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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (9 page)

BOOK: Expediente 64
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«DIPLOMA», ponía en la parte superior con mayúsculas de caligrafía, y justo debajo, en cuatro líneas que ocupaban toda la hoja: «A nadie que pueda leer esto se le puede llamar analfabeto».

Ponía sencillamente eso.

Se secó las lágrimas y apretó los labios. Qué poco considerado y egoísta por su parte había sido no volverse a poner en contacto con él. ¿Cómo se habría desenvuelto su vida de no ser por él y por su mujer Marianne? Y ahora era demasiado tarde. Fallecido tras una larga enfermedad, eso era lo que ponía en la esquela de hacía tres años.

«Tras una larga enfermedad», significara lo que significase.

Escribió a Marianne para darle el pésame, pero le devolvieron las cartas. Tal vez hubiera muerto también ella, pensó Nete. ¿Quién le quedaba ahora en el mundo, aparte de los que habían arruinado su vida?

Nadie.

Dobló la carta y el diploma y volvió a meterlos en el sobre. Después se dirigió al alféizar interior de la ventana, sacó un platillo de estaño y depositó allí el sobre marrón.

Cuando le prendió fuego y las volutas de humo ascendieron ondulantes hacia el estucado del techo, y por primera vez desde el accidente, ya no sintió vergüenza.

Esperó a que se apagaran las brasas, y luego desmenuzó las cenizas hasta reducirlas a polvo. Llevó el platillo de estaño al alféizar de la sala y se quedó un rato observando la planta de superficie pegajosa. En aquel momento no olía tan fuerte.

Vació la ceniza en el tiesto y se volvió hacia el secreter.

Sobre el elegante mueble había un montón de sobres con su correspondiente papel floreado. El tipo de regalo que se hace a una anfitriona, tan inevitable como las velas aromáticas con adornos. Sacó seis sobres, y luego se sentó a la mesa del comedor y puso un nombre a cada uno.

Curt Wad, Rita Nielsen, Gitte Charles, Tage Hermansen, Viggo Mogensen y Philip Nørvig.

Un nombre por cada período de su vida en el que las cosas le habían ido muy mal.

Aquellos nombres parecían cualquier cosa menos importantes, casi accesorios. Gente que podías borrar de tu vida de un plumazo. Pero las cosas no funcionaban así en la realidad. Los nombres eran muy importantes. Y la importancia residía, más que nada, en que esas personas, si es que seguían vivas, andaban por ahí tan libres como Curt Wad, sin pensar en el pasado ni en las huellas viscosas que había dejado su paso por la vida.

Pero iba a hacer que se detuviesen y mirasen atrás. Y lo haría a su manera.

Levantó el auricular del teléfono y tecleó el número del registro civil.

Su primera frase fue:

—Buenos días, me llamo Nete Hermansen. ¿Podría indicarme cómo puedo encontrar a unas personas de las que solo tengo direcciones antiguas?

7

Noviembre de 2010

El viento soplaba caprichoso, y ya desde muy lejos Carl percibió el hedor a cadáver flotando pesadamente en el húmedo aire otoñal.

Detrás de unas excavadoras con los cucharones bajados había gente vestida de blanco del Departamento de Homicidios hablando con los peritos forenses.

Así que habían llegado al punto en que las ambulancias y los celadores del Instituto Forense podían hacerse cargo.

Terje Ploug estaba con una carpeta bajo el brazo, fumando su pipa, y Marcus Jacobsen un cigarrillo, pero no servía de nada. El hombre que habían enterrado de modo tan indecoroso hacía tiempo que se había descompuesto, y esos hieden peor que cualquier otra cosa. Menos mal que la mayoría de los presentes tenían los órganos olfativos obstruidos.

Carl se acercó tapándose las narices y observó la caja, que seguía enterrada, pero casi a la vista y con la tapa abierta. No era tan grande como había pensado. Un cuadrado de unos setenta y cinco centímetros de largo, pero había sitio de sobra para albergar un cadáver bien descuartizado. Era sólida, hecha de viejas piezas de entarimado barnizadas y machihembradas. Sin duda, un ataúd que habría podido estar enterrado muchos años hasta descomponerse.

—¿Por qué no enterraron al tipo sin más? —preguntó Carl cuando llegaron al borde de la zanja abierta—. ¿Y por qué justo aquí?

Señaló alrededor.

—No será por falta de sitio, ¿verdad?

—Hemos estado examinando las tablas, que han arrancado del suelo del barracón.

El inspector jefe de Homicidios se apretó la bufanda en torno al cuello de la chaqueta de cuero y señaló un montón de tablas que había tras unos obreros de la construcción con monos anaranjados.

—Así que ahora sabemos con bastante certeza dónde enterraron la caja bajo el suelo —continuó Marcus Jacobsen—. Fue en una zona cerca de la esquina de la pared sur. Se ha empleado una sierra circular no hace mucho, los peritos dicen que menos de cinco años.

Carl hizo un gesto afirmativo.

—Bien. O sea, que mataron a la víctima y la descuartizaron en otro lugar, y después la transportaron hasta aquí.

