Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (5 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Lo más probable es que tan sólo el 25 o el 30 por 100 de la población sea abarcable en el concepto genérico de clases medias, empleando esta expresión en términos no muy precisos e incluyendo en ellas a los comerciantes y personas de actividad semejante y, en general, a lo que habitualmente se entiende como clase media baja. El resto de la población española estaría formado por agricultores propietarios de pequeñas unidades de explotación, jornaleros campesinos, obreros industriales y de servicios, servidores domésticos, etc., conjunto que podría ser representativo del 75 por 100 restante. La proporción entre unos y otros es muy difícil de señalar, pero todo hace pensar que, a la altura de 1900, la cifra de jornaleros del campo era muy superior a la de obreros industriales, quizá en la proporción de tres a uno. Dicha proporción resulta interesante porque nos muestra la situación relativa de dos sectores sociales, ascendente el uno y descendente el otro, en un común proceso de modernización. Sólo en términos proporcionales cabe hablar, en efecto, del peso de cada sector en la pirámide de población activa española. Sabemos que la proporción de cultivadores directos fue estable con tendencia al alza, mientras que quienes en el censo eran calificados de jornaleros tendieron a disminuir en número. La población activa en la industria no debía ir más allá del 16 por 100, en tanto que los trabajadores independientes (que no eran otra cosa que artesanos o menestrales) se situaban alrededor de la mitad. En realidad, una población obrera industrial propiamente dicha sólo existía en Barcelona, integrando a unas 100.000 personas. Una cuarta parte de la población activa estaba formada por trabajadores terciarios, pero (y ello es muy significativo) aproximadamente una cuarta parte pertenecía al servicio doméstico. La existencia de informes oficiales acerca de las condiciones de trabajo en determinados medios permite ofrecer una idea de lo que era la vida habitual de la inmensa mayoría de la población española. En Barcelona el trabajo en la industria textil suponía una jornada de once horas y un salario de tres pesetas en el cambio de siglo; buena parte del mismo estaba en manos de mujeres, lo que explica lo reducido del mismo. En la minería vasca la jornada era de once horas en verano y nueve en invierno. La dureza de estas condiciones se veía complementada por el hecho de que el trabajador del textil catalán debía contar con el sueldo de la mujer para completar su salario. Por su parte, los mineros (que padecían la mayor accidentalidad laboral, alrededor del 30 por 100) hicieron las primeras huelgas en 1890 demandando una jornada diaria que se redujera a ocho horas. Sólo trabajadores muy especializados, la auténtica aristocracia de la clase obrera, como eran los tipógrafos, llegaban a cobrar siete pesetas diarias de salario. De cualquier modo, el trabajo industrial englobaba apenas un cuarto de millón de personas, una tercera parte de los artesanos existentes en España.

Con ser duras las condiciones de trabajo del obrero industrial todavía resultan más lacerantes, desde una óptica actual, las del jornalero agrícola. Ya hemos hecho mención de ellas en páginas precedentes, pero conviene recordar ahora, en términos comparativos, que un jornalero andaluz cobraba un salario que, en el mejor de los casos (en invierno), era la mitad del de un obrero barcelonés e incluía una comida, y que en verano podía ser de tan sólo un tercio: sólo en ocasiones excepcionales, como la siega, se situaban sus salarios por encima de lo habitual en el textil catalán. En general puede decirse que el 70 por 100 del presupuesto de una familia obrera se empleaba en la alimentación. En el medio urbano la base alimenticia era el cocido de legumbres con la ocasional adición de bacalao o carne de baja calidad, pero en el campo seguía estando constituida por el pan (con aceite, por ejemplo) o los gazpachos. Al mismo tiempo, las clases altas se beneficiaban ya de la aparición de una gastronomía de influencia foránea. La mayor parte de los restaurantes tenían nombres extranjeros y los menús estaban redactados en francés. En el banquete de boda de Alfonso XII hubo nada menos que quince platos.

