Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (63 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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La oposición de la vieja política significó, sin embargo, poco peligro para el dictador. Éste disponía de la posibilidad de limitar a su arbitrio la propaganda contraria, pero, además, los miembros de los partidos del turno no eran proclives a esta forma democrática de actuación. Siempre habían practicado una política de notables y basada en la desmovilización, no podían recurrir a unas masas de las que siempre habían estado alejados; esencialmente oligárquica y conservadora temía que recurrir a aquéllas podría tener consecuencias revolucionarias. En estas condiciones, la protesta de los políticos de turno hubo de quedar reducida a gestos más o menos aparatosos, pero inocuos para Primo de Rivera. Un panegirista de éste los describió como pueriles y grotescos, pero con el transcurso del tiempo acabarían poniendo en peligro la propia institución monárquica.

Estos gestos de protesta consistían, por ejemplo, en lanzar chascarrillos maldicentes contra la persona del dictador o en celebrar banquetes, siempre para un número reducido de personas, cuyos discursos tenían un obvio pero elíptico contenido político. Durante los primeros meses de existencia de la Dictadura el principal procedimiento de actuación de la oposición liberal y conservadora fue tratar de influir en el ánimo del Rey para marginar a quien él había aceptado como dictador. Así, para mostrar su alejamiento de la situación política, los miembros de la vieja clase dirigente prescindieron de todo contacto con el monarca. La postura de éste se hacía, en estas circunstancias, especialmente difícil, pues si en el pasado había tenido que enfrentarse con el desvío de algunos políticos cuando no se seguían sus consejos (el caso más característico fue el de Maura), ahora se trataba de todo el estamento dirigente de la España constitucional. No cabe la menor duda de que Alfonso XIII se daba cuenta de lo que se jugaba con la admisión de un régimen dictatorial, pero éste, al menos a corto plazo, le parecía ser una solución viable, al mismo tiempo que cómoda. Hubo ocasiones en las que careció por completo de prudencia como, por ejemplo, en la primavera de 1925, cuando unas declaraciones suyas, reticentes respecto a la política anterior, motivaron la respuesta de Sánchez Guerra calificándose a sí mismo como monárquico, pero constitucional. Trató el Rey de moderar a Primo de Rivera pero éste resultaba muy difícil de controlar en cualquier aspecto. Nunca cruel, podía resultar a menudo hiriente y, por tanto, más exasperante: a Alcalá Zamora, orgulloso de su popular oratoria, le impidió ingresar en la Academia de la Lengua, y a Romanones, con fama de avaricioso, se le impuso con ocasión de los sucesos de la noche de San Juan una gruesa multa con lo que «puso de su lado a todos los españoles a los que hace gracia la Gracia, que son muchos» (Madariaga).

Con el transcurso del tiempo, cuando se hizo evidente que los políticos de turno no lograrían desplazar a Primo de Rivera a base de influir en Alfonso XIII, empezaron a plantearse la posibilidad de recurrir al Ejército. A reserva de tratar esta cuestión más adelante, por el momento baste recalcar hasta qué punto eran compatibles, incluso complementarios, como medio para derribar al dictador, el recurso a los generales y el carácter oligárquico de la vieja política. No le faltó, por lo menos, algo de razón a César González Ruano cuando describió a los opositores al régimen como «conspiradores de opereta que se dejaban coger antes de intentar algo serio y no se comprometían, se contentaban con soliviantar, con escandalizar». La conspiración militar se inició en los medios liberales pero tan consciente era de su necesidad el conservador Sánchez Guerra que, opuesto en un principio a colaborar con oficiales y generales, acabó por reconciliarse con el general Aguilera, a quien él mismo había apartado del camino hacia el poder, tal como se ha señalado en páginas precedentes.

