Read Expediente 64 Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (10 page)

BOOK: Expediente 64
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo denunció el vecino.

—Carl, cojones. ¿Cuántas veces nos ha pasado que una denuncia así se refiriese a un animal muerto, a sonidos de la radio o del televisor? Anker
siempre
entraba en la casa a comprobar si se trataba de una falsa alarma antes de empezar a investigar. Pero aquel día, no.

—¿Por qué me cuentas eso
ahora
? ¿No te parece que has tenido la ocasión antes?

—¿Te acuerdas de cuando Minna y yo cobijamos a Anker en casa cuando su mujer lo echó de casa?

—No.

—Fue un período corto, pero Anker estaba muy jodido. Esnifaba cocaína.

—Sí, eso he oído, me lo contó ese puto psicólogo de Kris que me ha echado encima Mona. Pero entonces no lo sabía.

—Una de las noches que salió de farra se vio envuelto en una pelea. Su ropa estaba manchada de sangre.

—¿Y…?

—Mucha sangre, Carl. Y después echó la ropa a la basura.

—¿Y ahora ves una relación entre el hallazgo del cadáver hoy y aquel episodio?

Otra vez la pausa. Hardy era uno de los mejores detectives de Jefatura cuando estaba entero. «Conocimiento e intuición», solía decir. Puñetera intuición.

—A ver qué dice la autopsia, Hardy.

—El cráneo de la caja no tenía dientes, ¿verdad, Carl?

—No.

—Y el cadáver ¿estaba descompuesto del todo?

—Sí, algo así. No era una sopa, pero casi.

—Entonces tampoco vamos a poder saber quién coño era.

—Pues así tendrá que ser, ¿no, Hardy?

—Eso lo dices tú, pero tampoco estás en la cama con un tubo hasta las entrañas, mirando al techo un día sí y otro también, ¿verdad? Si Anker estaba metido en ese marrón, joder, también es culpa suya que esté como estoy. Por eso te llamo, Carl. Así que no pierdas de vista el caso. Y si Ploug empieza a hacer chorradas, entonces tírale de las orejas, ¿me oyes? Se lo debes a tu antiguo compañero, cojones.

Cuando Morten Holland se disculpó y cortó la comunicación, Carl vio que estaba sentado en el borde de su silla con los papeles de Rose en el regazo. ¿Cómo había entrado en el despacho? No tenía la menor idea.

Cerró los ojos un rato y trató de imaginarse a Anker. Pero los rasgos faciales de su antiguo compañero estaban ya desdibujados.

¿Cómo iba a poder recordar las pupilas, ventanas de la nariz, entonación y todos los demás síntomas del abuso de cocaína?

8

Noviembre de 2010

—¿Has visto los resaltados de Rose en el caso de Rita Nielsen, Carl?

Carl alzó la vista y le costó trabajo reprimir una carcajada. Tenía delante a Assad abanicándose con un pequeño fajo de papeles. Por lo visto había encontrado un remedio para el goteo nasal, porque de las ventanas de su nariz sobresalían dos pedazos de algodón de grandes dimensiones, lo que explicaba por qué su incapacidad de pronunciar los sonidos sibilantes, ya de por sí marcada, se había acentuado más aún.

—¿Qué resaltados? ¿Dónde? —quiso saber Carl, sofocando una sonrisa.

—En el caso de la que desapareció en Copenhague. La madame de una casa de putas, Rita Nielsen.

Arrojó sobre la mesa un fajo de fotocopias.

—Rose está haciendo unas llamadas, y ha dicho que mientras tanto echáramos un vistazo al caso.

Carl hojeó las fotocopias y señaló los pedazos de algodón.

—¿No puedes quitarte los tampones? No puedo concentrarme.

—Pero entonces me gotea la nariz, Carl.

—Pues que gotee. Pero procura que caiga al suelo.

Hizo un gesto afirmativo cuando los algodones fueron a parar a la papelera, y luego miró las fotocopias.

—¿Qué resaltados?

Assad se agachó hasta estar amenazadoramente cerca del papel y buscó unas hojas más adelante.

—Aquí —dijo, señalando un montón de líneas marcadas en rojo.

Carl echó un vistazo al folio. Era un informe policial del estado en que habían encontrado el Mercedes abandonado de Rita Nielsen, y los resaltados de Rose insistían en los pocos efectos que se habían encontrado en la guantera: una pequeña guía sobre el norte de Italia, unas pastillas de regaliz, un paquete de pañuelos de papel, un par de folletos sobre Florencia y, para terminar, cuatro casetes de Madonna.

Por lo visto Madonna no tiene mucha salida entre los peristas de Nørrebro, pensó Carl, y se fijó en que Rose había trazado con bolígrafo una raya más gruesa bajo la frase «la casete de
Who’s that Girl
se encuentra sin contenido». Curiosa formulación, pensó, sonriendo. «Se encuentra sin contenido.» Aquella frase era un tanto ambigua.