A comienzos de siglo la situación de la mujer respondía a una concepción que la asimilaba a la condición del menor sujeto a la autoridad marital. El Código civil daba por descontado que el marido debía proteger a la mujer y ésta obedecerle, siguiéndolo allí donde él decidiera fijar su residencia. Una escritora, Emilia Pardo Bazán, aseguró por esas fechas que más que de educación de la mujer cabía hablar de su «doma», pues toda ella conducía a inculcarle los valores de obediencia y pasividad. Así como «el hombre ha nacido libre y libre debe vivir», aseguraba un manual sobre la conducta de la mujer, ésta «no debe salir de las paredes del hogar». Sólo las viudas herederas eran verdaderamente independientes. La propia moda —el corsé— remitía al papel de la mujer como madre, aunque por estas fechas ya se estuviera produciendo una simplificación del vestido.

En estas circunstancias no puede extrañar que la mujer fuera prácticamente ajena al mundo de la educación y del trabajo. En 1900 el analfabetismo femenino era muy superior al masculino, situándose en el 71 por 100 (el masculino era del 55 por 100); tan sólo había una mujer doctora en la Universidad y apenas cuatro decenas cursando los estudios de Bachillerato en institutos de toda España. Aunque las primeras leyes sociales se centraron precisamente en las condiciones de trabajo femeninas, su resultado no fue más que disminuir la tasa de actividad de la mujer: ésta carecía de protagonismo en el mundo del trabajo: sólo algo menos del 15 por 100 de la población femenina trabajaba y el núcleo más importante lo hacía en el servicio doméstico (de donde procedían dos tercios de las prostitutas). El 90 por 100 de las mujeres que trabajaban lo hacían en tres sectores industriales: la industria de la confección, que suponía la mitad, la textil y la alimenticia. En todas las ciudades de una cierta entidad existía una población laboral femenina, pero únicamente tenía una significación importante en Barcelona donde las obreras del textil suponían más de una cuarta parte del total de la mano de obra empleada en el sector y el 15 por 100 de la población obrera barcelonesa. La participación en el mundo del trabajo no suponía, sin embargo, una equiparación con el varón, pues los salarios femeninos estaban entre la mitad y los dos tercios de los masculinos. La conciencia de la marginación de la mujer apenas si había empezado a desarrollarse a la altura del cambio de siglo, si bien en ocasiones quienes escribían libros sobre feminismo eran varones (en 1899 lo hizo Posada, por ejemplo). Aunque ya eran frecuentes las escritoras, sólo en la primera década del XX aparecieron las primeras mujeres dirigentes del sindicalismo obrero: Teresa Claramunt entre los anarquistas y la socialista Virginia González.

Esta alusión a las condiciones de vida de la clase trabajadora da pie para hacer mención a los movimientos sociales de carácter sindical y de propósitos más o menos revolucionarios. Es ésta una cuestión en la que se ha producido una importante evolución en los planteamientos de la historiografía. Estamos ya muy lejos del tipo de visión que atribuía a esta clase de movimientos un papel absolutamente decisivo en el pasado español, en ruptura con la época anterior y como promotores de una revolución que estuvo a punto de triunfar a lo largo de sucesivas ocasiones. En realidad, el movimiento obrero no se entiende sin la preexistencia de un republicanismo carbonario, igualitario y anticlerical. Sus fundadores, más que trabajadores del mundo industrial emergente, fueron artesanos y obreros de oficios clásicos o incluso pequeños campesinos, afectados unos y otros por el cambio en sus condiciones de vida como consecuencia de la evolución económica reciente. La configuración de un programa reivindicativo y de una mentalidad peculiar (que incluía, por ejemplo, la celebración del 1 de mayo o la reivindicación de las ocho horas de trabajo) quedó configurada en el final de siglo. Pero no se produjo una ruptura total con el pasado —tanto el republicanismo como la tradición puramente mutualista fueron muy duraderos— y menos aún la posibilidad real de que resultaran por completo determinantes del inmediato futuro histórico. España tenía, sin embargo, una indudable tradición en lo que respecta al movimiento obrero. La sección española de la Asociación Internacional de Trabajadores había sido la más nutrida en afiliados de todo el mundo, en especial en sus últimos tiempos; cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué punto se puede considerar este hecho como demostrativo de una movilización consciente del trabajador español y, sobre todo, destinada a tener estabilidad. De hecho, en los años finales del XIX no podía considerarse que, ni desde el punto de vista de la originalidad ideológica ni del número de afiliados, el movimiento obrero español tuviera una especial significación en el contexto del europeo. Ni siquiera cabe atribuir una especial peculiaridad del movimiento obrero español a la división entre anarquismo y socialismo porque ésta era habitual en los países latinos durante la época. Si acaso se puede considerar como rasgo relevante en el obrerismo español el papel poco importante desempeñado por el socialismo. El PSOE, fundado por Pablo Iglesias, era una organización de muy limitada afiliación formada, sobre todo, por obreros especializados (por ejemplo, tipógrafos) y caracterizada por una postura de rígida oposición a cualquier tipo de colaboración con los partidos de la izquierda republicana, que tenían un apoyo mucho mayor en los medios obreros. Todavía en el final de siglo su localización geográfica estaba repartida entre Madrid y Barcelona. Tanto el partido como su sindicato (UGT) habían logrado salir de la clandestinidad gracias a la Ley de Asociaciones aprobada por los liberales durante el largo gobierno de Sagasta, pero eso no dio lugar a una espectacular crecida de sus efectivos.