—Sí, es lo que parece —admitió el inspector jefe sorbiéndose los mocos con la cabeza envuelta en humo de cigarrillo—. Tal vez una advertencia a Georg Madsen para que cerrara el pico, no como el pobre desgraciado de ahí.

Terje Ploug asintió en silencio.

—Los peritos dicen que la caja estaba enterrada bajo la zona aserrada del cuarto de estar. Por lo que veo en el boceto del atestado… —concretó, señalando un plano de su expediente—… estaba justo debajo de la silla donde encontrasteis a Georg Madsen con el clavo en la cabeza. Donde os tirotearon.

Carl se enderezó. En resumidas cuentas, ninguna información que fuera a convertir aquel miércoles en algo memorable. Era evidente que los esperaban cientos de horas de investigar y enredar en hechos que Carl prefería olvidar. Y si de él dependiera, se marcharía inmediatamente. Iría al puesto de salchichas del aeropuerto, se jamaría un buen par de salchichas a la plancha con sus panecillos y bien de kétchup, mientras observaba con detenimiento las agujas del reloj hasta que pasaran tres o cuatro horas y pudiera volver a casa a cambiarse para ir a casa de Mona a cenar el ganso de San Martín.

Ploug se quedó mirándolo como si leyera su pensamiento.

—Vale —convino Carl después—. Así que sabemos que mataron al hombre en otro sitio y probablemente lo enterraron bajo el suelo de la sala de Georg Madsen con su conocimiento. ¿Qué detalles faltan?

Se rascó la barbilla y respondió él mismo.

—Ah, bueno. Solo nos falta saber el porqué, ¿no? Quién es el hombre y quién lo ha hecho, ¿verdad? ¡Eso está tirado! Lo arreglarás en un plis-plas, ¿verdad, Ploug? —gruñó Carl, mientras su malestar iba en aumento.

En aquella zona de tierra negra estuvo a punto de perder la vida un par de años antes. De allí se llevaron las ambulancias el cadáver de Anker y el cuerpo destrozado de Hardy. Allí traicionó Carl a sus amigos y se quedó tocado del ala y paralizado en el suelo, como un animal asustado, mientras acababan con sus compañeros. Y cuando dentro de poco aquella caja hiciera su último viaje al Instituto Forense, todas las pruebas materiales de aquellos hechos se habrían borrado de la faz de la tierra. Acierto y error a la vez.

—Lo más seguro es que ocurriera con conocimiento de aquel Georg Madsen, pero si el enterramiento del cadáver era una advertencia para él, entonces puede decirse que sin duda no hizo caso —comentó el inspector jefe.

Carl miró algo más allá de Marcus Jacobsen, a la caja abierta.

El cráneo estaba ladeado, asomando por una de las bolsas de basura negras en las que seguían guardados los pedazos de cadáver. A juzgar por su tamaño, por la mandíbula pronunciada y el puente de la nariz roto, no solo se trataba de un hombre, sino de un hombre que había probado un poco de todo. Y ahora yacía allí, sin dientes y con el cuero cabelludo descompuesto y el cabello casi disuelto, y atravesando la viscosa masa en descomposición se apreciaba la cabeza de un clavo galvanizado y bastante grande. Un clavo que se parecía a los que encontraron en el cráneo de Georg Madsen y en los de los dos mecánicos del taller de Sorø.

El inspector jefe se quitó el traje protector e hizo una señal con la cabeza a los fotógrafos.

—Dentro de unas horas examinaremos la caja en el Instituto Forense, y entonces veremos si hay alguna pista para poder identificar a la víctima —concluyó, mientras dirigía los pasos a su vehículo, aparcado algo más arriba en el sendero de gravilla. Después gritó—. ¡Escribe tú el atestado, Ploug!

Carl retrocedió unos pasos y trató de filtrar el hedor a cadáver aspirando hondo un par de veces junto a la apestosa pipa de Ploug.

—¿Para qué diablos tenía que venir yo, Terje? —preguntó—. ¿Querías ver si me derrumbaba?

La respuesta de Ploug fue una mirada triste. Le importaba un huevo si Carl se derrumbaba o no.

—Por lo que recuerdo, el barracón del vecino estaba pegado —dijo, apuntando a otro solar—. Tuvo que oír o ver a gente acarreando una caja grande en la cabaña de al lado y luego el estruendo de una sierra circular recortando la tarima del suelo, ¿no? ¿Recuerdas qué dijo el vecino al respecto?

Carl sonrió.

—Querido Ploug. Lo primero, que el vecino solo llevaba diez días viviendo allí cuando mataron a Georg Madsen, así que no lo conocía. Por lo que yo y también los peritos hemos visto en ese revoltijo hediondo, el cadáver llevaba enterrado por lo menos cinco años; es decir, tres años antes del asesinato de Georg Madsen, así que ¿cómo puñetas iba a saber el vecino nada de eso? Por cierto, ¿no fuiste tú quien llevó la investigación después de que me llevaran al hospital? ¿No hablaste con él?

—No, al hombre le dio un ataque al corazón algo más tarde y murió ahí, junto a la acera, mientras recogíamos las cosas. Por lo visto el asesinato, las circunstancias y todos aquellos policías fueron demasiado para él.