—Pues sí —resumió después—. Se trata sin duda de grandes novedades, Assad. Se encontró una casete de Madonna sin contenido. ¿No deberíamos avisar a la prensa de inmediato?

Assad lo miró sin comprender.

—Y aquí, en la hoja siguiente, hay también algo. Ah, es que las hojas están ordenadas al revés.

Señaló otro par de resaltados. Se referían al aviso por teléfono de la desaparición de Rita Nielsen el 6 de septiembre de 1987. Lo efectuó una tal Lone Rasmussen de Kolding, que trabajaba para Rita Nielsen atendiendo al teléfono las peticiones de chicas de compañía. Le pareció extraño que Rita Nielsen no hubiera regresado a Kolding el sábado, como se esperaba. Había un apunte que decía que Lone Rasmussen era una vieja conocida de la Policía y que en su historial había varios casos de prostitución y drogas.

La frase subrayada de aquella hoja decía: «Según Lone Rasmussen, Rita Nielsen tenía que hacer algo el domingo, porque ese día y el siguiente estaban tachados con aspas rojas en su calendario, que está en la clínica de masaje, a la que Lone Rasmussen se refiere una y otra vez como “oficina de acompañantes”».

—Vaya, vaya —comentó Carl, mientras seguía leyendo el texto. Así que Rita Nielsen tenía citas para los días siguientes a su desaparición, pero los investigadores no encontraron nada que indicase a qué pudieran estar dedicados aquellos días.

—Creo, o sea, que Rose está intentando localizar a esa Lone Rasmussen —dijo Assad con voz nasal.

Carl dio un suspiro. Aquello había sucedido hacía veintitrés años. A juzgar por el número de registro civil, rondaría los setenta y pico, una edad bastante avanzada para una mujer con aquel pasado. Y si, contra todo pronóstico, seguía viva, ¿qué iba a poder añadir a unas declaraciones de por sí tan vagas, después de tanto tiempo?

—Mira esto, Carl.

Assad volvió a mirar en las fotocopias y señaló una frase, que leyó con las consonantes afectadas por los mocos.

—En el registro de la casa de Rita Nielsen, a los diez días de su desaparición, se encontró un gato tan extenuado que hubo que sacrificarlo.

—Ahí va la pera —reaccionó Carl.

—Sí, y aquí no se encuentra ningún material que pudiera indicar un crimen. —Assad señaló la parte inferior del folio—. Tampoco documentos personales, diarios ni nada que pudiera desvelar una crisis seria. La casa de Rita Nielsen está ordenada, pero organizada de forma algo infantil, con muchas chucherías y abundantes fotos recortadas y enmarcadas de Madonna. Nada que pudiera llevar a pensar en un suicidio, y menos aún en un asesinato.

Rose había trazado dos rayas bajo una de las frases: «Abundantes fotos de Madonna recortadas y enmarcadas».

¿Por qué había subrayado aquello? Carl se secó bajo la nariz. ¿Iba a empezar a gotear? No, no sería nada. Joder, esta noche
no
podía estar acatarrado. Mona lo esperaba.

—Bueno, no sé por qué le parece tan importante a Rose todo eso de Madonna —declaró—. Pero lo del gato es como para que más de uno arquee las cejas.

Assad asintió. Los mitos sobre mujeres solteras y su relación con sus mascotas no eran exageraciones. Si alguien tenía un gato, lo cuidaba bien antes de tomar una decisión tan drástica como suicidarse. O se suicidaban juntos, o si no se entregaba el animal a gente de buen corazón mientras se estaba a tiempo.

—Supongo que los compañeros de Kolding habrán reflexionado sobre eso —aventuró, pero Assad sacudió la cabeza.

—No. Pensaron que la mujer se suicidaría por un impulso repentino —dijo sorbiéndose los mocos.

Carl hizo un gesto afirmativo. También era una posibilidad, por supuesto. La mujer había estado lejos de su casa y del gato. En esos casos nunca se sabía.

La voz de Rose retumbó por el pasillo.

—Eh, vosotros dos, venid aquí. Pero enseguida.

Qué diablos, ¿iba a ponerse mandona con ellos? ¿Es que ya no le bastaba con decidir qué casos iban a llevar? Si había pensado emplear ese tono siempre, ya iba siendo hora de ponerse respondón, joder; que la payasa se pillara una depresión y se convirtiera en Yrsa. La otra personalidad de Rose no era tan avispada, pero tampoco era tonta del todo.

—Vamos, Carl —dijo Assad, tirando de él. Por lo visto estaba mejor adiestrado.

Rose, vestida de negro de pies a cabeza como un deshollinador, estaba en el centro de su despacho, tapando el micrófono del teléfono con la mano, impasible ante la desaprobadora mirada entornada de Carl.