Con respecto al anarquismo es bien conocida su influencia determinante en la sección española de la AIT durante el periodo revolucionario. En el pasado ha sido bastante habitual preguntarse acerca de las razones del arraigo del anarquismo en España y se han solido dar interpretaciones de este fenómeno un tanto simplificadoras, como, por ejemplo, vincularlo a una cierta «rebeldía primitiva» del campesinado carente de tierras en el sur señalándose, incluso, que la emigración a las zonas industriales podría ser la razón explicativa de la presencia del anarquismo en el medio urbano (Barcelona, por ejemplo). El anarquismo sería una doctrina mucho más propia de la rebelión, periódica e intensa, en vez de la revolución, capaz de despertar entusiasmos mesiánicos, casi religiosos, y producto de actitudes puritanas en lo moral mucho más que de interpretaciones del mundo y de la Historia. La interpretación del anarquismo como «rebeldía primitiva» tiene, sin embargo, en su contra muchas evidencias, aunque haya sido suscrita por prestigiosos testigos y por no menos prestigiosos historiadores posteriores. Es probable que resulte mucho más correcto describir el anarquismo como una suma de corrientes que a veces tenían poco que ver entre sí, pero que conectaban con algunas tradiciones populares sólidamente asentadas como, por ejemplo, el anticlericalismo y el utopismo de raigambre liberal. Había un anarquismo al que cabe denominar, con mayor propiedad, anarcocomunismo, basado en la conspiración mediante sociedades secretas, la acción violenta y el reparto de la tierra en el medio latifundista del sur. Ése sí puede asimilarse, en ocasiones, a la rebeldía primitiva, aunque las organizaciones sindicales estables de carácter anarquista en ese mismo medio no necesariamente deben vincularse con los jornaleros carentes de tierra, como se ha asegurado en más de una ocasión. Ahora bien, al mismo tiempo, existía un anarcosindicalismo urbano, que recogía toda la tradición histórica de unión obrera y mutualismo nacida en el siglo XIX, pero cuyos ideólogos a menudo rompieron con la propensión reformista que lo caracterizaba. Una tercera versión del anarquismo correspondería al terrorismo urbano producto, en muchas ocasiones, de la acción de jóvenes estudiantes o intelectuales descentrados que nada tenían que ver con el asociacionismo obrero.

Con todo, ni el socialismo ni estas tres versiones del anarquismo, aunque despertaran terror en los medios burgueses y conservadores, representaban un peligro tan inmediato y grave como les atribuían los medios de expresión vinculados con esas actitudes. Si el Estado de la Restauración había tenido algún motivo para inquietarse en las últimas décadas de siglo la razón estribó mucho más en las conspiraciones militares, carlistas y republicanas, que en una posible subversión social nacida en los sectores obreristas. La afiliación a ellos era poco nutrida y la razón estriba en que la sociedad española de la Restauración se caracteriza principalmente por una actitud apática y desmovilizada que constituye el principal factor para interpretar la esencia de su sistema político.

