Authors: Johann Wolfgang von Goethe
Tags: #Clásico, #Romántico, #Relato
—Diciendo esto, sacó una bolsa de cuero repujado en la que llevaba el tabaco y vació su contenido: era suficiente para llenar unas cuantas pipas.
—Poco es —añadió.
—El buen tabaco —dijo el juez— siempre es grato al viajero.
Estas palabras dieron pretexto al boticario para ponerse a elogiar su tabaco. Pero el cura le interrumpió y se le llevó consigo, después de despedirse del anciano.
—Apresurémonos —dijo—. Nuestro mozo nos espera ansioso. Vamos a comunicarle cuanto antes las buenas noticias.
Redoblaron el paso y encontraron a Hermann bajo los tilos y apoyado en el coche. Los caballos impacientes piafaban machacando con fiereza la hierba. Los tenía cogidos por la brida, y con sus ojos fijos en la lejanía, estaba tan absorto en sus reflexiones que no se dio cuenta de la llegada de sus dos amigos hasta que le llamaron de lejos con gritos y señales de alegría. El farmacéutico, antes de llegarse a él, ya había empezado a hablar; pero el cura lo contuvo, y acercándose a Hermann le cogió las manos y le dijo:
—Enhorabuena, amigo; has tenido buen ojo y mejor corazonada. No te has engañado al elegir. ¡Feliz seas tú y feliz sea la mujer que será compañera de tu juventud! ¡Es digna de tu mano! Vamos, pues, montemos y llévanos hasta el pueblo para formular nuestra demanda y llevárnosla a tu casa.
Pero el joven no se movió de su sitio y, al parecer, escuchó sin conmoverse las palabras que debían llenarle de confianza y alegría. Suspiró y dijo:
—Hemos venido muy aprisa y tal vez nos corresponda volvernos a casa lentamente y llenos de confusión. Mientras les esperaba he reflexionado mucho y he sido víctima de la perplejidad, de la duda, de la desconfianza, en fin, de todos los sentimientos que pueden atormentar el corazón del hombre que ama. Por el solo hecho de que soy rico y ella se encuentra en la miseria y en el destierro, ¿opinan ustedes que nos será suficiente llegar ante la muchacha y conseguir que nos siga? La misma pobreza, cuando es merecida, tiene su orgullo. Esa joven me parece activa y modesta: el mundo le pertenece. ¿Y creen ustedes que hermosa y atractiva como es no ha sido solicitada por nadie? ¿Suponen que su corazón ha permanecido hasta ahora inaccesible al amor? ¡Oh, no corramos tan aprisa en su busca; los caballos quizá tendrían que volvernos a paso lento y deberíamos emprender mohínos y avergonzados el camino de regreso! Mucho me temo que exista algún joven que posea su corazón, y que su mano ya está comprometida a la de un rival más afortunado, que tiene conseguida su promesa de fidelidad. Imagínense mi figura, mi confusión y vergüenza ante ella, si mi demanda fuera rechazada.
El cura se disponía a animar al joven, cuando su compañero —siempre dispuesto a divagar— se le anticipó.
—¡Es cierto! En mi juventud no existían tantas dificultades y sabíamos arreglar las cosas en forma conveniente. Cuando los padres habían elegido una esposa para su hijo, lo primero que se hacía era llamar confidencialmente a un amigo, que se mandaba cerca de los padres de la interesada con el encargo de pedirla en matrimonio. El domingo siguiente, y luego de comer, el buen amigo visitaba, en traje de fiesta y como por casualidad, a la familia en cuestión, y después de los cumplidos de costumbre iniciaba una conversación general que, con muchos rodeos y gran alarde de destreza y prudencia, acababa refiriéndose a la muchacha. De paso hacía el elogio de la familia y de la hija y, como es natural, no se olvidaba de hacer lo mismo respecto a las personas que le enviaban. La familia comprendía perfectamente el intento, y el emisario, según las disposiciones que encontraba, hablaba con más claridad. Si la demanda era eludida, la negativa no tenía nada de humillante. Si, por el contrario, era aceptada, el negociador tenía desde aquel día asegurado el sitio de honor en la casa y a perpetuidad ocupaba el primer lugar en todas las fiestas familiares, pues la pareja se acordaba toda la vida de la mano hábil que ató el primer nudo de su unión. Ahora esto ya no está de moda, como tantas otras costumbres, y cada cual hace por sí mismo su petición. Así pues, es muy justo que cada uno afronte en persona la negativa, cosa que puede muy bien ocurrir, y que pase por vergüenza ante los mismos ojos de la pretendida.
