XX, sólo se produjo una auténtica transición demográfica en relación con este aspecto en Cataluña, pero no en el resto del país.

Un segundo rasgo muy característico del régimen demográfico antiguo que caracterizaba a España fue la escasa movilidad de la población y su inmovilidad del medio geográfico rural que le vio nacer. Eso implica que no existía apenas emigración del campo a la ciudad: en 1900 tan sólo el 32 por 100 de la población vivía en núcleos de más de 10.000 habitantes y sólo llegaban a seis las poblaciones de más de 100.000. Diecisiete capitales de provincia tenían tan sólo alrededor de 15.000 habitantes (Soria unos 10.000). Madrid superaba el medio millón de habitantes y ya a fines del XIX contaba con importantes edificios de nueva planta dedicados a las grandes instituciones oficiales así como novedades en los transportes urbanos, como los tranvías eléctricos. Pero la capital española que de momento había testimoniado una más clara voluntad de transformación autónoma era Barcelona, como quedaba testimoniado por la apertura del paseo de Gracia o la celebración de la Exposición de 1888, con todo su correlato arquitectónico, que convirtió a la capital catalana en el ejemplo más característico del modernismo.

Ante todo y sobre todo, las divergencias entre España y los países más desarrollados del mundo occidental europeo residían en el abrumador peso que en su economía y sociedad seguía teniendo el mundo rural. A la altura del año 1900, el censo presentaba una realidad española en la que del 65 al 70 por 100 de la población activa trabajaba en el sector agrícola o ganadero. Estas cifras se hacían todavía mucho más expresivas si pasamos desde el nivel nacional al provincial: en 46 de las 50 provincias españolas la población agrícola representaba más del 5 0 por 100, pero, además, en 36 llegaba al 70 y en 12 incluso a más del 80 por 100. (No olvidemos, por otra parte, que las ciudades solían ser de carácter administrativo y de funciones terciarias. Aunque en las más grandes empezaban ya a aparecer los tranvías eléctricos, en algunas de las mayores —como Sevilla o Zaragoza— subsistían todavía los pozos negros, con los consiguientes problemas de salubridad).

Por otro lado, es preciso señalar de qué tipo de agricultura se trataba, pues podría tenerse de ella una imagen semejante a la de la actual. En realidad, hasta muy avanzado el siglo XIX se mantuvo una economía rural de subsistencia en la que ni tan siquiera podía decirse que existiera un mercado nacional. Únicamente en la década 1880-1890, merced a la crisis agrícola y la introducción del trigo extranjero por ferrocarril, se produjo una integración en un mercado nacional que puede haber supuesto el 70 por 100 del total, pero las divergencias de precios en los cultivos básicos demuestran, en el resto, la permanencia de un mundo agrícola que recordaba demasiado al Antiguo Régimen. No puede extrañar, en consecuencia, que periódicamente se siguieran produciendo hambrunas después de una mala cosecha. Las producciones básicas eran las tradicionales de la trilogía mediterránea —el trigo, la vid y el olivo— y nada más que una octava parte del área cultivada dedicada a otras. Sólo el fuerte proteccionismo, introducido a fin de siglo por Cánovas para evitar «la agonía lenta y repugnante» de todo un pueblo mantuvo el trigo mientras que excepcionales circunstancias facilitaban una temporal prosperidad de la vid. La población activa empleada en la industria era menos del 16 por 100 del total y, aun de esta cifra, aproximadamente la mitad estaba empleada en sectores de necesidad tan perentoria y sofisticación tan escasa como la confección textil o la construcción. Las fábricas de más de un millar de trabajadores eran muy contadas y casi tan sólo existentes en la periferia. Del sector terciario o de servicios formaba parte importante todavía el servicio doméstico, lo que resulta bien expresivo de una sociedad retrasada: casi 300.000 personas figuraban en el censo como pertenecientes a él.

