Expediente 64 (12 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Expediente 64
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El resultado fue que Nete obedeció durante meses, y aquella época fue la peor de Sprogø en todos los sentidos.

Cuando Nete miraba al mar no veía solo olas que podían transportarla lejos de la isla hacia la libertad, veía también olas que podían arrastrarla hasta el fondo. El fondo oscuro donde ya nadie podría encontrarla y hacerle daño.

Las semillas de beleño fueron lo único que se llevó Nete de Sprogø cuando al fin dejó la isla. Lo único, tras cuatro años de penas y trabajo.

Cuando más tarde terminó sus estudios de técnica de laboratorio, oyó hablar de unas excavaciones en zonas de monasterios, donde se activaron semillas de beleño de varios siglos de antigüedad; y enseguida sembró sus viejas semillas en un tiesto que colocó en una zona soleada.

Al poco tiempo, como si de un Ave Fénix se tratara, una recia planta verde se erguía y la saludaba como una vieja amiga que había regresado después de estar una temporada ausente.

Durante años el beleño había reinado en las tierras de Havngaard, así que era la descendiente de las descendientes de aquella planta la que ahora crecía en una buhardilla de Nørrebro. Todas las antecesoras las había secado y guardado junto con la ropa que llevaba puesta cuando por fin dejó la isla. Eran reliquias de otros tiempos. Hojas, cápsulas llenas de semillas, tallos resecos y reminiscencias arrugadas de lo que entonces fueron las más bellas flores blancas con sus nerviaciones oscuras y destellos en el ojo morado del centro. Recolectó de la planta dos bolsas con material orgánico, que sabía al dedillo cómo emplear.

Puede que en otros tiempos fueran la presencia de aquel beleño y sus secretos sin desvelar los que hicieron que Nete siguiera investigando en sus estudios de técnico de laboratorio. Puede que fuera aquella planta la que hizo que se entregara en cuerpo y alma a la química.

Lo cierto es que de pronto, con su conocimiento modernizado sobre diversas sustancias y sus efectos en el ser humano, entendía mejor qué herramienta tan extraordinaria y tan letal había dejado la naturaleza crecer en Sprogø.

Tras varios intentos, consiguió hacer un extracto de los tres principios activos principales de la planta en la cocina del cuarto piso, y los probó en pequeñas dosis suaves.

La hiosciamina le provocó un acentuado estreñimiento y sequedad bucal, ligera hinchazón en rostro y boca y un ritmo cardíaco que podría calificarse de extraño, cuando menos; pero no se puso enferma de verdad.

A la escopolamina le tenía más miedo. Solo cincuenta miligramos eran ya una dosis letal, lo sabía. Incluso en pequeñas dosis, la escopolamina tenía un fuerte efecto somnífero, y también un efecto euforizante. No es de extrañar que se empleara durante la Segunda Guerra Mundial como suero de la verdad. En aquel estado abotargado, a una no le importaba lo que decía y pensaba.

Luego estaba la atropina. Otro alcaloide cristalino e incoloro, que como los demás se encontraba en plantas de la familia de las solanáceas. Tal vez Nete no fue tan cuidadosa al ingerir esta sustancia como con las otras dos; lo cierto es que le provocó perturbaciones visuales, gran dificultad para hablar, fiebre, rubor y escozor en la piel y alucinaciones que casi la llevaron a la pérdida de conciencia.

No había duda de que un cóctel de esos tres principios con la concentración suficiente se convertía en una sustancia letal. Y Nete sabía que eso se conseguía haciendo una infusión fuerte y después destilándola para quitarle el noventa y cinco por ciento del agua.

En aquel momento tenía en sus manos un frasco bastante grande de extracto de la sustancia, los cristales se habían empañado y una atmósfera pesada y amarga se extendía por las habitaciones del piso.

Así que solo había que encontrar la dosis adecuada para cada cuerpo.

No había usado el ordenador de su marido desde que se mudó. ¿Por qué había de hacerlo? No tenía a nadie a quien escribir, nada sobre lo que escribir, tampoco contabilidad ni correspondencia comercial. Nada de hojas de cálculo ni tratamiento de textos. Esa época ya había pasado.

Pero aquel jueves de agosto de 1987 encendió el ordenador, escuchó su ronroneo y vio que la pantalla verde se iba iluminando con un hormigueo en el cuerpo y una sensación de vértigo en el diafragma.

Cuando escribiera y enviara las cartas ya no habría vuelta atrás. La calleja que atravesaba la vida de Nete se estrechaba, y terminaría de forma inevitable cerrándose del todo. Así lo veía y así lo deseaba.

Escribió varios borradores de la carta que se proponía enviar, pero la versión definitiva fue la siguiente:

Copenhague, 27 de agosto de 1987

Querido/a …:

Han pasado muchos años desde que nos vimos por última vez. Años que puedo decir con orgullo que me han dado una vida holgada.

Durante estos muchos años he reflexionado sobre mi destino, y he llegado a la conclusión de que las cosas fueron así porque no podían suceder de otro modo, y porque, después de todo, me doy cuenta de que tampoco yo era del todo inocente.