Carl proyectó hacia fuera el labio inferior. ¡Caramba! Desde luego, el cabrón de la pistola clavadora tenía unas cuantas muertes en su conciencia.

—Vaya, así que no lo sabías.

Ploug sacó un bloc de notas del bolsillo interior.

—Entonces, tampoco sabrás que estamos recibiendo información sobre una serie de asesinatos parecidos en Holanda. En mayo y septiembre del año pasado se encontraron en una zona de bloques a las afueras de Róterdam, llamada Schiedam, a dos hombres ejecutados también con una pistola clavadora. Nos han enviado un montón de fotos.

Abrió su carpeta y señaló unas fotos de los cráneos de los dos hombres, mientras varios agentes delimitaban la zona del hallazgo con cinta.

—Tenían un clavo Paslode de noventa milímetros incrustado en la sien, igual que en los asesinatos de Selandia. Luego te enviaré copias del material. Ya volveremos al tema cuando tengamos el informe del Instituto Forense.

Muy bien, pensó Carl. Así el cerebro de Hardy tendría algo en que ocuparse.

Encontró a Lis frente al despacho de Rose con los brazos cruzados bajo el pecho, asintiendo en silencio y consumiendo absorta las observaciones de Rose acerca de la vida en general y de la vida en el sótano en particular. Oyó retazos como «pésimas condiciones», «ambiente de cámara funeraria» y «ridícula actitud de jefe», y estaba completamente de acuerdo, hasta que cayó en la cuenta de que Rose estaba hablando de él.

—Hm-hmm —carraspeó, esperando sobresaltar a Rose, pero su subordinada no se dignó a mirarlo.

—Ya llegó el maravillas en persona —soltó sin miramientos, y le pasó varios papeles—. Mira lo que he subrayado en el informe de Rita Nielsen, y considérate afortunado por tener compañeros aquí abajo, en la guarida, que cuidan el tenderete mientras otros andan por ahí tocándose las pelotas.

Santo cielo. ¿A tanto había llegado? Porque entonces su supuesta hermana gemela Yrsa iba a aparecer en un santiamén.

—Has estado arriba preguntando por mí —le recordó Lis cuando la sombra de Rose desapareció en su despacho.

—He intentado en vano encontrar a mi primo Ronny, y pensaba que…

—Ah, eso.

Por un momento pareció decepcionada.

—Bak nos ha contado algo. Vaya historia… Bueno, haré lo que pueda.

Le dirigió una sonrisa que le dejó las rodillas temblando, y luego empezó a moverse hacia la puerta.

—Un momento, Lis —la frenó Carl—. ¿Qué diablos ha pasado con la señora Sørensen? De pronto parece tan… He estado a punto de decir amable.

—Ah, Cata. Está en un cursillo de PNL.

—¿Un cursillo de PNL? ¿Y eso qué…?

Entonces sonó el móvil de Carl. «Morten Holland», ponía en la pantalla. ¿Qué diablos querría su inquilino?

—Sí, Morten —dijo, y despidió con la cabeza a Lis.

—¿Molesto? —se oyó una voz cautelosa.

—¿Molestaba el iceberg al
Titanic
? ¿Molestaba Bruto a César? ¿Qué ocurre? ¿Pasa algo con Hardy?

—Eh… en cierto modo, sí. Por cierto, muy bueno lo del
Titanic
, ¡ja, ja! Pues eso, que Hardy quiere hablar contigo.

Oyó el receptor caer sobre la almohada de Hardy. Era una mala costumbre que habían adquirido Morten y Hardy. Antes solía bastar con que Hardy y él mantuvieran una conversación cuando volvía a casa, pero al parecer aquello ya no era suficiente.

—¿Me oyes, Carl?

Carl se imaginaba al hombrachón paralítico mientras Morten apretaba el receptor contra su oído. Ojos entornados, arrugas en la frente y labios resecos. En su voz había una preocupación oculta. Así que seguro que había hablado ya con Terje Ploug.

—Ha llamado Ploug —comunicó—. Ya sabes de qué se trata, ¿no?

—Sí.

—Vale. Entonces, ¿puedes decirme de qué se trata, Carl?

—Se trata de que la gente que nos tiroteó son unos asesinos despiadados, y que contra viento y marea se encargan de mantener la disciplina en sus filas.

—Ya sabes que no me refiero a eso.

Se produjo un silencio. Uno de esos silencios que no son agradables. Uno de esos silencios que por lo general terminan en confrontación.

—¿Sabes qué opino de todo esto? Me parece que Anker estaba muy envuelto en ese marrón. Sabía que había un cadáver en el barracón antes de que fuéramos allí.

—Ajá. ¿Y en qué te basas, Hardy?

—Lo

, sin más. En aquella época estaba transformado. Había empezado a gastar más dinero que de costumbre, cambió de personalidad. Y desde luego aquel día no siguió las normas.

—¿A qué te refieres?

—Fue a interrogar al vecino
antes
de que entráramos en la casa de Georg Madsen. Pero ¿cómo podíamos saber con seguridad que había un cadáver?

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