Los intelectuales finiseculares lanzaron contra el Estado de la Restauración críticas de una dureza singular. Unamuno afirmó que en España había tan sólo «apariencias de Ejército, ficciones de Magistratura, sospecha de Universidad y escrúpulos de Marina». En efecto, si por algo se caracterizaba el Estado de la Restauración era por su debilidad. Así se aprecia, en primer lugar, desde el punto de vista económico. A fines del XIX la deuda nacional suponía quince veces el presupuesto anual y sus intereses casi alcanzaban la cuarta parte del mismo. La liquidación del presupuesto en las dos últimas décadas del siglo fue, con escasísimas excepciones, negativa, lo que obligó a reducir los gastos. Además, los ingresos crecían a un ritmo inferior al 2 por 100 anual y los gastos apenas si se referían a inversiones productivas; el Ministerio de Fomento representaba, como media, tan sólo el 7 por 100 del presupuesto. Sin duda, el Estado de la Restauración era un monumento de impotencia por su radical falta de recursos, en definitiva, su miseria. Las mismas cifras de funcionarios resultan un buen testimonio de esta realidad. A comienzos de siglo la carrera judicial y fiscal contaba con tan sólo 973 personas. Había 150 abogados del Estado, algo más de un centenar de catedráticos de Universidad, 146 de instituto, unos 900 ingenieros. Sólo 200 personas eran funcionarios de Fomento y 300 de Gobernación. El Ministerio de Hacienda contaba con tan sólo 1.500 personas. Al lado de estas cifras los 18.000 guardias civiles parecían una cifra elevadísima. Esa miseria contribuye, en parte, a explicar porqué en España el sentimiento nacional, sostén a su vez del Estado, estuviera menos desarrollado que en otras latitudes europeas. En ellas el servicio militar y la labor de la escuela sirvieron para que se produjera una homogeneización de los ciudadanos pero en nuestro país aquél se podía redimir mediante el pago de una cantidad y la labor promotora de la alfabetización dejó un tanto que desear (mientras que en 1870 Francia escolarizaba al 70 por 100 de su población en edad escolar en España sólo se alcanzaba la mitad de ese porcentaje). También los símbolos nacionales destinados a crear el sentimiento de pertenencia a la Nación fueron relativamente tardíos. La bandera española sólo apareció definitivamente a mediados del XIX y tuvo alternativas por el uso de la tricolor por parte de la izquierda, en tanto que el himno no llegó a tener letra. Los nombres de las calles de Madrid no hacían referencia a los héroes nacionales o a las grandes victorias contra un adversario sino que eran heredados de tiempos ancestrales. El Panteón de Hombres Ilustres fue construido muy tardíamente y aún a comienzos del siglo XX las estatuas de la capital parecían recordar a los patriarcas del régimen político (Alfonso XII, Martínez Campos…) más que a los héroes colectivos. A lo largo del XIX España no tuvo adversario exterior, a no ser los franceses en 1808, pero la fiesta nacional del 2 de mayo ni siquiera era celebrada por el Estado sino por el Ayuntamiento de Madrid. Las empresas exteriores fueron irrelevantes, tan siquiera dignas de atención por parte de la opinión pública, excepto en el caso de Marruecos, mucho menos movilizador, en todo caso, que Alemania respecto de Francia. Aun así el sentimiento nacional español fue progresando y durante la guerra de 1898 incluso pudo darse un patrioterismo que se pretendía eco de la opinión pública cuando en realidad la creaba en un manifiesto error. Habían contribuido a ello una visión del pasado —de la Historia— y un sentimiento de honor que unía al conjunto de la sociedad española de la época. De cualquier modo, esa visión era por completo unitarista sin tener en cuenta la plural realidad cultural que ya se estaba haciendo patente desde mediados del XIX. Durante el final de siglo una nueva visión de la Nación contribuyó a reafirmar ese sentimiento de identidad. No se basaba ya en las grandes hazañas individuales del pasado sino en la realidad material, el paisaje y la tradición colectiva e incluía con frecuencia una ácida visión de lo español (Unamuno llegó a describir España como un «convento-cuartel que incuba la hiel recocida y gualda»). Estas ideas resultaron muy influyentes en todos los intelectuales españoles de la época, pertenecieran o no a la cultura centralista. En el fin de siglo, en efecto, como tendremos ocasión de comprobar más adelante, aparecieron visiones de España caracterizadas por su condición de excluyentes: las de Madrid y de las regiones de más acentuada peculiaridad cultural.

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