Authors: Johann Wolfgang von Goethe
Tags: #Clásico, #Romántico, #Relato
Hermann se alzó y ambos volvieron a mirarse en la fuente. Dorotea, presa de cierta ansiedad, cogió en silencios los dos cántaros y empezó a subir los escalones, seguida de muy cerca por él. A fin de aliviarla del peso de la carga, Hermann quiso tomar un cántaro.
—No —dijo ella—; déjeme llevarlos a mí sola; así, con un peso en cada mano, se mantiene mejor el equilibrio y la carga es menos pesada. Además, el hombre llamado a mandarme no debe empezar por servirme. Pero ¿por qué me mira con este aire compasivo, como si lamentara mi suerte? Servir es propio de nuestra condición. Y desde muy pequeñas todas las mujeres cuidan más o menos de los quehaceres domésticos. Sirviendo a los demás es como se aprende a mandar y se llega a adquirir la autoridad que una dueña ejerce en su casa. Ya de pequeña, la mujer sirve al hermano, más tarde ayuda a sus padres y se pasa los días en un continuo ir y venir, siempre ocupada en provecho de los demás. Dichosa ella si llega así a habituarse a no considerar penoso ningún camino, a no diferenciar entre las horas del día y de la noche, a no encontrar ningún trabajo cansado en demasía, ninguna aguja demasiado fina y a olvidarse, en fin, de sí misma para vivir para los otros. Si llega a madre necesitará de todas estas virtudes domésticas, pues el hijo no le permitirá descansos y la despertará cuando duerma pidiéndole alimento. Por lo tanto, dolores y cuidados no se apartarán de su lado. Reunidas las fuerzas de veinte hombres no podrían soportar el peso de tales fatigas. Claro que tampoco les corresponde. Pero, por lo mismo, debieran admirarlas.
Así hablando, llegaron a la casa donde se había refugiado la nueva madre, que descansaba junto a una de las inocentes muchachas que Dorotea había salvado. Cuando entraron llegó por el lado opuesto el juez, trayendo un niño de cada mano, que el buen hombre acababa de encontrar entre la muchedumbre. Con alegría corrieron a abrazar a su madre, que ya los daba por perdidos, y conocieron a su nuevo hermanito. Después se acercaron a Dorotea, la abrazaron y le pidieron pan, frutas y, sobre todo, agua fresca. Los cántaros pasaron de mano en mano: bebieron los niños, después la madre y a continuación las muchachas y el juez. Todos ponderaron aquella agua deliciosa que tenía un gustillo acidulado que hacía de ella una bebida sana y agradable.
La joven les miraba entristecida y les dijo:
—Tal vez sea ésta la última vez que les ofrezca el cántaro y les dé a beber agua fresca. Pero si así fuera, cuando más adelante, en un día de gran calor les reanime una buena bebida, o sentados a la sombra cerca de un manantial puro disfruten de su frescura, les ruego que piensen en mí y en los cuidados que he podido prestarles, más por afecto que por obligación familiar. Por mi parte, toda la vida recordaré con agradecimiento sus favores. Les dejo con pesar; pero en estas circunstancias cada uno de nosotros es más pronto una carga que un alivio para su prójimo, y si no podemos regresar a nuestro país, a todos nos será obligado dispersarnos en tierra extranjera. Aquí tienen al joven que ha sido nuestra providencia; a él debemos las ropas del niño y las provisiones que tanto favor nos han hecho. Ha venido a proponerme que pase a servir a sus padres, que son buenos y ricos. He aceptado, porque en todas partes las jóvenes tenemos deberes domésticos que cumplir y lo más penoso para nosotras es vivir en la ociosidad y hacernos servir por los demás. Por eso le sigo contenta. Me parece un buen chico y confío que sus padres no serán menos buenos, cualidad más preciada para mí que la opulencia. Adiós, pues, buena amiga; sea usted muy feliz y que este pequeñito sea su alegría. ¡Oh! ¡Qué hermoso y vivo es! ¡Cómo le mira! Siempre que le estreche contra su corazón, envuelto en sus ropitas, acuérdese del joven tan bondadoso que nos las dio y en cuya casa —de aquí en adelante— yo encontraré comida y vestido. Y usted, hombre excelente —continuó, dirigiéndose al juez—, déjeme darle las gracias por haberme servido de padre en más de una ocasión.
Después se arrodilló junto a su amiga, que con voz temblorosa y entrecortada por los sollozos la bendijo conmovida.
