Hermann y Dorotea (5 page)

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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Romántico, #Relato

BOOK: Hermann y Dorotea
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POLIMNIA

El cosmopolita

E
L
cura, el boticario y el mesonero seguían sentados y hablando sobre el mismo tema.

—Opino de idéntica manera —dijo el primero—. Convengo en que el hombre tiende a mejorar de situación, aspira a elevarse, o cuando menos todo lo nuevo despierta sus apetitos; pero, cuidado, no exageremos, pues haciéndolo así es natural que también olvidemos el apego a las cosas antiguas que por sernos usuales y de costumbre debemos tenerlas en gran afecto. Todos los estados son buenos cuando son naturales y razonables: el hombre desea mucho pero necesita de muy poco, pues los días de los mortales son contados y su suerte limitada. No censuro a los que, siempre activos y no dándose reposo alguno, recorren con valiente frenesí los mares y los caminos de la tierra, satisfechos de conquistar para ellos y para los suyos riquezas y fortunas, pero no estimo en menos al pacífico campesino que no mueve sus pasos de la hacienda paterna y día tras día, y año tras año, cultiva sus tierras de acuerdo con lo que requiere cada estación. Para él no rigen cambios anuales de haciendas ni tierras para dar contento a sus deseos, ni el árbol recién plantado se apresura a extender hacia el cielo sus ramas cargadas de los frutos propios del otoño. No, este hombre no sólo debe tener gran acopio de paciencia, sino que precisa, además, de un alma pura, no mudable, y debe poseer mucha calma y un recto criterio. Se contenta con las pocas semillas confiadas al suelo fecundo y con sus rebaños limitados: todas sus preocupaciones están ceñidas a lo útil y provechoso. Puede considerarse feliz el hombre dotado de semejante carácter. Y nosotros debemos nuestro sustento a esta clase de gente. Dichoso también el que vive en una ciudad pequeña y comparte los trabajos del campo con los de su profesión. Sobre él no pesan las penas y zozobras del lugareño, circunscrito a límites muy estrechos, y asimismo se halla a cubierto de las continuas agitaciones de que son víctimas los ambiciosos habitantes de las ciudades opulentas, pues aunque sus medios no se lo permiten, y sobre todo por culpa de sus esposas e hijas, quieren rivalizar con los más pudientes y más ricos. Créame usted. Dése por satisfecho de la manera de ser de su hijo y de su afición a sus trabajos, y bendiga a la mujer que comparta sus gustos y elija por esposa.

Cuando acababa de hablar, entró la madre llevando de la mano a Hermann y le acompañó delante de su esposo.

—Muchas veces —dijo— hemos convenido en que sería para nosotros un día feliz aquel en que nuestro hijo viniera a presentarnos a la que hubiera elegido por esposa. Nuestros pensamientos corrían de un lado para otro; y en nuestras conversaciones íntimas hacíamos nuestros planes y nos fijábamos en todas las que podían convenir a Hermann. Pues bien: ha llegado este día. Dios ha puesto en su camino y le ha presentado a la que había de elegir por mujer, y por fin su corazón se ha decidido. ¿No hemos dicho siempre: «él mismo debe escogerla»? ¿No has dicho tú mismo que deseabas verle animado y feliz por el amor a su esposa? Ha llegado la hora. Ha obrado según su gusto y criterio. Se trata de la muchacha fugitiva que encontró, y dice que si no la puede obtener se quedará soltero toda la vida.

—¡Déme su permiso, padre! —exclamó el joven—. Le aseguro que he hecho una elección buena, honrada y digna de ustedes.

Pero como el padre callaba, el cura aprovechó su silencio, y dijo levantándose:

—La vida y el destino del hombre dependen de la decisión de un momento, pues aun después de largas deliberaciones la determinación siempre es obra de un instante y solamente el hombre sensato se inclina por lo mejor. En la elección de estado, más que en otro asunto cualquiera, se corre el peligro de turbar el sentimiento y ofuscar la razón si uno se deja perder en un laberinto de temores y detalles. Hermann tiene buen corazón; lo conozco desde su infancia y puedo asegurar que no es de los que tienden con absoluta indiferencia las manos a todas las cosas por igual; de pequeño sólo deseaba lo que creía necesario y a ello se agarraba fuertemente. No se asombren, pues, ni se asusten ustedes si el acontecimiento tan deseado y esperado se realiza de golpe y porrazo. Claro que ustedes tal vez lo deseaban en forma distinta, pero nuestros ciegos deseos nos engañan con frecuencia acerca de la misma esencia del objeto deseado: los dones nos llegan del cielo y llevan impresa la forma que les es propia. No dejen de reconocer a esta joven que ha sido la primera en conmover el corazón de su adorado hijo; que es tan bueno y prudente. ¡Feliz el que se casa con la primera mujer amada y cuyos votos más queridos no se marchitan en secreto en el fondo de su corazón! Sí; estoy convencido, la suerte de su hijo está echada, basta mirarle y oírle. Un afecto verdadero convierte de súbito al adolescente en hombre. Hermann no es inconstante y me temo que si no le dan el consentimiento pasará entre muchas tristezas los mejores años de su vida.

