Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (3 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Nada parecido a este latifundio existía en otros países de Europa occidental, pero tampoco la situación española puede identificarse con la de los países balcánicos o algunos de los hispanoamericanos. El rendimiento por hectárea de la agricultura española era cinco o seis veces inferior al que se daba en países como Alemania o Gran Bretaña, pero ello nacía del general retraso técnico del país más que directamente del latifundismo; por otro lado, la climatología y la persistencia, debida a razones históricas, de la trilogía mediterránea contribuían a ello. Los propios especialistas en la Reforma Agraria republicana ridiculizaron la visión del latifundio como una propiedad noble dedicada a los pastos para el toro de lidia. España, a estas alturas, distaba ya mucho de ser una sociedad tradicional o del Antiguo Régimen respecto de la propiedad de la tierra. En el México prerrevolucionario, las propiedades de más de 1.000 hectáreas suponían el 62 por 100 de la extensión del país, mientras que en España eran tan sólo el 5 por 100. El inconveniente de la estructura de la propiedad agraria española no residía de modo exclusivo en el latifundismo. Habitualmente, hasta la época republicana se consideró como fincas grandes las superiores a 250 hectáreas y como pequeñas las inferiores a 10; sin embargo, en la España de comienzos de siglo el 90 por 100 de las fincas pequeñas no sólo eran menores de esta extensión sino también de una hectárea, y en Galicia hasta el 98 por 100 de las fincas tenían dimensiones semejantes. Evidentemente, el tipo de explotación a que quedaba condenada una agricultura asentada en esta estructura de la propiedad era de mínima subsistencia para el campesino y de deficientísima productividad para la nación. El minifundio afectaba a otras regiones y no sólo a Galicia: a comienzos del siglo XX la cuota más baja de contribución territorial era de seis pesetas y la mitad de las que tenían este monto se localizaban, aparte de en la región citada, en Asturias y León. Sin embargo, había también un minifundismo andaluz, curiosamente combinado con el latifundismo, en especial en zonas como la Alpujarra granadina. No basta, sin embargo, con aludir al tamaño de las propiedades para tener una idea precisa de la estructura agraria de la España de comienzos de siglo, sino que también hay que hacer mención de los sistemas de arrendamiento. En términos muy generales se puede decir que sólo en la zona vasco-navarra, la catalana y la levantina (regiones en las que, por otro lado, la mediana propiedad alcanzaba cotas altas), los plazos eran largos y las condiciones suaves: precisamente la existencia de estas últimas hizo posible la transición de la sociedad feudal a una agricultura caracterizada por la productividad y la difusión de la propiedad. En Valencia, por ejemplo, al predominar la enfiteusis que permitía al beneficiario (enfiteuta) conservar el dominio útil, fue posible introducir innovaciones mientras se parcelaba la propiedad. Merece la pena hacer, por lo menos, una breve alusión a algunos tipos de arrendamientos que estaban destinados a plantear importantes problemas sociales a lo largo del primer tercio del siglo XX. Los foros gallegos consistían originariamente en unas rentas eclesiásticas que fueron adquiridas durante la desamortización por los llamados foreros. A comienzos del siglo XX se planteó una situación de tensión social entre los foreros y sus subforistas; el foro siempre había sido transmisible de padres a hijos, y ahora los subforistas pidieron que se convirtiera en verdadera propiedad mediante redención o expropiación. La verdad es, no obstante, que la decadencia del foro se inició en las dos últimas décadas de siglo. Todavía en esa época los rentistas estaban a la cabeza de los mayores propietarios en las provincias gallegas. Desde entonces, sin embargo, se produjo la venta, normalmente no en favor del cultivador directo: el conde de Toreno, por ejemplo, vendió el pazo de Oca. Si los trabajadores directos acabaron haciéndose con la propiedad fue debido a diversos factores como, por ejemplo, la existencia de ahorros derivados de la emigración o del comercio de vacuno que, en la década final del siglo, se aproximó a 1.500.000 de cabezas, la mitad de las cuales se exportaron a Gran Bretaña. El dinero indiano, es decir, de quienes emigraban más allá del Atlántico, había ya empezado a jugar un papel de importancia en la economía nacional a fines del XIX: en Asturias, por ejemplo, la riqueza de los indianos hacía posible negocios comerciales, fábricas de chocolate y bancos.