—Sea, pues, lo que Dios quiera —exclamó Hermann, decidido—. Yo mismo daré este paso y sabré mi destino por sus propios labios, pues estoy cierto que ningún hombre ha confiado en mujer alguna como yo confío en ella. Sea cual sea su resolución será la mejor, pues es indudable que siendo de ella ha de ser razonable y buena. Y cuando menos habré visto por última vez sus ojos negros y su mirada franca. Si nunca he de abrazarla, por lo menos veré de nuevo su talle, su busto y sus hombros que quisiera enlazar y aquella boca de la que un «sí» y un beso harían mi felicidad y un «no» equivaldría a mi suprema desgracia. Déjenme solo y no me aguarden. Vuelvan junto a mis padres; díganles que su hijo no se había equivocado, que la muchacha es digna de mi amor. Déjenme solo. Regresaré por el sendero que a través de la colina conduce al peral, y de allí desciende a lo largo de la viña. ¡Ojalá tuviera la carrera junto a mi amada! Pero, ¡ay!, es posible que regrese solo y que tal vez siempre más deba recorrer este sendero con tristeza.
Y dicho esto, puso las riendas en manos del cura, el cual dominando hábilmente a los caballos subió al coche y ocupó el asiento de Hermann.
Pero el cauto farmacéutico dudó un momento y dijo al cura:
—Amigo mío, le confío muy a gusto mi alma y todas mis facultades espirituales, pero en cuanto a mi cuerpo y a mis miembros, no los considero muy en seguro si son puramente materiales las riendas con que un eclesiástico debe conducirlos.
—Siéntese —respondió el cura sonriendo— y confíeme sin temor su cuerpo lo mismo que su alma. Hace mucho tiempo que mi mano está ejercitada en llevar las riendas y mi vista en saber tomas los rodeos del camino. Tengo hecha buena práctica de cuando vivía en Estrasburgo y acompañaba al joven barón. Era yo quien guiaba el coche. Pasábamos por entre la muchedumbre y los paseantes, y por las vías polvorientas llegábamos hasta los prados y los tilos lejanos.
Medio convencido por estas palabras, el boticario subió al coche, pero sentóse con precaución y como dispuesto a saltar al primer peligro. Los caballos corrían impacientes por volver a la cuadra, y sus cascos levantaban nubes de polvo.
El joven no se movió de su sitio durante mucho rato, perdido en la absorta contemplación de la polvareda que se levantaba en el aire para disiparse después. Parecía insensible, hechizado.
Dorotea
C
OMO
el caminante que antes de ponerse el sol fija todavía sus miradas en el astro que desciende del horizonte próximo a desaparecer, y luego sus ojos deslumbrados creen verlo en todas partes, lo mismo sobre el bosque umbrío que a lo largo de la montaña, y vuélvase del lado que se vuelva, por todas partes ve flotar su imagen vacilante y sus brillantes y coloreados reflejos, asimismo aparecía ante los ojos de Hermann la silueta graciosa de la muchacha caminando por el sendero que conducía a su casa. Pero se sobrepuso a su hechizo y se dirigió hacia el pueblo, mas volvió a encontrarse con la misma visión, pues del opuesto extremo del camino se acercaba hacia él la forma resplandeciente. Después de considerarla con la mayor atención, vio que esta vez no se trataba de ninguna imagen ilusoria, sino de ella misma en persona. Ya la tenía cerca. Llevaba un cántaro en cada mano y lo sostenía por una de sus asas. Uno era grande, otro menor, e iba por agua a la fuente.
Hermann marchó con alegría a su encuentro, sintiéndose con más ánimos ante su presencia. Y acercándose a ella, sorprendida de verle, le dijo:
—¡Hola, muchacha hacendosa! Vuelvo a encontrarte en mi camino ocupada en socorrer a los demás y en aliviar sus males. ¿Por qué vas sola a la fuente, que está más lejos, pudiendo servirte, como tus compañeras, de las del pueblo? Cierto que el agua de este manantial tiene cualidades especiales y un buen sabor. Sin duda quieres llevarla a la buena mujer cuya vida salvaste con tus cuidados.
La joven le saludó con amabilidad:
—Me alegro de haber tomado el camino de la fuente y de haber encontrado de nuevo al bienhechor que nos ha colmado de sus donativos, puesto que la vista del que da no es menos agradable que sus mismos dones. Venga conmigo y verá con sus propios ojos a los que se han beneficiado con su clemencia y podrá oír sus palabras de agradecimiento. En cuanto al motivo de venir a buscar el agua de esta fuente clara y abundante, se debe a que nuestros compañeros, imprevisores, a su llegada han enturbiado todas las aguas del pueblo por haber hecho pasar caballos y bueyes por el depósito destinado al uso de la población. Además, han lavado sus ropas y utensilios en abrevaderos, pozos y fuentes, removiendo y ensuciando el agua. Cada cual sólo piensa en su propio interés. Absorbidos por la necesidad momentánea, la resuelven a prisa y de cualquier modo, sin preocuparse de las futuras consecuencias ni de las sucesivas necesidades.