Entretanto, el juez se volvió hacia Hermann y le dijo:
—Buen amigo, considero que debe figurar usted entre los hombres juiciosos que saben buscar para el gobierno de su casa personas aptas y honestas. Estoy muy acostumbrado a ver cómo en los mercados se pone mucha atención a los bueyes, caballos o carneros, cuando se trata de comprarlos o trocarlos, mientras que parece confiarse al azar la elección de la persona que puede salvar o arruinar una casa, porque si es honrada y laboriosa todo marcha en debida forma, pero si es holgazana y carece de principios, entonces equivale a la ruina y luego vienen los arrepentimientos tardíos e ineficaces por haber obrado a la ligera. Pero a usted me parece que no le sucederá lo mismo: ha sabido elegir muy bien a la muchacha y estoy seguro que satisfará a los padres de usted. Sepan retenerla, pues mientras la conserven en su compañía, tenga por cierto que no echará de menos a una hermana ni los padres de usted a una hija.
En este momento llegaron varios parientes de la madre, que le traían diversos obsequios, además del aviso de que le habían encontrado habitación más a propósito. Cuando supieron la decisión de Dorotea, miraron con gratitud a Hermann y sus miradas expresaron el fondo de sus pensamientos.
Una de las mujeres susurró al oído de otra:
—Si su señor llega a casarse con ella, ¡qué suerte la suya!
Hermann dijo a Dorotea:
—Partamos… El día acaba y nuestra ciudad está lejos.
Entonces todas las mujeres se abrazaron a la vez a Dorotea, hablando con vivacidad. Y mientras Hermann tiraba de su mano para llevársela, la muchacha iba dando saludos y recuerdos para sus amigos. Entretanto, los niños empezaron a llorar, y agarrados a su vestido no querían que se marchara la que era para ellos una segunda madre. Por fin intervinieron las mujeres.
—¡Basta, pequeños! Dorotea va a la ciudad a buscar los pasteles de azúcar que vuestro hermanito encargó cuando la cigüeña que nos lo ha traído pasó por delante de la confitería. ¡Ya veréis como pronto regresa cargada de cucuruchos dorados y muy bonitos!
Sólo así dejaron libre a Dorotea, y Hermann pudo arrancarla con trabajo de los nuevos abrazos de sus compañeros. Ya lejos de ellos, todavía la saludaban con sus pañuelos.
Hermann y Dorotea
C
AMINABAN
los dos cara al sol, que corría a su crepúsculo entre grandes nubes anunciadoras de tempestad. De cuando en cuando, la faz encendida del astro se ocultaba o salía de entre los espesos nubarrones y proyectaba sobre los campos una claridad vaporosa.
—Ojalá que la tempestad que amenaza —dijo Hermann— no nos traiga granizo ni fuertes aguaceros, pues la cosecha se anuncia magnífica.
¡Y qué hermosura ofrecía! Seguían el sendero junto a los campos y contemplaban extasiados la campiña con sus trigales que se agitaban balanceados por el viento y cuyas espigas llegaban casi a una altura igual a la de sus cabezas.
—¡Oh! —dijo Dorotea—. A usted le deberé el disfrutar pronto de una vida apacible, segura, y de la protección de un techo, mientras tantos fugitivos están expuestos todavía a las inclemencias del tiempo y a los rigores de la tempestad. Deseo conocer —antes de hallarme en presencia suya— cómo son sus padres, pues aunque estoy dispuesta a serviles de todo corazón y con el mayor interés, me conviene tener detalles de su carácter, ya que cuando se conoce al amo es más fácil complacerle en aquellas cosas que considera como más importantes o por las que siente mayor inclinación. Dígame el mejor medio para ganarme la voluntad de sus padres.
—¡Ah —respondió Hermann—, no sabes cuánto agradezco tu interés en querer conocer de antemano su carácter! Pues bien; en cuanto a mi padre, te diré que yo mismo apenas si consigo tenerlo contento, y eso que cuido, desde muy joven, todo lo suyo como si fuera cosa mía: trabajo los campos, la viña y la huerta, y vigilo y atiendo su cultivo durante todo el día. En cuanto a mi madre, ya es más fácil contentarla; así como reconoce mi celo, también te considerará como la más perfecta de las muchachas si ve que atiendes nuestra casa como si fuera la tuya. No ocurre lo mismo con mi padre: le agrada que a los actos y servicios se añadan ciertas ostentaciones que le halaguen. No tomes a mal que te hable de mi padre en esa forma, ni me consideres injusto ni desnaturalizado. Te juro que eres la primera persona a quien he hablado de él en estos términos antes de hoy; me inspiras tanta confianza que no temo expansionarme contigo ni expresar sin reserva de ninguna clase. No es que le falta bondad; pero le halagan los cumplidos y las apariencias en el trato con la gente; existen pruebas exteriores de amor y de adhesión, y es de aquellos que se entregarían y se dejarían engañar por un criado de mala fe, pero listo en cultivar su flaqueza, mientras, en cambio, es capaz de mostrarse duro y sentir aversión por el mejor de sus servidores si descuida atender estos rasgos de su carácter.