También deben ser citadas otras dos fórmulas relacionadas con el arrendamiento. Los yunteros eran campesinos extremeños que poseían instrumentos para la labranza (una yunta, y de ahí el nombre) y que recibían de los grandes propietarios dedicados a la ganadería una parte de sus tierras para labrarlas ocasionalmente. Como los ingresos de los propietarios no dependían exclusivamente de esta fórmula, las condiciones eran habitualmente malas para el yuntero. En cuanto al llamado contrato de «rabassa morta» se daba en Cataluña entre el propietario de la tierra y un campesino que, a cambio de un pago no muy elevado, tenía derecho al cultivo de la vid hasta que la cepa muriera. En general, todas estas fórmulas de arrendamiento habían presenciado ya en el cambio de siglo la protesta de los cultivadores contra los propietarios, pero ello no implica necesariamente que sus reivindicaciones se canalizaran en sentido revolucionario.

Ni siquiera con la mención de los sistemas de arrendamiento concluían los males del campesino español pues es preciso también referirse a la combinación entre la estructura agraria y las condiciones de producción motivadas por la calidad de la tierra y por las condiciones climáticas para tener un panorama del mosaico que era la España agraria de comienzos de siglo. No se trata tanto de que ese panorama sea completo como de que queden ejemplificados convenientemente algunos de los casos más característicos y más diferentes.

Los pequeños y medianos campesinos de ambas Castillas, pero especialmente de la norteña, tenían que luchar contra una naturaleza hostil y contra la carencia de créditos. Vivían en esos «pobres campos solitarios /sin caminos ni posadas» que cantó Machado. El problema de la usura era para ellos extraordinariamente grave y lo peor es que ni siquiera existían instituciones en las que pudieran confiar para solucionarlo, pues los antiguos pósitos apenas tenían capacidad suficiente para ello. La imagen que nos dan los escritores de la generación finisecular acerca de Castilla es, a menudo, desgarrada. Maeztu describe la meseta como un páramo horrible poblado por sombríos moradores alimentados por el «tétrico garbanzo» y sin otro distintivo que el odio al agua y al árbol. En torno a 1904 se produjeron, sobre todo en Tierra de Campos, protestas agrarias no violentas. Sin embargo, la meseta superior siguió siendo, a comienzos del siglo XX, una región de comportamiento social tradicional y de relativo estancamiento económico. El peso de los nobles en la propiedad de la tierra seguía siendo importante: lo eran el 28 por 100 de los cincuenta primeros contribuyentes de cada una de las provincias de esta meseta superior, que poseían el 40 por 100 de la tierra; de los diez primeros propietarios de la región, nueve eran nobles, figurando entre ellos familias de tanta raigambre en la nobleza española como Alba y Fernán Núñez. Por si fuera poco, los arrendamientos eran a corto plazo, y ello y las malas condiciones climáticas propiciaban una agricultura poco innovadora (lo que ha sido denominado por un historiador como el «neoarcaísmo agrario»). Castilla no sólo no se industrializó (con la excepción de Béjar) sino que vio cómo sus industrias tradicionales se arruinaban a consecuencia de la penetración de productos de otras regiones. A veces podía surgir un momento en que las posibilidades de una agricultura arcaica se multiplicaban. En La Mancha, por ejemplo, los campos se cubrieron de vides a causa de la invasión de filoxera sufrida en Francia. Como consecuencia de ello, la extensión de este cultivo aumentó casi en un 50 por 100 en el último cuarto de siglo y la exportación de vino superó el 40 por 100 del total, pero ya a fines de siglo se había reducido a la mitad cuando la filoxera llegó a España. Hubo provincias, como Málaga, en que la vid fue arrasada casi por completo.

