Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (66 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Pasada su primera reacción airada, Primo de Rivera pareció haber optado por el abandono del poder sin tener muy en cuenta los peligros que esta operación podía tener para la Monarquía. En cualquier caso, parece evidente que las soluciones de transición que imaginó fueron tardías o contradictorias. En julio de 1929 trató de ampliar la Asamblea consultiva creando 49 nuevos puestos mediante escaños de representación corporativa y de antiguos presidentes del Consejo de ministros, pero el resultado no pudo ser más decepcionante. La Universidad de Valladolid eligió como represente suyo a Unamuno, el Colegio de Abogados de Madrid, a Sánchez Guerra, Eduardo Ortega y Gasset y Santiago Alba, y la Academia de Jurisprudencia se negó a estar representada. De los presidentes tan sólo el conde de Romanones tuvo la tentación de aceptar la invitación, que acabó declinando porque la opinión pública arreció en su contra. En el partido socialista terminó por triunfar la postura de inasistencia a la Asamblea frente a la actitud de Besteiro, dispuesto a acudir a ella. La razón de esta actitud obedecía a factores estrictamente políticos y no sociales, porque el impacto de la crisis económica todavía no se había producido. El Boletín de la UGT aseguraba, por estos días, que «la estructura política de España está a punto de cambiar y debemos jugar un papel principal en esta transformación».

En suma, Primo de Rivera descubrió ahora, a sus expensas, que era más fácil destruir un régimen como el del liberalismo oligárquico que engendrar uno nuevo. En declive ante la opinión, se encontraba con que sus esfuerzos para ampliar la base del régimen eran vistos como un signo de debilidad. Cada vez era más evidente que, como decía él mismo, se debía ir preparando a «bien morir», sin descubrir hasta pasado el tiempo que, en política, «anunciar la muerte es ya morir». Hasta sus propios ministros insistían en la necesidad de llevar a cabo una consulta electoral que pusiera fin a su régimen, pero él no quería. En diciembre de 1929 propuso un nuevo plan al Rey, que consistiría en la convocatoria de una asamblea única formada por 250 senadores (de los que 150 serían vitalicios y 100 de representación corporativa) y otros 250 diputados, de los que se elegirían tres por provincia y otros 100 a través de una lista nacional. Este proyecto tenía el doble inconveniente de no tener nada que ver ni con la Constitución de 1876 ni con el anteproyecto elaborado por la Asamblea Nacional, aparte de que difícilmente hubiera sido aceptable para nadie de la oposición. Al parecer, la idea de Primo de Rivera era, además, que el conde de Guadalhorce presidiera la transición, como si un técnico fuera la mejor persona para enfrentarse con una situación política tan difícil. Alfonso XIII pidió tiempo para meditar la solución propuesta y con ello ya se podía adivinar el inmediato final del régimen. Mientras tanto, arreció el desconcierto en el gobierno con una propensión, inédita, pero creciente, hacia la dimisión de alguna de sus figuras más importantes. En efecto, la coyuntura económica positiva de los años veinte se deterioró de una manera que las clases medias consideraron grave. Calvo Sotelo no fue capaz de enfrentarse, desde el Ministerio de Hacienda, con la caída de la peseta, problema quizá no especialmente grave y sobre todo inevitable dado la balanza comercial española, pero que preocupaba a quien, como el general dictador, era ante todo un nacionalista en política económica. Inmediatamente, el régimen atribuyó prácticamente a una conspiración la causa de la caída de la peseta: claro está que en la época, como aseguró Keynes, ningún país fue capaz de plantear una devaluación «a sangre fría». Una comisión presidida por Flores de Lemus estudió la posibilidad de implantar el patrón oro. Pronto se hizo patente que en el descenso de la peseta había factores muy diversos entre los que jugaban un papel decisivo aquellos que, como señaló Cambó y ratificó el propio Calvo Sotelo, eran de carácter político y derivaban de la incertidumbre del propio régimen. Esta última interpretación enfrentó al dictador y a su ministro de Hacienda y provocó la dimisión del último. Los conflictos sociales, que prácticamente se habían esfumado durante la etapa dictatorial, reaparecieron en 1929: en dicho año se perdieron casi 4.000.000 de jornadas en huelgas, una cifra superior a la alcanzada en cualquier año de la primera posguerra mundial desde 1921. También hay que ver en esta tensión social el resultado, más que nada, de una situación política. Ella también servía de caldo de cultivo a la conspiración militar que en Andalucía, cuyo capitán general era don Carlos de Borbón, cuñado del Rey, se llevaba a cabo prácticamente a la luz pública, especialmente en Cádiz, donde la protagonizaba el general Goded. Muy probablemente, si Primo de Rivera no hubiera decidido por sí mismo retirarse, una conspiración militar hubiera acabado con él.

