Authors: Johann Wolfgang von Goethe
Tags: #Clásico, #Romántico, #Relato
Idilio en hexámetros compuesto en 1797, que en la traducción castellana se convierte en relato en prosa. En los años de la Revolución Francesa, la lucha franco-alemana genera millares de fugitivos. Son los desplazados que han «bebido largamente la copa amarga de este siglo». El matrimonio que regenta el mesón de un pueblo alemán se siente impulsado a socorrer caritativamente a esas pobres gentes que vagan enfermas, hambrientas y casi desnudas, y envía a su encuentro a su hijo Hermann con víveres y ropa de abrigo. Hermann es un muchacho lleno de nobles sentimientos, y al encontrar a la joven Dorotea necesitada de ayuda le entrega todo lo que lleva. Al volver a casa se da cuenta de que se ha enamorado perdidamente de ella, pero choca con el deseo de su padre —autoritario, ligado a las antiguas costumbres que aconsejan matrimonios ventajosos—, quien le echa en cara su escaso tacto para tratar con las mujeres y su nulo interés por encontrar una «novia opulenta». Hermann no cederá y, ayudado por su madre, saldrá en busca de la joven desconocida, cumpliendo así la normativa romántica —hecha de dificultades, amor platónico, equívocos y tumultuosas aperturas del alma.
Johann Wolfgang von Goethe
Hermann y Dorotea
ePUB v1.0
rykotxet25.12.12
Título original:
Hermann und Dorothea
Autor: Johann Wolfgang von Goethe
Ilustraciones: Emil Klein
Fecha de publicación (de la edición original): 1798
La desgracia compartida
N
O
, nunca vi las calles y el mercado tan desiertos: la ciudad parece abandonada, como muerta; apenas si quedan en ella cincuenta vecinos. ¡Cuánto puede la curiosidad! Todos se dirigen en un continuo y precipitado correr a presenciar el triste espectáculo de las pobres familias fugitivas. De la ciudad a la carretera por donde deben pasar media casi una hora de camino, y, no obstante, todos acuden allí en pleno mediodía y bajo los rigores de un polvo abrasador. Por mi parte, no pienso abandonar mi sitio para contemplar, ¡oh desgracia!, el infortunio de esas gentes que huyen de nuestra opuesta y tan hermosa orilla del Rin llevando consigo cuanto han podido salvar, acuden hacia nosotros y vagan errantes a través de nuestro valle fértil. Esposa mía: bien hiciste enviando a nuestro hijo a distribuir ropa vieja, alimentos y bebidas entre estos desgraciados; dar es obligación del rico. ¡Y qué bien guía los caballos este muchacho, y con qué dominio los conduce! Nuestro cochecito, casi nuevo, reluce como una joya: podría llevar cómodamente cuatro personas sin contar el cochero en su delantera. Esta vez lo ocupa él solo: ¡con qué ligereza ha corrido al volver la esquina de la calle!
Así hablaba a su esposa el dueño de El León de Oro, sentado en la entrada de su casa, sita cerca del mercado, dejándose llevar por el hilo de sus ideas.
—No me gusta prodigar la ropa vieja que dejamos de usar —replicó la diligente y hacendosa mesonera—, pues no faltan ocasiones en que pueda ser útil y en caso de necesidad a veces no se encuentra fácilmente ni aun pagándola cara. Pero hoy que sólo oigo hablar de niños y ancianos desnudos, he dado con alegría buen número de nuestras camisas y mantas todavía en buen uso. Y aun he llegado a más: he saqueado tu armario, y tu bata de algodón fino, aquella de indiana rameada, forrada de franela. Era muy usada y pasada de moda. ¿Te habré disgustado?
El mesonero contestó sonriente:
—Confieso que me duele separarme de esta bata vieja; era de indiana auténtica y ahora sería imposible encontrar otra parecida. Pero, va, ¡tampoco la usaba!... Hoy día es obligado presentarse bien vestido y mejor calzado: las zapatillas y el gorro ya no se estilan.