El farmacéutico, que desde hacía buen rato sólo esperaba la ocasión de hablar, dijo muy circunspecto:

—Tratemos, sin embargo, en esta circunstancia, de sopesar bien las cosas y no apartarnos del camino trillado. El mismo emperador Augusto tenía por divisa: «Apresúrate lentamente». En cuanto a mí, estoy dispuesto a prestar mi ayuda a nuestros vecinos y pongo desde ahora a disposición de ustedes lo que pueda valer mi talento: la juventud necesita buenos consejos. Previo el asentimiento de ustedes, iré a informarme sobre esa muchacha, preguntaré en el pueblo a las personas que la conozcan y a los fugitivos que la hayan tratado. A mí no se me engaña fácilmente y sé apreciar el justo valor de las palabras.

—Sí, vecino, sí; vaya usted en seguida —interrumpió presuroso Hermann—; corra y recoja todos los informes posibles. Pero quisiera que le acompañara el señor cura: el testimonio de dos personas como ustedes es irrecusable. ¡Oh, padre, no tema! Esa muchacha no es una perdida, ni una aventurera que recorre nuestro país en busca de jóvenes incautos. No; la terrible guerra que aflige al mundo y que ha hundido a tantas casas que parecían solidísimas, ha arrojado también a esa pobre muchacha de su hogar. ¿Es extraño? ¿Acaso no vemos todos los días que naufragan hombres de ilustre linaje y que van por el mundo errantes y miserables? ¿Y no vemos asimismo príncipes obligados a huir bajo un disfraz, y reyes que viven en el destierro? También ella es una fugitiva y de las más generosas: olvidando sus propias miserias, asiste y alivia las de sus compañeros, prestando socorro que necesita para sí. Grandes calamidades y miserias se extienden por el mundo. Pero, ¿no sería posible que de tantos males naciera un bien? ¿No podría darse el caso de que al unirme con mi esposa encontrara en esta guerra el consuelo y la felicidad que ustedes hallaron entre las ruinas del incendio?

El padre se apresuró a contestarle a su hijo con cierto dejo de ironía:

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin despegaste la lengua! La tendrías atada o dormida; ¿no es cierto? Porque hasta ahora sólo la has movido en casos urgentes y a chorro muy lento. Hoy, para mí, ha llegado el peligro que amenaza a todo padre cuando su esposa, demasiado indulgente y sensible, se pone de parte de los caprichos de su hijo y aun encuentra defensa y ayuda en los vecinos así que el esposo intenta un ataque. Pero, vamos: no quiero luchar contra vuestras voluntades. Además, ¿de qué me serviría? Vayan pronto, infórmense; y si las referencias son favorables, sea enhorabuena y concédame Dios la gracia de que entre en mi casa una hija digna de mí. En caso contrario, que la olvide.

A estas razones del padre, contestó Hermann en un transporte de alegría:

—Antes de la noche usted tendrá una hija tan envidiable como mejor no la puede desear el padre más honrado. Confío en que, por mi parte, ella será tan dichosa como es buena. Sí, estoy convencido que ha de agradecerme toda la vida el darle en ustedes un padre y una madre, como todo buen hijo desea. Pero no perdamos más tiempo; voy a uncir los caballos y les conduciré en busca de la muchacha. Confío en ustedes, me someto a su prudencia, y juro no volver a verla hasta saber que puede ser mi esposa.

Dichas estas palabras salió corriendo, mientras los que quedaron en la habitación deliberaban sesudamente sobre la gravedad del caso.

Hermann corrió a la cuadra donde los vigorosos caballos comían avena pura y heno seco del mejor que se segaba en los prados. En seguida le puso los lucientes bocados, pasó las correas por las plateadas hebillas, ató las anchas y largas riendas y los sacó al patio, donde el criado hacía avanzar el coche arrastrado por la vara. Dieron al tiro la longitud precisa y uncieron los caballos ligeros. Después de coger el látigo, Hermann se sentó en el coche y lo condujo bajo la gran puerta abovedada, donde los dos amigos montaron. En seguida el carruaje rodó con rapidez y dejó atrás el pavimento de las calles, los muros de la ciudad, sus torres y sus fosos, camino de la célebre carretera. El correr impetuoso de su tiro nunca se interrumpió y siempre se mantuvo a idéntico paso, lo mismo al subir que al bajar las cuestas. Sólo cuando distinguió la torre del lugar y sus casas rodeadas de huertos, moderó la marcha de sus caballos.

Junto al pueblo y bajo la sombra venerable de unos tilos seculares, se extiende un gran prado, cubierto de verde hierba, donde tenían costumbre de reunirse los campesinos de los alrededores y los vecinos del lugar.

En el fondo de una pendiente, y al pie de unos árboles frondosos, manaba en chorro constante una fuente a la que se llegaba descendiendo unos peldaños. Alrededor del manantial, siempre límpido e inagotable, y protegido por un pequeño parapeto circundante que servía de apoyo a los que iban por el agua, había unos bancos de piedra. Hermann decidió parase en este lugar.