Después de haber imaginado muchas y muy contradictorias maneras de encontrar una salida al régimen, el dictador le dio fin por el procedimiento más peregrino que pueda imaginarse, hasta el punto de que tan sólo su estado de salud y el deseo de abandonar el ejercicio de sus responsabilidades pueden explicarlo. Había conquistado el poder —cosa infrecuente a pesar de tratarse de un golpe militar— sin derramamiento de sangre; más excepcional fue, sin embargo, que protagonizara el caso muy inhabitual de quien siendo dictador dimite. Por su cuenta y riesgo, sin advertir al monarca, dirigió una consulta a los altos cargos militares que, al parecer, se mostraron tan tibios como para decirle que podía contar con su apoyo siempre que tuviera también el del Rey. La consecuencia fue la inmediata dimisión el 20 de enero. No tiene nada de extraño que el Rey mostrara una «no disimulada indignación y digna severidad» ante lo sucedido, que dio a conocer incluso a los embajadores extranjeros, pues por este procedimiento no sólo se le ignoraba por completo sino que, además, no se tomaba en consideración a la opinión pública e incluso no se tenía en cuenta la de la mayor parte del Ejército. Cabe pensar incluso que el dictador quizá quiso, por este procedimiento, vengarse del Rey: de hecho había existido entre ambos un sordo pugilato durante todo el régimen. El propio Primo de Rivera, fundamentalmente sincero, acabó reconociendo la «forma verdaderamente extraña» con que había planteado su consulta a los cargos militares. En la última de sus notas trató de justificarlo por haber sufrido antes «un pequeño mareo» y por estar «ya listo el ciclista» que había de llevar la nota. Su conclusión demostraba que el abandono de la política se le presentaba no ya como un sacrificio sino como una liberación. «Y ahora a descansar un poco —decía—, lo indispensable para reponer y equilibrar la salud». Es posible que, pasados unos días, una vez que se desató un proceso responsabilista contra su gestión, por algún momento se planteara la eventualidad de un retorno. La forma en que se despidió de Mussolini y de ciertos cargos militares abonaría esta suposición. Sin embargo, acabó saliendo de España y en el plazo de muy poco tiempo murió en un modesto hotel parisino tras haber llevado una vida discreta.

Con su dimisión había concluido una etapa trascendental de la Historia contemporánea española a la que muchos han atribuido una importancia decisiva en la configuración del porvenir. Así pensaba, por ejemplo, uno de sus colaboradores, Pemán, de quien es la afirmación de que «de Primo de Rivera arrancan todos los temas y motivos de estos últimos cincuenta años». Con posterioridad también han pensado de la misma manera quienes han considerado el régimen dictatorial como antecedente directo del franquismo. En realidad, la importancia de la Dictadura, que estuvo más cerca del autoritarismo de algunos «mauristas» que del franquismo, estriba en que demostró lo agotado que estaba ya a estas alturas el liberalismo oligárquico, una lección que, sin embargo, no supo ser asimilada por los sucesores del general. También demostró, no obstante, que la situación española no estaba madura para un autoritarismo más radical que en España no surgió hasta los años treinta, aun con lógicos precedentes previos. De nuevo es preciso recordar que los términos de comparación más oportunos para la Dictadura de Primo de Rivera se encuentran en el Mediterráneo o en el este de Europa en los años veinte: son la dictadura de Pángalos en Grecia, la portuguesa de 1926 o la de Pilsudski en Polonia.

Ya en un terreno más concreto, suele ser habitual señalar lo positivo de la gestión de Primo de Rivera en el terreno económico y respecto a Marruecos y lo negativo en el terreno político. Este juicio merece ser matizado. En Marruecos Primo de Rivera se benefició de la continuidad de un régimen no parlamentario y, además, carente de posibilidad de crítica frontal. En esas condiciones fue capaz de llevar a cabo operaciones imaginadas anteriormente con la colaboración de los franceses quienes, hasta el momento, habían sido renuentes a todo tipo de colaboración. Respecto de la política económica ya se han indicado sus debilidades: en realidad el dictador, ante todo y sobre todo, se benefició de una coyuntura especialmente positiva y llevó a cabo proyectos y programas previos. El balance político negativo que se atribuyó a Primo de Rivera no nace de que fuera incapaz de vertebrar un sistema dictatorial permanente, como le reprochó la derecha de la etapa republicana, ni tampoco de que decantara a la burguesía española hacia soluciones exclusivamente dictatoriales, como pretende la historiografía de izquierda. La verdad es que la posibilidad de que engendrara un sistema dictatorial permanente resulta anacrónica, porque ni él ni sus colaboradores lo intentaron seriamente en el periodo 1923-1930, aunque es cierto que luego sus herederos se aproximaron a las fórmulas fascistas, pero eso se produjo en una coyuntura como la de los años treinta. Los textos constitucionales de la Dictadura tienen algún parecido con los franquistas, pero tan sólo de la etapa de la llamada apertura a mediados de los sesenta.