Se puede considerar a Valencia como la antítesis de lo sucedido con la agricultura castellana. Conocemos ya la estructura de la propiedad agraria que en esta región (como en Cataluña y Baleares) favoreció la relegación del rentista a un papel secundario y la difusión de la propiedad. Lo que nos interesa ahora advertir es que, al mismo tiempo que tenía lugar este cambio social, se producía también otro de carácter técnico en materia agrícola. Desde la Restauración la tasa de crecimiento de la exportación por el puerto de Valencia fue del 20 por 100 anual. Inicialmente, los productos exportados eran el vino y las naranjas, pero ya a finales de siglo el primero fue siendo sustituido por el segundo, que consiguió un predominio claro y fue incrementando su producción a un ritmo de casi un 5 por 100 anual. Estaba teniendo lugar una auténtica revolución agraria en la región que llevó a la sustitución del policultivo intensivo de cereales, frutales y plantas textiles (cáñamo) por los cultivos hortofrutícolas y de naranja allí donde había agua. Ésta, por otro lado, se consiguió con algún pantano más de los que ya existían desde tiempos remotos y, sobre todo, gracias a la construcción de nuevas acequias, como la del Oro, y la excavación de numerosos pozos para la extracción de corrientes subálveas; a todo ello hay que sumar la pronta difusión del abono. En las zonas donde el agua era más escasa (como también sucedió en Cataluña y en Baleares) se difundió un nuevo cultivo también dedicado a la exportación, el almendro. El naranjo proporcionó unas tasas de beneficio superiores a las de cualquier otra producción agraria. Por eso no tiene sentido preguntarse acerca de las razones de la no industrialización valenciana: sencillamente, los incentivos para el desarrollo económico señalaban otra dirección y, en consecuencia, Valencia se especializó en los cultivos dirigidos en buena medida a la exportación. Si de ello no se derivó una situación de dependencia colonial con respecto al extranjero la razón es que los compradores no procedían de un solo país.

Con todo lo expuesto tenemos al menos una panorámica de carácter general acerca de lo que era el mundo agrario español en el cambio de siglo, cuya importancia en la vida nacional no necesita ser recalcada. Es preciso, sin embargo, referirse también al mundo industrial y financiero, que en la España finisecular tenía una relevancia mucho menor. Un historiador de la industrialización española, Nadal, ha señalado que, inevitablemente, la revolución que ésta significaba tuvo que adaptarse a las condiciones de la realidad nacional y que, por tanto, no engendró más que «plantas raquíticas»; a esta afirmación se puede sumar la de un economista francés de la primera década de siglo para quien España era «un país agrícola y minero» (Escarra). Desde mediados del siglo XIX se había iniciado la industrialización, pero la carencia de recursos, la limitación del mercado interno y el deseo de evitar la competencia con el exterior habían disminuido las potencialidades de la economía española. Andalucía, que cobijó alguna de las primeras manifestaciones industriales de la España del XIX vio cómo se colapsaban a poco de nacer, con el resultado de convertirse en la primera región exportadora española, aunque casi exclusivamente de productos agrarios (representaba aproximadamente la mitad de la exportación española). El comercio exterior español, dirigido hacia Francia y Gran Bretaña en un porcentaje claramente mayoritario, creció a un ritmo considerable, el doble de la renta nacional, pero sólo un 1 por 100 del mismo estaba formado por productos industriales, correspondiendo un 23 por 100 a minerales al menos la exportación minera constituiría con el tiempo la base de la vocación industrial de dos importantes regiones españolas). En la década final de siglo la producción hullera asturiana se multiplicó por dos alcanzando 1.300.000 toneladas. El año 1899 culminó la fase de crecimiento vasco ligado a la exportación de mineral de hierro con la cifra de 5.500.000 toneladas. Desde el comienzo de la Restauración el 90 por 100 de la producción minera fue exportado y de él un 70 por 100 se transportó a Gran Bretaña. Si