Por eso, todos esos hechos, palabras duras y malentendidos del pasado ya no me atormentan. Casi diría lo contrario. Me da un gran sosiego mirar atrás y saber que lo he superado, y que ahora viene un tiempo de reconciliación.

Como tal vez sepas por la prensa, estuve muchos años casada con Andreas Rosen, y su herencia me ha convertido en una mujer acaudalada.

El destino ha querido que me encuentre en tratamiento hospitalario, y por desgracia me han diagnosticado una enfermedad incurable. Por eso me queda poco tiempo para lo que viene.

Como naturalmente no he tenido ningún heredero, he decidido compartir mi riqueza con la gente que se ha cruzado en mi vida, para bien y para mal.

Por eso quiero invitarte a que vengas a mi domicilio en Peblinge Dossering, 32, en Copenhague

EL VIERNES, 4 DE SEPTIEMBRE DE 1987 A LAS…

Mi abogado estará presente y se ocupará de que te sean transferidos diez millones de coronas. Por supuesto, tendrás que pagar impuestos de ese regalo, pero el abogado se ocupará de eso, tú no te preocupes por nada.

Estoy segura de que después podríamos hablar de cómo nos ha ido la vida. Por desgracia, el futuro no tiene mucho que ofrecerme, pero sí que podría mejorar el tuyo. Eso me dará una alegría y me traerá sosiego mental.

Espero que estés bien de salud y dispuesto/a a reunirte conmigo. Repito que me daría una gran alegría.

Me doy cuenta de que el plazo es muy breve, pero tengas lo que tengas que hacer ese día, estoy segura de que pensarás que merece la pena hacer el pequeño viaje.

Te ruego que traigas la invitación y vengas a la hora en punto, ya que el abogado y yo tenemos otros quehaceres y reuniones ese día.

Incluyo un cheque cruzado de dos mil coronas para cubrir tus gastos de viaje.

Ya tengo ganas de verte. Eso traerá un gran sosiego a mi mente, y tal vez también a la tuya.

Saludos amistosos,

Nete Hermansen

Ha quedado bien, pensó, y copió la carta seis veces, las adecuó al género, nombre y hora de cita, las imprimió y las firmó. Con trazo pulcro, seguro y competente. No era una firma que aquellas seis personas la hubieran visto estampar.

Seis cartas. Curt Wad, Rita Nielsen, Gitte Charles, Tage Hermansen, Viggo Mogensen y Philip Nørvig. Por un momento sopesó escribir a sus dos hermanos aún vivos, pero rechazó la idea. De todas formas eran muy jóvenes entonces, y apenas la conocían. Además, estaban embarcados por esas fechas, y Mads, su hermano mayor, había muerto. A los otros dos no podría reprocharles nada.

Por eso tenía delante aquellos seis sobres. Deberían haber sido nueve, pero la muerte se le adelantó en tres de los casos, ya lo sabía; el tiempo había cerrado esos tres capítulos.

La muerte se había llevado a su maestra de la escuela, al médico jefe de servicio de Sprogø y a la directora. Esos se libraron. Los tres que sin ningún esfuerzo podían haber mostrado algo de piedad. O, mejor dicho, podían haber dejado que imperase la ley. Porque los tres cometieron injusticias y errores terribles, y los tres caminaron por la vida convencidos de que habían hecho lo correcto. De que sus obras y su vida habían sido beneficiosas no solo para la sociedad, sino también para las desgraciadas que las padecían.

Y eso era lo que molestaba a Nete. Y de qué manera.

—Nete, ven conmigo —gruñó su maestra. Y como Nete vacilaba, la llevó agarrada de la oreja y la hizo dar una vuelta al edificio de la escuela levantando polvo a su alrededor.

—Condenado monstruo. Niña estúpida, insustancial, ¿cómo te atreves? —gritó, y le dio una bofetada con su mano huesuda. Y cuando Nete, llorando, gritó que no entendía por qué le había pegado, la maestra volvió a pegarle.

Tumbada en el suelo, con aquel rostro furibundo allí arriba, miró alrededor. Pensó que se le mancharía el vestido y su padre se disgustaría, porque debía de haber costado mucho dinero. Trató de ocultarse tras las flores de manzano que caían pausadas de los árboles, tras el canto de la alondra, que vibraba en lo alto por encima de todo, tras las risas despreocupadas de sus compañeros, al otro lado del edificio.

—Se acabó, no quiero saber más de ti, deslenguada, ¿entendido? Eres una blasfema y una cochina.

Pero Nete no entendía. Había estado jugando con los chicos, que le pidieron que se subiera el vestido, y cuando ella lo hizo, riendo, desvelando unas grandes bragas rosas que había heredado de su madre, todos rieron, liberados, porque había sido así de simple y fácil. Hasta que apareció la maestra y repartió sopapos a diestro y siniestro hasta que el grupo se disolvió y solo quedó Nete.

—¡Pequeña zorra! —gritó, y Nete sabía lo que significaba, de manera que respondió que ella, desde luego, no era eso, y si alguien la llamaba así, lo sería más.