Fue precisamente Sánchez Guerra el representante más caracterizado de la oposición de la vieja política a Primo de Rivera. Intelectualmente limitado, tenía un carácter entero y fama de austeridad: apenas tenía 3.000 pesetas en el banco cuando decidió exiliarse. A su actitud se debe que Alfonso XIII decidiera aplazar durante todo un año la convocatoria de la Asamblea Constituyente. Cuando finalmente, en 1927, ésta se produjo, el político conservador abandonó el país: al Rey le había advertido que caso de que la convocatoria marchara adelante él no tenía otro remedio que ausentarse o ir a la cárcel. El gesto, indudablemente romántico, encerraba una explícita voluntad de recordar lo sucedido poco antes del destronamiento de Isabel II. El comentario de Primo de Rivera fue displicente: «el político conservador había creído en muchas ocasiones de su vida que la dignidad se vincula a actos de violencia o de arrogancia». El acto de Sánchez Guerra era digno de admiración en un momento en que la mayor parte de la política de turno aparecía sumisa o apática. Por otra parte, el dictador no parecía consciente de los peligros a los que sometía a la Corona: algún prohombre monárquico recomendó a sus seguidores que se prepararan para una República de orden.

Pero a la altura de 1927 ésta parecía una posibilidad no sólo lejana sino remota porque, si la Dictadura mostró las limitaciones de la política de turno, también puso en claro las de los republicanos. Carecían éstos de la posibilidad de influir en la persona del Monarca pero también resultaba remota la eventualidad de que lo hicieran en el Ejército. Lerroux mantuvo una posición parecida a la de los monárquicos liberales respecto del golpe de Estado asegurando que «el grano tenía que estallar por alguna parte». En un principio parece, como ellos, haber estado a la expectativa pero luego trató de influir en los medios militares a través de circulares de difusión restringida; sin embargo, según Burgos y Mazo, los conspiradores republicanos apenas si podían «sacar a la calle una sola compañía del Ejército». En estas condiciones, los republicanos se limitaron a vegetar aunque, por ejemplo, la celebración del aniversario de la I República, en febrero de 1926, les permitiera fraguar una coalición con el nombre de «Alianza Republicana». Bajo tal denominación se cobijaron los diferentes grupos locales que constituían el republicanismo cada vez más moderado, para quien el líder inevitable resultaba ya Lerroux. La actuación de esa Alianza fue modesta. Mayor repercusión tuvo, en cambio, la acción de Blasco Ibáñez en el exterior, donde era bien conocido como escritor. Dotado de medios económicos para emprender por su cuenta operaciones de propaganda política, y ansioso de notoriedad, Blasco se dedicó a escribir folletos difamatorios contra el Rey, en lo esencial carentes de fundamento, pero efectivos entre los medios de izquierda foránea. La reacción de la Dictadura fue contraproducente, pues tras intentar vanamente que los folletos fueran recogidos, promovió un homenaje al Monarca que demostraba el «peligroso enroscamiento a la consabida encina multisecular de una voraz planta parasitaria» (Maura). En realidad, el peligro de esta propaganda republicana era limitado a corto plazo: muy bien lo percibió Azaña en un artículo en que, calificando como «romántica» la postura de Blasco, ironizaba sobre su arcaísmo. Azaña representó precisamente un republicanismo nuevo, que si no sustituyó al antiguo, ni tuvo posibilidades reales de desplazar a Primo de Rivera (en sus diarios admitió que los años centrales de la década de los veinte fueron los más amargos de su existencia debido a esa sensación de incapacidad para derrocar al régimen), evolucionó en un sentido que habría de tener relevante influencia en la vida política de la II República. En efecto, el principal escrito político en esta época del futuro presidente republicano, aparecido clandestinamente en 1925, revela una voluntad de propiciar lo que él mismo denominó «una democracia militante y docente», es decir, mucho más agresiva y excluyente respecto de la España tradicional y la derecha anclada en el pasado pero también dotada de un programa más moderno y reformador. De este tipo de actitud derivó el posterior jacobinismo de Azaña, incluso en el planteamiento de sus alianzas políticas, porque el político republicano preveía exigir a la UGT un programa de reformas sociales y realizarlas desde el poder con la colaboración de los socialistas. También en otros escritores de izquierdas la época dictatorial supuso la incubación de las tesis que luego mantendrían en los años treinta. Así, la radicalización izquierdista de Luis Araquistain y Julio Álvarez del Vayo tuvo como precedente sus textos de este momento sobre la revolución mexicana o la soviética, mientras que Álvaro de Albornoz apuntaba ya las posteriores posiciones del radical-socialismo. Como en el caso de la derecha y el catolicismo, la etapa dictatorial constituyó, en definitiva, un precedente importante de las posteriores tensiones de la II República.