—Mira —interrumpió la esposa—, ya regresan por aquel lado algunos de los que fueron a presenciar la huida de los fugitivos; ya deben haber pasado. ¡Y qué polvorientos vuelven y cuán encendidos de rostro! Con sus pañuelos secan una y otra vez el sudor de sus caras. Por vida mía que no seré yo quien corra tanto, en plena ardencia del día, para asistir a un espectáculo que me haría llorar como una Magdalena; de sobra tendré con escuchar su relato.
—Lo que es raro —dijo el mesonero con acento reposado— es que disfrutemos de un tiempo tan magnífico en el preciso momento de una cosecha tan buena. Entraremos el trigo muy pronto, como ya hicimos con el heno, sin haber visto una gota de lluvia: el cielo está sereno y sin la nube más ligera; y el soplo del viento del este nos trae una frescura agradable. Este buen tiempo durará y el trigo está en el punto preciso de su madurez; mañana empezaremos a segar la cosecha más rica de cuantas recuerdo.
Mientras hablaba aumentaba por momentos el número de hombres y mujeres que atravesaba el mercado y volvía a sus hogares. Por el lado opuesto de la plaza llegó rápidamente frente a su casa, ha poco reconstruida, el rico vecino, comerciante el más distinguido de la localidad. Llevaba a sus hijas en su coche descubierto (construido en Landau). Las calles aparecían nuevamente animadas, pues esta pequeña ciudad contaba con bastante población, que vivía de diversas fábricas y practicaba no escaso comercio. El matrimonio seguía los movimientos de la muchedumbre y se entretenía haciendo diversas observaciones.
—Mira —dijo la mesonera—, el cura llega por este lado, en compañía de nuestro vecino el farmacéutico. Sin duda nos contarán lo que han visto; por supuesto que habrá sido un espectáculo nada agradable.
Ambos se acercaron amistosamente, saludaron a los esposos y, sentándose cerca de ellos en los bancos de madera, sacudieron el polvo de sus zapatos y se abanicaron con los pañuelos.
Después de unos mutuos cumplidos, el boticario empezó a hablar y, poco más o menos, dijo en tono compungido:
—¡Así son los hombres! Sucede una desgracia a su prójimo y todos acuden satisfechos a contemplarla boquiabiertos; se apresuran a considerar las llamas devoradoras de un incendio que sube hasta el cielo; quieren conocer al desdichado criminal que sigue el triste camino del suplicio. Hoy mismo el pueblo entero ha salido a las afueras de la ciudad para contemplar las desgracias de estas pobres gentes expulsadas de sus hogares; ni uno solo piensa que de un momento a otro puede amenazarle un parecido infortunio. Ligereza imperdonable, a mi parecer, pero que, sin embargo, es muy humana.
Lleno de buen sentido, el venerable cura escuchaba en silencio. La ciudad se sentía orgullosa de él. Aunque todavía aparentaba ser joven, estaba próximo a la madurez. Conocía las variadas escenas que constituyen la vida humana, y sus sermones se basaban en la idiosincrasia de sus auditores. Saturado de la importancia de los libros sagrados que nos descubren la condición humana y el objetivo de la Providencia, no por eso ignoraba las obras y las tendencias de los autores profanos contemporáneos.
—No me apetece —dijo el buen cura— censurar una inclinación que la naturaleza, esta buena madre, dio al hombre y no precisamente con el fin de descarriarle. Muy a menudo, esta inclinación feliz que le guía y que es irresistible, alcanza lo que la inteligencia y la razón no siempre pueden conseguir. Si la curiosidad no atrajera al hombre por medio de sus potentes atractivos, decidme si nunca hubiera conocido la sorprendente belleza de las relaciones que en la naturaleza unen a todos los seres. Lo primero que el hombre quiere es lo nuevo; en seguida busca lo útil con ardor infatigable; por último aspira a lo que es bueno por excelencia gracias a lo cual se eleva y dignifica. La ligereza es la alegre compañera de su juventud, la que le oculta los peligros y borra al instante las huellas de las amarguras así que se ha extinguido su paso. ¡Feliz el hombre que ya en edad madura, por la calma de la razón de esta loca embriaguez, despliega con éxito su actividad lo mismo en la dicha que en el infortunio: sus esfuerzos producen el bien y compensan los males sufridos!