—Desciendan —dijo— y vayan a informarse sobre la muchacha y averigüen si es digna de que le ofrezca mi mano. Por mi parte no tengo duda. Nada podrán decirme que no sepa ni tenga previsto. Si sólo dependiera de mí, correría en seguida al pueblo y ella misma decidiría de mi suerte. La reconocerán muy fácilmente: no creo que su figura sea igualada por ninguna otra. Pero, no obstante, les diré cómo viste, para mejores indicios: un corpiño rojo realza su redondeado seno; un jubón negro ciñe su talle. Los pliegues de su camisa suben hasta formar la gorguera que encuadra su barbilla con una gracia púdica. Su cara oval y simpática revela candor y serenidad. Sus largos cabellos, peinados en gruesas trenzas, están recogidos con horquillas de plata y coronan su cabeza. Del corpiño desciende una falda azul cuyos numerosos pliegues le llegan graciosamente hasta el tobillo. Pero lo que más les recomiendo y ruego quieran tener en cuenta es no hablar con ella, ni mucho menos demostrarle las intenciones que llevan. Pregunten a los demás y oigan lo que dicen. Una vez hechas las averiguaciones que puedan satisfacer a mis padres, vengan a recogerme y veremos el partido que debemos tomar. Durante el camino he meditado en el paso que damos y en consecuencia he adoptado el plan que les propongo.

Sus dos amigos se dirigieron hacia el pueblo. En huertos, patios y casas hormigueaba la multitud, y en la calle mayor se apiñaban las carretas. Los hombres se ocupaban de los bueyes mugidores y de los caballos inquietos, mientras las mujeres atareadas extendían por vallas y cercados sus ropas para que se secaran, y los niños chapoteaban en el agua.

Los buenos emisarios se abrieron paso entre carretas, hombres y animales; miraron a derecha e izquierda sin encontrar los rasgos de la persona que se les había indicado: ninguna de las mujeres que veían les parecía ser la joven augusta que buscaban.

Muy pronto el tumulto aumentó. Habían llegado a un sitio donde unos hombres disputaban alrededor de unas carretas; las mujeres también se mezclaban en la discusión y chillaban desaforadamente. En esto, un venerable anciano se aproximó a los querellantes y su sola presencia impulsó la paz y el silencio. Les riñó con tono paternal, pero severo.

—¿Qué es eso? —dijo—. ¿No os basta la desgracia que a todos nos oprime? ¿Todavía no habéis aprendido a soportaros los unos a los otros, y prescindiendo de las injusticias ayudarnos y sostenernos mutuamente? Se comprende la intolerancia del hombre feliz, pero ¿los sufrimientos y desgracias no nos han enseñado que no debemos vivir en discordia con nuestros hermanos? Considerad la benevolencia con que somos acogidos en este suelo extranjero y el sitio que nos ceden. ¿Por qué no podemos compartirlo equitativamente? ¿Por qué no podemos poner en común lo que nos queda y lo recogido? La compasión y el bien que practiquemos, mañana nos será recompensado.

Durante la reprimenda del viejo, todos guardaron un silencio profundo: renacida la calma cada uno colocó en buen orden y de común acuerdo sus carretas y sus animales.

Entretanto, el cura, que había oído las palabras del viejo y observado su serenidad, se acercó al que podía considerarse como juez, y le dijo:

—Buen hombre, cuando un pueblo pasa tranquilamente sus días felices, cuando vive apacible de los frutos de sus tierras que recoge cada año y en abundancia y aun los renueva si quiere, cuando todo marcha a pedir de boca y nada falta, cada cual puede considerarse como el más prudente y el más sabio, y aquel que en efecto lo es realmente a veces queda confundido ante los demás, puesto que los acontecimientos siguen su marcha normal como movidos por sí mismo. Pero si llega la adversidad y trastorna el curso ordinario de la vida, si la casa se hunde, si los huertos y los campos son destruidos, si el marido y la mujer son expulsados de su hogar y se ven arrastrados por caminos desconocidos, en un laberinto inmenso de días y noches de amargura y ansiedad; ¡ah! Entonces es cuando se reconoce al hombre verdaderamente prudente y cuyas palabras no se pierden en vano. Permita una pregunta, señor: ¿tal vez es usted el juez de estos fugitivos cuyos arrebatos ha calmado? Sí, usted ha aparecido hoy ante mis ojos como uno de aquellos antiguos patriarcas —un Josué, un Moisés— que conducían a sus pueblos desterrados a través de los desiertos y las rutas inciertas.

El juez respondió gravemente:

—En verdad, nuestros tiempos pueden compararse a las épocas más graves de que nos habla la Historia Sagrada y la profana, pues aquel que vivió ayer y sigue en vida hoy puede decir que en tan pocas horas ha vivido muchos años. ¡Tanto se acumulan los acontecimientos en su rápida sucesión! A pesar de hallarme en pleno vigor, si miro hacia atrás me parece que pesa sobre mi cabeza una ancianidad centenaria. ¡Oh! Podemos compararnos perfectamente con los que, en horas terribles, en días de aflicción vieron al Señor en medio de un matorral ardiendo, como a nosotros se nos ha aparecido entre el fuego y las nubes de la guerra.

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