La Dictadura y el problema militar

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omo ya se ha podido apreciar, la relación entre la oposición política y el Ejército era obligada para la primera. Además, el hecho de que Primo de Rivera se enfrentara con el problema de Marruecos y planteara como punto principal en su programa la reforma militar, contribuyeron a anudar una más estrecha relación entre una y otro. En realidad la Dictadura de Primo de Rivera, vista retrospectivamente, sólo podía haber caído o por un golpe militar o por la propia incertidumbre política de sus dirigentes. Colapso por la segunda razón, pero los intentos de promover un golpe militar no remitieron a lo largo de toda su segunda parte. Los intentos en este sentido estuvieron estrechamente vinculados a la política militar de Primo de Rivera, como tendremos ocasión de comprobar.

Las primeras muestras de oposición militar al régimen obedecieron a motivos dispares entre los que hubo, sin duda, factores personales importantes y causas políticas no tan claramente determinables. El general Cavalcanti había sido colaborador del golpe, pero pronto se sintió decepcionado porque éste no tuvo como consecuencia la constitución de un gabinete civil: recibió la jefatura de la Casa Militar del Monarca y pronto estuvo disconforme con el régimen. Primo de Rivera reaccionó con la humorada de enviarlo a estudiar la organización militar de los países balcánicos, pero resultaba improbable que un militar que había sido conspirador y era africanista, como Cavalcanti, consiguiera conectar con la oposición antidictatorial. Más que conspirador era un temprano disidente de un régimen que había contribuido a implantar.

Tampoco tuvo una gran trascendencia el hecho de que algunos de los militares que ocupaban el puesto de delegados gubernativos acabaran rebelándose contra el dictador que los había nombrado por haber cumplido su misión con excesivo celo o por enfrentarse con un cacicato propicio al régimen. Las dificultades fueron mayores en África en el momento en que, decidida la retirada en la zona de la Yebala, el Ejército africanista se sintió traicionado por una política que consideraba abandonista. Como sabemos, el propio general Franco mantuvo durante algunos meses una actitud muy reticente ante la Dictadura, hasta que dicha política fue rectificada. También dos importantes y prestigiosos militares (Weyler y Berenguer) criticaron con dureza a Primo de Rivera en esta materia: pensaban que iba a producirse un colapso militar, lo que los acontecimientos desmintieron. La oposición de los generales López de Ochoa y Queipo de Llano estuvo motivada por una pluralidad de razones, que iban desde enfrentamientos personales con el dictador al común liberalismo que profesaban. En uno y otro caso, sin duda por sentirse poco defendidos por el Monarca, ambos generales evolucionaron hacia el republicanismo.

Hasta 1925 la oposición militar no tuvo un aglutinante político: desde esa fecha empezó a adquirirlo y progresivamente se fue radicalizando desde una actitud puramente liberal y deseosa del restablecimiento del sistema constitucional hasta una proclividad hacia el republicanismo que de cualquier modo siempre fue minoritaria. A comienzos de 1925 se formaron, bajo la dirección de Segundo García, unas juntas militares que, en teoría, tenían como misión facilitar medios a las viudas de los caídos en acción, pero que sirvieron para un propósito conspiratorio. En mayo de ese mismo año López de Ochoa y García colaboraron ya en una conspiración que resultó abortada. Sin embargo, más grave fue para Primo de Rivera que en 1926 dos generales prestigiosos y responsables de organismos militares de primera importancia, Weyler y Aguilera, empezaran a conspirar con la vieja política de la que formaban parte. Lo que estos conspiradores deseaban era simplemente dar la vuelta a lo sucedido en septiembre de 1923 con el regreso al liberalismo oligárquico precedente y, al mismo tiempo, evitar cualquier deslizamiento hacia la República. Tanto era su temor que el general Aguilera solicitó que se tomaran especialísimas medidas contra cualquier desorden, que «empañaría nuestra victoria». La colaboración entre políticos y militares se hizo manifiesta en los sucesos de la llamada noche de San Juan («la sanjuanada») en junio de 1926.