El balance político negativo del régimen de Primo de Rivera resulta en última instancia inevitable por la propia simplicidad del regeneracionismo que alimentaba las posturas del dictador. La regeneración de la España oficial, identificándola con la real, era un proceso lento que no era posible mediante el ejercicio de una dictadura, como Primo de Rivera pretendió y, menos aún si ésta tenía una duración larga. En esto la crítica de Azaña es enteramente correcta. Además, el bagaje doctrinal del régimen podría ser popular pero resultaba también lo suficientemente simple, variable, contradictorio y confuso como para que resultara presumible su fracaso. Desde el punto de vista de la Monarquía este último resultó especialmente grave. Gabriel Maura asegura que «la más gratuita ofensa que se puede inferir al pueblo español consiste en creer que se mantuvo la Dictadura firme, año tras año, sin otro apoyo que el del Rey y la camarilla militar del Dictador». En realidad el régimen, iniciado con fuerte apoyo popular, lo mantuvo al menos parcialmente. La oposición, sin embargo, no reconoció este apoyo y atribuyó al Monarca la gestación y el mantenimiento del régimen. Por otro lado, el Monarca, con sus declaraciones y decisiones (por ejemplo, no reunir el Parlamento y acabar aceptando la Asamblea Nacional) había quedado vinculado a la Dictadura de modo inevitable. En el debate posterior a la caída de Primo de Rivera el balance no resultó tan perjudicial para éste que, en definitiva, mantuvo tras de sí a un puñado de seguidores, como para Alfonso XIII, culpado de los males de la Dictadura e incapaz de apuntarse ninguno de sus éxitos. No era responsable ni de unos ni de otros y probablemente había seguido, al decantarse por ella, la propia tendencia de la opinión pública. Esta, sin embargo, era mucho más consciente y protagonista que en el comienzo de siglo y ahora pudo exigir responsabilidades al Monarca.

El error Berenguer

L
os tiempos que siguieron a la caída de la Dictadura no pueden entenderse sin tener en cuenta la profunda transformación producida en la sociedad española durante la década de los veinte, cuestión que, sin embargo, se abordará en el tomo siguiente de esta obra, al adquirir su plena significación con los años republicanos. Lo que nos importa de momento es que en la evolución política inmediata jugó un papel de primera importancia la opinión pública. Fue esta nueva realidad la que permitió llegar al desenlace definitivo de unos meses de especial densidad política, imprevisibles en su desenlace final para los protagonistas.

Cuando ya empezaba a hacerse evidente la crisis del régimen dictatorial uno de los políticos conservadores españoles de más clara percepción del futuro, Francesc Cambó, escribió un libro, Las Dictaduras, que pudo ser calificado de guía perfecta para el dictador que quisiera dejar de serlo. Cambó hacía, en sus páginas, una descripción de un dictador que para el lector español no podía ser sino Primo de Rivera: de mentalidad simplista, su estancia en el poder le había hecho rectificar buena parte de sus juicios sobre los problemas, pero, en cambio, no le había proporcionado una visión clara acerca de la cuestión más grave, cómo salir de la Dictadura sino que, por el contrario, la perspectiva de las dificultades lo inclinaba a retener el poder. Al gobierno encargado de servir de transición entre la Dictadura y la normalidad, Cambó le recomendó, aparte de que se preocupara de mantener el orden público, que «no cayese en el apasionamiento de juzgar abominable todo lo que la Dictadura haya hecho» y, sobre todo, que no juzgara como óptimo el estado de cosas anterior a la Dictadura porque la mera existencia de ésta probaba que aquél no se podía restablecer. Realmente consejos como éstos (que no fueron aceptados) resultaban imprescindibles dada la situación que el país vivió al final de la Dictadura de Primo de Rivera. Se trataba de llevar a cabo uno de los procesos políticos más difíciles que se puedan imaginar: el tránsito de una situación dictatorial a otra de normalidad constitucional sin la colaboración expresa ni de quienes habían estado en el poder ni en la oposición durante aquel régimen. El final de este proceso sería el colapso de la Monarquía, para sorpresa de la inmensa mayoría, incluso de los republicanos, precisamente porque no tuvieron en cuenta los cambios producidos en la sociedad española —quizá no eran tan aparentes— y porque no se atendió el consejo de evitar la pura vuelta atrás.

El encargado de sustituir a Primo de Rivera fue el también general Dámaso Berenguer. Inteligente, culto, equilibrado, Berenguer, que a lo largo de los seis años anteriores se había significado por su moderada oposición al régimen dictatorial, era el más liberal de los tres personajes sugeridos por el propio dictador al Rey —los otros dos fueron Martínez Anido y Barrera— y también había sido juzgado aceptable por un severo opositor como fue Alba. Cuando anunció sus propósitos de retorno a la constitucionalidad la actitud de la opinión pública le fue notoriamente favorable. También fueron muy bien acogidas sus medidas liberales, relativas, por ejemplo, al reconocimiento legal de la FUE o la devolución de sus cátedras a los profesores dimitidos. En los primeros meses de su gestión se puede decir que las conspiraciones militares o paramilitares desaparecieron. Berenguer, que ha quedado en la Historia con el juicio condenatorio que de él hizo luego Ortega y Gasset, en un primer momento no fue un error sino una solución aparentemente buena.

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