los productos siderúrgicos vascos no obtuvieron, ni en este momento ni en el posterior, un puesto importante en el mercado internacional, al menos la explotación minera permitió una acumulación de capital: los Ibarra y los Chávarri poseían minas en Vizcaya que producían el 59 por 100 del mineral, aunque parte de ellas fueran explotadas por empresas extranjeras. Con el transcurso del tiempo los sistemas de transporte facilitaron el acercamiento del combustible al mineral propiciando así el nacimiento de la siderurgia. Las empresas extranjeras, por otro lado, evitaron que en otras regiones españolas se produjera un proceso de capitalización semejante al descrito. Aunque Huelva producía dos tercios del cobre mundial el tipo de explotación venía a ser semejante al de una colonia, pues no afectaba al entorno social de la explotación minera. Otro caso de colonialismo económico británico fue Canarias, cuyos cultivos estuvieron siempre relacionados con la exportación hacia Gran Bretaña; en la segunda mitad del XIX fue la cochinilla. Incluso el puerto de la Luz fue construido con técnica y recursos británicos en los años finales de siglo. Con todo, junto con la capitalización vasca, el siglo XIX dejó como herencia un sistema bancario y una red de comunicaciones que, si eran elementales, al mismo tiempo resultaban imprescindibles para un proceso industrializador futuro. Hasta el ferrocarril el transporte en España fue infrecuente, caro y estacional (la red de caminos era tan sólo una octava parte en extensión de la francesa). El ferrocarril empezó a cambiar las cosas, y aunque fuera obra en gran medida de capital extranjero, también en un 50 por 100 lo fue español. Es muy posible que, dadas las circunstancias de la orografía española, se pueda atribuir al crecimiento del ferrocarril la condición de factor imprescindible para el desarrollo. Por otro lado, ya en 1892 había una red de 35 bancos, algunos de los cuales precedente de otros que todavía existen. Pero, en realidad, si hay que hablar de industria en España en el cambio de siglo es preciso referirse a Cataluña, única región, junto con Valencia, en que a la altura de 1900 se superaba la media nacional en lo que a industrialización se refiere. El ejemplo catalán puede considerarse como excepcional en el contexto mediterráneo, con la única coincidencia del triángulo industrial en el norte de Italia. Como en ese caso, la industrialización —que no puede, en modo alguno, describirse como un proceso revolucionario sino más bien como «una larga infancia» (Tortella)— se llevó a cabo sin disponer de recursos carboníferos o de minerales férricos. Se trató de un crecimiento extensivo, es decir, basado en un incremento de la cantidad más que de la productividad a lo largo de un periodo de tiempo que puede remontarse al siglo XVII. El carácter igualitario de la sociedad y la especialización agrícola costera junto con la vocación exportadora explican un desarrollo económico que convirtió a Cataluña en la «fábrica de España». Eso mismo, sin embargo, mostraba las limitaciones de la industria textil catalana, volcada al consumo de un país agrícola retrasado. Pero los problemas de la industria catalana no sólo provenían de la debilidad del consumo, sino también de que tanto las patentes como las materias primas (el algodón, por ejemplo) procedían del exterior, con lo que quedaba condenada a una falta de modernización y, en consecuencia, a una limitada calidad. Aunque el coste de la mano de obra era en Cataluña menor que en otros países europeos, la escasa modernidad imponía una ausencia de competitividad a nivel internacional obligando, por tanto, a protegerse tras un arancel alto. La misma organización de las empresas textiles, a pesar de un cierto proceso de concentración iniciado a fines del XIX, era insuficiente, siendo predominante la empresa de carácter familiar. Todavía en 1907, Calvet, el presidente de la Asociación Patronal de Fomento del Trabajo Nacional, reconocía que para los empresarios catalanes las letras de cambio venían a ser algo así como el reconocimiento de una deuda personal que, por tanto, debía ser evitado a toda costa.

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