Lo sucedido en esa ocasión no pasó de conato muy mal organizado, pero demostró que una parte del Ejército y la política civil anterior al golpe habían coincidido ya en una senda que seguirían recorriendo juntos. El casi nonagenario Weyler, recientemente destituido de la presidencia del Consejo Supremo de Justicia Militar, parece haber sido el iniciador de la conspiración cuyo manifiesto, sin embargo, no suscribió. Estaba éste redactado por Melquíades Álvarez y firmado por Aguilera, que quería protagonizar un pronunciamiento tan al estilo del siglo XIX que, como en 1868, quiso iniciarlo en Cádiz. La trama era, sin embargo, muy endeble y estaba condenada de antemano. El dictador, como sabemos, aprovechó la ocasión para englobar a todos sus adversarios en una confusa amalgama: así fueron sancionados militares como Weyler, Batet, García y Aguilera junto con políticos profesionales monárquicos y republicanos (Domingo, Romanones, Álvarez) y periodistas e intelectuales que nada tenían que ver con lo sucedido.

Sería exagerado considerar que la «sanjuanada» suponía la ruptura de la unidad del Ejército; como ha señalado Seco Serrano, lo que la produjo, en cambio, fue el conflicto artillero. En éste Primo de Rivera se comportó con una tenacidad que bordeaba la obcecación y que bien podría explicarse por su peculiar situación en esos días en que la cuestión artillera se planteó, que coincidieron con la resolución del problema de Marruecos y la derrota de la «sanjuanada». Desde siempre había pensado el dictador en la necesidad de promover un sistema de ascensos no fundamentados tan sólo en la mera antigüedad. A fin de cuentas, su carrera militar había podido ser rápida precisamente debido a este procedimiento, que no dejaba de tener una lógica obvia y que era defendido por los militares africanistas en contra de los peninsulares o de los junteros. Lo significativo es que Primo de Rivera pusiera en relación sus propósitos reformistas en el terreno militar con el regeneracionismo político que le inspiraba: introducir los ascensos por méritos de guerra era «un atrevimiento propio de gobiernos renovadores y conscientes de las cualidades éticas que les dan capacidad para implantarlo». Hay que tener en cuenta, sin embargo, que, siendo un militar meritorio, la meteórica carrera de Primo de Rivera podía explicarse también por sus conexiones familiares. Por eso cuando transformó la Junta de Clasificación para los ascensos fue inmediatamente acusado de hacerlo para introducir el favoritismo. Otra razón principal que explica su programa fue que, con el paso del tiempo, se identificó con la posición de los militares africanistas. Si en un principio su posición era cercana a las Juntas o, al menos, al Ejército peninsular, luego, como en tantas ocasiones, su opinión cambió. El mismo reconoció, recordando previos conflictos, que «mis contradictores de aquel día fueron luego mis mejores auxiliares y son hoy mis mejores amigos». El conflicto más grave que se le planteó a la Dictadura, al tratar de aplicar los nuevos procedimientos de ascenso, fue en el Cuerpo de Artillería, que consideraba como una valiosa tradición corporativa el repudio de unos criterios que juzgaba vinculados al favoritismo. Desde una fecha tan temprana como noviembre de 1923 Primo de Rivera demostró su voluntad de hacer cumplir este propósito por el procedimiento de que todos los oficiales de Artillería renunciaran a los ascensos obtenidos de esta forma. En junio de 1926, en circunstancias en que difícilmente podría encontrar ningún tipo de resistencia, Primo de Rivera se decidió a imponer sus criterios: un decreto relevó de sus promesas previas a los oficiales de Artillería que hubieran renunciado a sus ascensos. La protesta inmediatamente surgida pareció encauzarse por la intervención del Rey, pero el empecinamiento de Primo de Rivera y toda una serie de malentendidos hicieron que el enfrentamiento se reprodujera con carácter gravísimo. En septiembre se impuso a la Artillería el sistema general de ascensos y, cuando los ascendidos quisieron presentar las instancias de retiro y mostraron una actitud de resistencia acuartelándose, el Gobierno declaró el estado de guerra y suspendió a toda la oficialidad de Artillería. Incidentes especialmente graves se produjeron en la Academia de Segovia y sobre todo en Pamplona, donde hubo dos muertos. En teoría el gobierno triunfó en toda la línea: confinó a los oficiales de Artillería, redujo los efectivos del arma y obligó, a quienes quisieran volver a su situación anterior, a jurar fidelidad al gobierno, como hicieron. Sin embargo, cuando el primer día de 1927 se declararon extinguidas las responsabilidades derivadas de los sucesos, con una amnistía que demostraba la falta de crueldad del régimen, no se pudo decir que hubiera quedado resuelto el problema sino que permaneció, engendrando otros.

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