Al oír aquellas palabras, el blanco del ojo de la profesora casi desapareció.

Por eso pegó tan fuerte a Nete tras el edificio de la escuela, y por eso le pateó gravilla a la cara, diciendo a alaridos que no iba a volver a la escuela; y si alguna vez se le presentaba la ocasión, ya iba a enseñar a un mamarracho como ella a ser respondona. Su comportamiento diario en la escuela no la hacía merecer una buena vida. Y lo que acababa de hacer Nete nunca, nunca, nunca se podría reparar. Ya se encargaría
ella
de eso.

Y así fue.

10

Noviembre de 2010

Le quedaban tres horas y media para presentarse ante Mona peinado y con la camisa planchada, con aspecto de alguien con quien una pudiera tal vez tener ganas de pasar una noche de pasión.

Carl miró abatido su rostro gris en el retrovisor cuando aparcó el coche patrulla ante la última casa adosada de Allerød. Aquello iba a ser una misión imposible.

Un par de horas tumbado me vendrán de perlas, pensó un segundo antes de ver a Terje Ploug avanzando por el aparcamiento.

—¿Qué pasa ahora, Ploug? —gritó, saliendo del coche.

Ploug se alzó de hombros.

—Es por el caso de la pistola clavadora. Tenía que oír la versión de Hardy.

—La has oído por lo menos cinco veces.

—Ya, pero igual recordaba algo nuevo, ahora que el caso se ha ampliado.

El sabueso Ploug había husmeado algo, era evidente. Era uno de los más concienzudos de Jefatura. Ningún otro se desplazaría con gusto treinta y cinco kilómetros en busca de un poco de leña para esa hoguera llamada sospecha.

—¿Y recordaba algo?

—Tal vez.

—¿Qué coño quieres decir con «tal vez»?

—Pregúntale tú mismo —dijo, y saludó llevándose dos dedos a la sien.

Ya en el recibidor Morten Holland se precipitó a suencuentro. Era difícil tener algo de intimidad con aquel inquilino.

Morten miró el reloj.

—Menos mal que has venido más temprano, Carl, menos mal. Es que han pasado muchas cosas en casa. No sé si voy a recordarlo todo.

Su respiración entrecortada se intercalaba entre sus frases breves. No era eso lo que Carl necesitaba en aquel momento.

—Para el carro —ordenó Carl, pero aquello no bastaba para detener a un bloque macizo de carne y grasa con un ataque galopante de verborrea.

—Me he tirado
una hora
hablando con Vigga por teléfono. Ha pasado algo gordo, tienes que llamarla
enseguida
.

Carl abatió la cabeza. Si no estaba enfermo antes, iba a enfermar ahora. ¿Cómo diablos podía ser que su mujer, con quien llevaba años sin convivir, todavía pudiera tener una influencia tan manifiesta en sus defensas inmunológicas?

—¿Qué te ha dicho? —preguntó, cansado.

Pero Morten adelantó las manos a la defensiva y las sacudió con frivolidad. Eso tendría que averiguarlo él.

Encima.

—¿Alguna otra cosa, aparte de que Terje Ploug acaba de estar aquí? —se vio obligado a preguntar. Lo mejor era oírlo todo antes de caer desvanecido.

—Sí, Jesper ha llamado del instituto. Dice que le han robado la cartera.

Carl sacudió la cabeza. ¡Menudo hijo postizo! Casi tres años en el instituto de Allerød y va y lo deja justo antes de los dos últimos exámenes. Notas horribles en todo. Ahora estaba repitiendo en Gentofte, haciendo mudanzas de protesta entre la cabaña de Vigga en Islev y la casa adosada de Carl en Allerød, cada dos por tres una chica nueva en el dormitorio, fiestas y juergas. Pero bueno, así era.

—¿Cuánto dinero llevaba en la cartera? —preguntó.

Vio que Morten pestañeaba. ¿Era
tanto
?

—Pues tendrá que arreglárselas solo —anunció Carl, y entró en la sala.

—Hola, Hardy —saludó en voz baja.

Eso era tal vez lo peor: que nunca se movía en la cama de hospital cuando llegabas. No había un pequeño tirón bajo la sábana a guisa de saludo, ni una mano tendida que estrechar.

Acarició, como tenía por costumbre, la frente de su amigo paralizado, y se cruzó con una mirada azul que solo soñaba con ver cualquier otra cosa que no fuera lo que lo rodeaba.

—¿Viendo las noticias? —observó, indicando con la cabeza la pantalla plana del rincón.

Hardy torció el gesto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Acaba de irse Terje Ploug —informó.

—Sí, me lo he encontrado fuera. Me ha dado a entender que podías aportar algo nuevo al caso. ¿He entendido bien?

Carl se retiró un poco cuando empezó a cosquillearle la nariz, pero el estornudo se extinguió por sí mismo.

—Perdona, más vale que esté a distancia. Joder, me parece que me estoy pillando una gripe. Como casi todos en Jefatura.

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