La impaciente mesonera interrumpió:
—Digan lo que han visto. Tengo prisa en saberlo.
—Después de lo que hemos presenciado —continuó el farmacéutico en tono expresivo—, tardaré mucho en volver a sentir alegría por cosa alguna. ¿Quién podrá contar la múltiple variedad de infortunios reunidos en uno solo? Antes de descender al llano, ya vimos levantarse gran polvareda a lo lejos, y, sin que pudiéramos distinguir los objetos, la muchedumbre de emigrantes que corría de colina en colina hasta perderse de vista; llegados a la carretera que corta oblicuamente el valle, y a pesar de la prisa y la confusión de los peatones, todavía hemos podido contemplar el paso de gran número de estos desgraciados. El aspecto de cada uno nos ha dado a conocer a la vez las penas y amarguras que acarrea la huida, y el dulce sentimiento de haber salvado la propia vida gracias a una feliz oportunidad. Los numerosos efectos que una casa contiene, y cuyo dueño cuidadoso coloca a su alrededor en el sitio más conveniente, para tenerlo siempre a mano, según su utilidad, todo esto, ¡triste espectáculo!, aparecía cargado en desorden sobre distintos vehículos y carretas, y atado con precipitación. La criba y la manta de lana estaban sobre el armario, la cama en la artesa, los colchones sobre el espejo. Y exactamente lo mismo que hace veinte años, cuando el terrible incendio que sufrió nuestro pueblo, hemos vuelto a ver cómo el peligro ofusca de tal modo la razón humana que le impulsa a salvar las cosas más insignificantes y le hace olvidar las más valiosas. Asimismo en este caso, los carros tirados por bueyes y caballos arrastraban objetos sin valor: tablas viejas, antiguos toneles, pajareras y jaulas; mujeres y niños andaban penosamente cargados de canastas, cajas y cestas llenas de trastos completamente inútiles, ¡tanta pena muestra el hombre en abandonar el menor de sus bienes! La multitud avanzaba confusamente, atropellándose desordenada y tumultuosa en medio del polvo de la carretera, que, a pesar de su anchura, era estrecha para engullir tal avalancha. Para más confusión, cuantos llevaban animales escuálidos pretendían marchar lentamente, en tanto los que iban a pie intentaban avanzar más aprisa. De esta multitud estrujada y compacta salía gran confusión de gritos de mujeres y niños, mezclados con los mugidos del ganado, los ladridos de los perros y los gemidos de los viejos y de los enfermos echados sobre lechos bamboleantes puestos en la cima de los carros repletos. De pronto se oye un chirrido; la rueda de un vehículo se desprende de un eje y lo hace volcar junto a un montículo. El carro se inclina hacia el foso, mientras sus ocupantes lanzan gritos de horror y caen en un campo próximo. Afortunadamente la caída no ha sido fatal. Si las cajas y los bultos no van a parar cerca del carro, mucho me temo que los desgraciados hubieran resultado aplastados bajo el peso de los bagajes y los muebles. El carro allá quedó atascado; los infelices, desprovistos de socorro, fueron abandonados a su suerte, pues sus compañeros se alejaron a toda prisa, no pensando más que en sí mismos y a su vez arrastrados por el torrente de la multitud. Corrimos en su auxilio; se trataba de unos pobres enfermos y viejos que, en sus hogares y en sus lechos, todavía encontraban cierto alivio a sus sufrimientos pero que ahora permanecían extendidos en el suelo, llagados, clamando quejumbrosos y gimientes, y sofocados por las nubes de polvo bajo el sol inclemente.