Mientras iba exponiendo estas razones, descendió con Hermann los anchos peldaños de la fuente y se sentaron juntos sobre el pequeño parapeto que la rodeaba. Dorotea se bajó para coger el agua; Hermann tomó el otro cántaro y se inclinó a la vez. Sus imágenes temblorosas sobre un fondo de cielo azul se reflejaron en el manantial como si fuera un espejo. Se contemplaron sonrientes en el agua y se saludaron amistosamente.
—Déjame beber —dijo el mozo.
Ella le alargó el cántaro. Y confiados e ingenuos permanecieron sentados en el pretil, apoyados en los cántaros.
Poco después, Dorotea le preguntó:
—¿Y cómo es que te hallas aquí tan lejos del sitio donde nos encontramos por primera vez? ¿Dónde están tus caballos y tu coche? ¿A qué has venido?
Hermann inclinó la cabeza pensativo. Pero en seguida levantó los ojos hacia Dorotea y miró con ternura los de la muchacha. Sintióse confiado y más tranquilo. Sin embargo, le habría sido imposible hablarle de amor. La mirada de Dorotea no revelaba ningún destello amoroso, sino tan sólo el reflejo de una inteligencia tranquila y de una apacible serenidad. Se imponía una respuesta razonable y el joven, después de concentrarse unos instantes, le respondió en tono de amistosa confianza:
—Escucha, niña, voy a contestar a tus preguntas. Tú eres causa de mi venida. ¿Por qué te lo voy a ocultar? Vivo con mis padres y disfruto de una existencia feliz. Yo, como hijo único, les ayudo con diligencia y fidelidad a dirigir nuestra casa y a cultivar nuestras tierras. Cada uno de nosotros tiene señalado su trabajo, que no escasea. A mí me corresponde la dirección de nuestros cultivos; mi padre administra el negocio y mi madre está al frente de la casa. Pero tú, sin duda, sabes por experiencia lo que los criados apesadumbran y fatigan a una ama de casa. Unas veces por su ligereza, otras por su mala fe, se ve obligada a renovarlos con frecuencia; es decir, a sustituir unos defectos por otros. Desde hace mucho tiempo mi madre desea tener a su lado una muchacha que le alivie, no precisamente con su trabajo, sino también con su afecto y que pueda considerarla como a su propia hija, muerta muy joven, por desgracia.
Esta mañana cuando te he visto en la carretera ante mi coche y he considerado tu cara franca y serena, tu brazo robusto, tu apariencia de fuerza y salud; cuando te oí hablar en una forma tan razonable, quedé cautivado. Corrí a casa y elogié tus méritos a mis padres y a nuestros amigos. En fin, que vengo a exponerte su deseo, que también es el mío… Perdóname si no hablo más claro.
—No tema nada, acabe —respondió Dorotea—; no me siento ofendida; muy al contrario, le estoy sumamente agradecida. Puede hablar con absoluta claridad. Usted quisiera contratarme como sirvienta para que ayude a sus padres y trabaje en su casa. Usted ha creído encontrar en mí lo que les conviene: una hija juiciosa, activa y de buen carácter. Su proposición ha sido breve; mi respuesta lo será más. Sí, le seguiré ya que el destino así lo quiere. Aquí ya he cumplido con mi deber; he puesto a la madre y al hijo en manos de los suyos, que están muy contentos de que se hayan salvado; la mayor parte ya han vuelto a reunirse con ella; los demás no tardarán en llegar. Todos confían que dentro de pocos días volverán a sus casas. Los fugitivos gustan de crearse ilusiones. Yo, en estos días infelices que sólo nos anuncian nuevas desgracias y horas peores, no me dejo engañar por vanas esperanzas. Las antiguas relaciones están rotas. ¿Quién las reanudará? ¿Quién volverá a ordenar de nuevo tanta confusión? Sólo la necesidad. Así pues, si puedo ganar mi vida en casa de una familia honrada, trabajando por un hombre respetable y ayudando a una buena mujer, consiento en ello muy dichosa. La reputación de una joven que anda sola por el mundo es siempre dudosa. Sí, le seguiré en seguida que haya llevado esos cántaros a mis amigos y después de haberme despedido de ellos. Venga conmigo, deseo que los vea y que sean ellos mismos los que me confíen a usted.
Hermann, al verla tan bien dispuesta, sintió tanta alegría que titubeó unos instantes por si debía comunicarle o no sus verdaderos propósitos, pero juzgó más prudente mantenerla en su error, conducirla a su casa y dejar para más adelante el declararle su amor y pedirla en matrimonio. Por otra parte, se había dado cuenta de un anillo de oro que llevaba en un dedo, y decidió no interrumpirla y seguir escuchando atentamente sus palabras.
—Vamos —dijo—. Es costumbre murmurar de las muchachas que se entretienen demasiado en la fuente y, sin embargo, ¡es tan agradable hablar junto al murmullo de un manantial!