El arcaísmo del mundo agrícola resulta el factor explicativo de que el crecimiento económico español a lo largo del siglo XIX fuera de tan sólo un 0, 5 por 100 anual por habitante, aunque la cifra aumentó bastante en los últimos años de la centuria, a partir de la Restauración; esta tasa de crecimiento representaba entre la mitad y una cuarta parte de la habitual en el norte de Europa. En consecuencia, aunque España creciera, la distancia con respecto a los países más desarrollados no hizo otra cosa que incrementarse: en 1850 la renta española era el 48 por 100 de la británica y el 57 de la norteamericana; en 1900, el 41 y el 43 por 100, respectivamente. Lo más importante no es que España siguiera siendo un país agrícola sino que, además, su medio rural estaba dominado por males estructurales ancestrales favorecedores de ese débil crecimiento. El número de fincas pequeñas era el 99 por 100 del total de las propiedades, pero representaban sólo un 46 por 100 del territorio nacional. Las fincas grandes suponían alrededor de un 28 por 100 del total del país, pero en la mitad sur de España este porcentaje se elevaba considerablemente. En doce provincias más de medio millón de hectáreas se repartían entre doscientos propietarios. En consecuencia, España tenía que enfrentarse con dos problemas graves, el latifundismo y el minifundismo. Eran, en cierto modo, no sólo fenómenos semejantes por su procedencia histórica sino también complementarios pues, en definitiva, el terrateniente andaluz obtenía cuantiosos rendimientos de sus tierras no merced a fuertes inversiones sino gracias a que los precios eran altos, porque se regían por la climatología y la calidad de la tierra habituales en Castilla, mucho menos favorables que en el sur. Pero esos precios altos de poco servían al pequeño propietario castellano, agobiado por la necesidad de recurrir a unos préstamos usurarios que llegaban normalmente al 20 por 100 e incluso en ocasiones superaban el 50 por 100: llegó a haber hasta un millón de fincas incautadas por falta de pago de los préstamos. El latifundismo en la mitad sur de la Península tenía causas históricas y no físicas. Aparte de las fincas de gran tamaño procedentes de la época romana o árabe fue la rápida reconquista en la primera mitad del siglo XIII de las tierras situadas al sur del Tajo la que provocó, tras el reparto del que fueron beneficiarios los nobles, una estructura latifundista que el advenimiento del liberalismo y la desamortización no modificaron de manera sustancial. En 1854 los principales sujetos pasivos por contribución rústica seguían siendo, en buena medida, nobles: lo eran 13 de los 22 que pagaban más de 100.000 reales, que residían o tenían tierras en Andalucía. En cambio, a mediados de siglo había desaparecido el latifundio eclesiástico. El nobiliario fue deteriorándose a lo largo de la segunda mitad del XIX y buena prueba de ello la ofrecen los avatares de algunas de las grandes familias nobles andaluzas, la totalidad o parte de cuyas fincas fueron pasando a la burguesía. Así, en 1884 las fincas del duque de Osuna fueron incautadas por los acreedores y serían compradas por dos familias de sonados apellidos durante la Restauración, los Benjumea y los Gamero Cívico. Los Medinasidonia, por ejemplo, vendieron la finca del coto de Doñana a los Garvey, productores de vino en Jerez. Sin embargo, la fortuna de los Medinaceli resultó más duradera, aunque en el último tercio del siglo vendieron propiedades a los Murube o los Solís. Desde antes de mediados de siglo, como precedente de estos procesos de venta, la tierra nobiliaria había sido habitualmente arrendada a burgueses o nobles de inferior condición, que fueron los que luego la compraron para explotarla directamente. Los antiguos arrendatarios y ahora nuevos propietarios no dudaron en emplear procedimientos técnicos modernos en sus nuevas propiedades, lo que contradice la visión tópica de que el latifundismo contribuía a la explotación ineficiente. Cuando llegó la República, el arado de vertedera representaba el 36 por 100 en la media nacional y el 56 por 100 en Andalucía; Sevilla y Cádiz concentraban nada menos que el 15 por 100 de las cosechadoras de toda España.

A pesar de este deterioro de la propiedad noble, a comienzos del siglo XX se puede calcular que aproximadamente un 6 por 100 de la tierra estaba todavía en manos suyas; la proporción era, sin embargo, mucho más elevada en determinadas provincias. Así sucedía en seis sureñas, y en Cádiz y Cáceres la propiedad noble suponía incluso una cuarta parte del total de las tierras. En esta última provincia 285.000 hectáreas correspondían a fincas de más de 10.000 y dos nobles, los marqueses de la Romana y el de Riscal, tenían 65.000. Cuando en 1932 fueron expropiados los bienes de la Grandeza de España se constató que 262 grandes eran propietarios de 335.000 hectáreas y que entre tan sólo 10 títulos nobiliarios poseían un 0, 8 por 100 del país.

