Hermann y Dorotea (10 page)

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Authors: Johann Wolfgang von Goethe

Tags: #Clásico, #Romántico, #Relato

BOOK: Hermann y Dorotea
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—Perdone usted mis lágrimas de dolor y mis lágrimas de alegría, ocasionadas por una doble sorpresa. Disculpe también mi susceptibilidad y mi contento presente por la felicidad inopinada que encuentro y que todos compartimos. ¡Y este primer enojo que le he causado, de modo tan involuntario y sin sospecharlo, que sea el primero y el último! Los deberes que me había comprometido a ejecutar como sirvienta, y de cuya carga me habría aligerado el afecto, ahora serán cumplidos por la hija con no menos amor y fidelidad.

El padre la abrazó ocultando sus lágrimas. La madre se acercó a Dorotea y después de estrecharle las manos, la besó con efusión. Ambas mujeres se abrazaron llorando en silencio.

Entretanto, el cura se apresuró a coger la mano del mesonero y a sacarle del dedo, no sin esfuerzo, pues lo tenía gordezuelo, el anillo nupcial; cogió también el de la madre y prometió a la pareja, diciéndoles:

—¡Que estos anillos de oro puedan formar una nueva unión tan feliz como la antigua! Hermann ama a Dorotea, y Dorotea, por su parte, confiesa que siente inclinación por Hermann. Pues desde ahora y con el consentimiento de vuestros padres, y en presencia de este buen amigo como testigo, yo os bendigo como novios y espero bendeciros muy pronto como esposos.

El boticario en seguida les dio la enhorabuena con muchos cumplidos y razones. Pero el cura, al intentar poner el anillo de oro en el dedo de Dorotea, quedó perplejo y sorprendido al encontrar el otro anillo que Hermann ya había notado y que tantas inquietudes le había dado desde su encuentro en la fuente.

—¡Cómo, hija mía! —dijo guasón y sin malicia—. ¿Tal vez vas al altar por segunda vez? ¿No vendrá a oponerse el primer novio a vuestra unión?

–¡Oh! —exclamó Dorotea—, permitan que conserve un recuerdo, que bien se lo merece, de aquel joven que marchó para no volver nunca más y me dio este anillo. Presintió cuanto debía sucederle, cuando su entusiasmo por la libertad y el deseo de unirse a la revolución le llevaron a París, donde encontró la prisión y la muerte. «Adiós, me dijo, me voy, sé feliz. Todo se agita sobre la tierra, todo parece que va a hundirse; las bases fundamentales de los Estados más sólidos se derrumban; el patrimonio abandona a su propietario; el amigo reniega de la amistad, los amores se olvidan. Yo debo dejarte. ¿Quién sabe dónde y cuándo te volveré a encontrar? Tal vez sean éstas nuestras últimas palabras. Con razón se ha dicho, y ahora es más cierto que nunca, que el hombre sólo está de paso en el mundo. Si antes éramos extraños a la tierra, más lo somos ahora en que no nos pertenece ni el suelo que pisamos; las riquezas emigran; el oro y la plata de los templos se funden, y desaparecen sus formas antiguas y sagradas. Todo se remueve y agita como si el mundo estuviera consumido y quisiera volver al caos y a la noche para renacer en un aspecto distinto. Guárdame mi amor, y si algún día volvemos a encontrarnos sobre las ruinas del mundo, seremos unos seres nuevos y libres, desligados de los caprichos de la suerte. Pero si ambos no podemos librarnos de los peligros que nos amenazan, si no debemos volver a vernos más, conserva por lo menos mi imagen en tu memoria y espera con la misma firmeza la felicidad o el infortunio. Si un nuevo techo te acoge o un nuevo amor te reclama, acepta con reconocimiento lo que el destino te ofrezca. Paga el amor con el amor, si es bien intencionado y puro, y sabe corresponder a tu bienhechor. Pero no cobres demasiada afición a la tierra que pises, y así nunca te vendrá de nuevo ni sentirás pena por perder lo que amas. Vive al día, trabaja contenta, y no des demasiada importancia ni valor a la vida ni a los demás bienes, pues todos son engañadores y falibles.» Así me habló, y nunca más le he visto. Poco después perdí cuanto poseía y muchas veces he recordado sus palabras. Como aún las recuerdo en este momento en que el amor me abre las puertas de la felicidad, y las esperanzas las de un porvenir risueño. ¡Oh!, perdóname, querido Hermann, si todavía tiemblo al cogerme en tu brazo. Me tambaleo como el marinero que, abandonado el navío, aún se siente inseguro por firme que sea la tierra que pise.

Mientras exponía estas razones se puso el nuevo anillo junto al antiguo. Hermann le replicó emocionado:

—Dorotea: ¡que nuestra unión concertada en medio del desorden general sea sólida e inquebrantable! Opongamos juntos nuestro pecho a las desgracias; pensemos en conservar nuestros días, que deben sernos preciosos, y mantenernos en posesión de nuestros bienes para embellecerlos. El hombre que se exalta en una época en que todo se derrumba, agrava el desastre; pero aquel que permanece firme e inalterable se crea un mundo nuevo. No es digno de los alemanes impulsar ni propagar este movimiento terrible, ni perder el juicio de un lado para otro: nuestra conducta debe estar en consonancia con nuestro carácter. Así debemos pensarlo y sostenerlo. Lo nuestro es nuestro. Así lo demostraron también los pueblos intrépidos que se levantaron en armas para defender a su patria, para salvar sus leyes y su religión y para proteger a sus familiares. Ahora eres mía, y lo mío me pertenece aún más que antes, y me es más querido. Deseo conservarlo tranquilo y sereno, sin turbarme por temores ni inquietudes y defendiéndolo con valentía. Y si los enemigos nos amenazan, más pronto o más tarde, tú misma armarás mi brazo. Mientras tú estés en casa junto a mis padres presentaré sin temor alguno mi pecho contra el enemigo. Si todos fueran de mi parecer, la fuerza se levantaría contra la fuerza y la paz reinaría entre nosotros.

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