—Tengo plena confianza —respondió la muchacha con alegría y alargando el paso por el sendero que se oscurecía— en contentar a uno y a otra. El carácter de tu madre es perfectamente igual al mío, y por lo que se refiere a las maneras agradables, las conozco desde mi infancia. Nuestros vecinos los franceses antes concedían mucha importancia a la cortesía: a nobles, burgueses y campesinos les era cosa propia y natural y la inculcaban a sus hijos. A ellos debemos nuestra costumbre de niños de dar por las mañanas los buenos días a los padres, besar sus manos, y hacerles una reverencia. Cuanto he aprendido, desde mi infancia, en buena educación y mejores costumbres, además de lo que me inspire mi corazón, voy a consagrarlo a fin de complacer a tus padres. Y ahora sólo me falta saber cómo quieres ser tratado tú, que eres su hijo único y, por lo tanto, también mi señor.
Hablando de esta forma, habían llegado junto al peral. La luna, en toda plenitud, resplandecía en su claridad en lo alto de la bóveda celeste, pues la noche era llegada y con su velo había apagado los últimos rayos del sol. Sus miradas contemplaban las dos grandes masas que se tocaban: por una parte una claridad tan viva como la del día y por la otra las sombras de la noche. Hermann sintió inefable alegría al oír la pregunta de Dorotea, precisamente al pie del árbol que le era tan querido y bajo cuyo follaje hoy mismo había llorado a causa de ella.
A fin de descansar unos momentos, se sentaron uno junto a otro, y Hermann, cogiendo amoroso la mano de Dorotea, le dijo:
—Tu corazón debe decírtelo, y sigue libremente sus dictados.
Pero no se atrevió a decir una palabra más, a pesar de que la ocasión era tan propicia. Aparte el temor a una negativa, se había turbado al sentir en sus dedos el anillo de oro de Dorotea.
Y siguieron silenciosos uno junto a otro, hasta que la muchacha dijo:
—¡Cuánta dulzura inspira esta admirable claridad de la luna! Casi parece de día. Distingo los edificios de la ciudad y los patios y corrales. De esta casa más próxima veo tan perfectamente la ventana de debajo de su tejado que creo podría llegar a contar sus cristales.
—Esa casa que ves —dijo Hermann— es la nuestra. Allí es donde te acompaño y esa ventana de debajo del tejado es la de mi cuarto, que tal vez pronto será el tuyo…, pues a no mucho tardar haremos reformas. Estos campos nos pertenecen, los trigales, como ves, ya están maduros y mañana empezaremos a segar; aquí, bajo este peral, descansaremos y comeremos. Pero descendamos aprisa por la viña y crucemos la huerta, pues se aproxima la tempestad. Relampaguea y muy pronto las nubes taparán la luz de la luna.
Se levantaron y descendieron, hechizados, bajo la pálida luz del astro nocturno, por entre los trigos pletóricos. Cuando llegaron al viñedo los envolvía la oscuridad. Hermann condujo a la muchacha por los escalones desiguales formados con troncos de árboles. Ella descendía despacio, apoyando sus manos en el hombro de su guía. La luna todavía les enviaba de cuando en cuando algún pálido fulgor; pero, envuelta muy pronto por el nublado tempestuoso, dejó a la pareja entre tinieblas.
Hermann sostenía a Dorotea con cuidado mientras ella se reclinaba sobre él a fin de asegurar sus pasos, pero como desconocía el sendero y lo desigual del terreno y sus piedras, puso el pie en falso y sintióse próxima a caer. Dándose cuenta de ello, Hermann se volvió hacia Dorotea con los brazos extendidos y la sostuvo. A causa de este movimiento cayó dulcemente sobre su hombro y se juntaron sus pechos y sus mejillas. Inmóvil como un mármol, contenido por el imperio de su voluntad, no la oprimió contra sí en un fuerte abrazo, sino que se afirmó en el suelo para sostenerla mejor. Cargando con tan estimado peso, sentía los latidos del corazón de la amada y el hálito de su boca, y sostenía con fuerza viril la hermosa criatura tan bella de rostro como agraciada de cuerpo.
Ella disimuló el dolor que sentía en el pie y dijo risueña a Hermann:
—Es signo de mal augurio, según dice la gente de experiencia, torcerse el pie al entrar en una casa. Francamente, me creía merecer un presagio mejor. Detengámonos un rato a fin de que pueda reponerme; así tus padres no podrán hacerte reproches por traerles una sirvienta que empieza sus servicios cojeando.