Pero, como ya se ha señalado, a comienzos del siglo XX el latifundismo no era un fenómeno nobiliario, ni siquiera primordialmente, sino que constituía una realidad perdurable aunque hubiera cambiado de manos. A la llegada de la República se pudo escribir que el 2 por 100 de los propietarios poseían el 56 por 100 de la riqueza agrícola en la Bética, mientras que en Badajoz unos 400 individuos controlaban un tercio de la propiedad agrícola. Los inconvenientes del latifundismo eran obvios si bien, al mismo tiempo, pueden dar una impresión caricaturesca de la España de la época. Aunque propietarios y arrendatarios del latifundismo hubieran contribuido a la introducción de mejoras técnicas, la existencia de una amplia mano de obra mal pagada en las regiones ricas en que existía la gran propiedad (como Andalucía occidental) no favorecía el incremento de la productividad. Por otro lado, el absentismo de los propietarios (casi todos los nobles y una parte de la burguesía) podía, quizá, suponer el arrendamiento a agricultores locales de hasta un 30 o un 40 por 100 de la tierra. Eso parece demostrar que la riqueza de la tierra podría haber contribuido a solucionar los problemas de desigualdad social, en vez de multiplicar el número de quienes se beneficiaban pasivamente de ella.

Lo característico del régimen de la gran propiedad era, más que nada, la existencia de una clase de jornaleros con condiciones de vida miserables y cuyos ingresos, merced al mismo hecho de la abundancia de mano de obra, permanecían de forma habitual en el borde mismo de la dieta mínima. Cuando había trabajo, el salario, a comienzos de siglo era, en algo más de la mitad de los casos, de 1,50 pesetas diarias, pero se encontraba a veces por debajo de esta cifra. Ya Costa señaló su insuficiencia y describió cómo se paliaba: «Lo que ha dado lugar al llamado problema agrario o cuestión social de los campesinos se reduce a estos sencillos términos: que el jornalero, aun con la ayuda de su familia, no gana estrictamente lo necesario para alimentarse, de modo que su déficit alimenticio se cubría disputando las hierbas a las bestias del campo, merodeando las campiñas en busca de trigo, espárragos, higos chumbos, yendo desnudos o descalzos los muchachos o cubiertos de harapos los adultos, enviando los niños no a la escuela sino a pedir limosna, viviendo hacinados en cuevas o chozas inmundas». Las estadísticas de la época parecen atribuir al jornalero andaluz la mitad del salario del valenciano excepto en el momento de la recogida de la cosecha. En su Andalucía trágica, Azorín describió a estos campesinos que parecían ancianos con tan sólo treinta años y apuntó: «El odio de estos labriegos acorralados, exasperados, va creciendo, creciendo». La respuesta del sistema social y político acostumbraba a ser, sin embargo, ignorar esta realidad. «Los latifundios son infundios», aseguró Romero Robledo, político de primera fila en la Restauración y cacique latifundista de Antequera. Dos décadas después los informes del Instituto de Reformas Sociales revelan un panorama muy semejante. «El mal que se siente en los campos españoles —afirma un informe sobre el problema agrario en Córdoba— debe ser muy real porque no cesan de patentizarse las quejas del proletariado rural; de nuevo encontramos un déficit entre el salario y la dieta mínima y la apremiante necesidad de subdividir la propiedad». De todos modos, no eran sólo los problemas estructurales los que atenazaban a la agricultura andaluza. Los mismos altos rendimientos de los cultivos (entre el 12 y el 18 por 100 en cereal y el 20 por 100 en olivar) contribuían a evitar la innovación agraria, que contaba con una mano de obra abundante, pero hubo además un fracaso evidente de la clase dirigente tradicional, lo que hace que la mayor parte de los apellidos de los capitalistas de la región (Loring, Heredia, Carbonell…) procedieran del exterior.

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