—Es Lone Rasmussen —cuchicheó—. Tenéis que oír lo que dice. Os lo explicaré luego.

A continuación dejó el receptor sobre la mesa y pulsó la tecla del altavoz.

—Lone, ahora tengo a mi jefe, Carl Mørck, y a su asistente en el despacho. ¿Tendrías la amabilidad de repetir lo que me has dicho?

Vaya, así que lo llamaba jefe. En ese caso, seguía sabiendo quién mandaba, algo es algo. Carl hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Después de todo, había logrado encontrar a aquella Lone Rasmussen. No estaba nada mal.

—¿Sííí…? —se oyó una voz lenta por el teléfono. Una voz ronca, apática, como la que suelen tener los drogadictos al final si no dejan de tomar droga. La verdad es que no sonaba vieja. Solo muy gastada—. ¿Me oís ahora?

Rose se lo confirmó.

—Solo he dicho que quería a aquel puto gato, y que había otra puta, joder, no me acuerdo de su nombre, que lo cuidó una temporada, pero luego se olvidaba, y Rita se puso de muy, muy mala hostia y mandó a tomar por culo a aquella tía estúpida. Entonces, cuando Rita no estaba era yo quien se encargaba de alimentar al bicho, comida de lata, y el gato cuidaba de sí mismo cuando ella iba a estar fuera un día o dos. Sí, cagaba por todas partes, pero después Rita lo solía lavar.

—Así que dices que Rita nunca abandonaría a su gato si no tuviera a alguien que se ocupara de él —la ayudó Rose.

—¡Eso es! Era una cosa muy rara. Pero yo no creía que el gato estuviera en el piso, y además no tenía llave, Rita no te la daba tan fácil; si no, ya me habría dado cuenta de que la pobre criatura estaba muriéndose de hambre. Lo comprendéis, ¿verdad?

—Sí, claro que lo comprendemos, Lone. Pero la otra cosa que me has dicho, justo antes, ¿podrías repetirla ahora? Lo de Madonna.

—Ah, sí. Rita estaba colgada de ella. Absolutamente colgada.

—Has dicho que estaba enamorada de ella.

—Sí, hostias. No solía hablar de eso, pero todas lo sabíamos.

—Entonces, ¿Rita Nielsen era lesbiana? —intercaló Carl.

—Joder, por fin una voz de hombre —cacareó con voz ronca—. Pues sí, Rita follaba con todo lo que se le pusiera delante.

Se calló de repente, y el sonido de alguien tratando de sofocar una sed tremenda se extendió por el entorno espartano de Rose.

—Creo que nunca decía que no, si queréis saber mi opinión —continuó después de otro par de tragos—. Solo cuando lo hacía por dinero y el tío, o quien fuera, no tenía.

—Así que no crees que Rita se suicidara.

La respuesta fue una larga carcajada ronca, seguida de:

—Ni de coña.

—Y no tienes ni idea de lo que pudo ocurrir, ¿verdad?

—Ni idea. Pero fue raro de cojones. Sería un rollo de dinero, aunque había un montón de pasta en la cuenta cuando el Juzgado distribuyó la herencia por fin. Joder, creo que pasaron ocho años.

—Testamentó todos sus efectos y la casa a la Sociedad Protectora de Gatos, ¿no es así? —intervino Rose.

Ya estamos otra vez con los gatos, pensó Carl. No, una mujer así no dejaría morir de hambre a su gato.

—Sí, fue una auténtica pena. A

no me habrían venido mal unos millones —se oyó sin fuerza al otro lado de la línea.

—Bien —anunció Carl—. Voy a resumir. Rita fue en coche a Copenhague el viernes, y tú tenías la impresión de que iba a estar de vuelta para el sábado. Por eso no tenías que cuidar del gato. Luego supusiste que dormiría en su casa de Kolding la noche del sábado, y que tendría que ir a alguna parte unos días después, y que entonces
quizá
tuvieras que cuidar del gato, pero no estabas segura de que estuviera en el piso, ¿no es así?

—Sí, algo así.

—¿Había pasado algo parecido antes?

—Sí, claro. Le gustaba pasar fuera unos días. Se marchaba a Londres, y cosas de esas. Iba a ver musicales o algo así, le gustaban mucho. A todas nos habría gustado, claro, pero era ella quien se lo podía permitir, ¿no?

Las últimas frases fueron bastante ininteligibles, y Assad estaba concentrado con los ojos cerrados, como si se hubiera visto sorprendido por una tormenta de arena. Pero Carl lo oyó todo.

—Una cosa más. Rita compró tabaco con su tarjeta de crédito en Copenhague, la última vez que la vieron. ¿Sabes por qué no compró en metálico? Era una cantidad bastante pequeña.

Lone Rasmussen se echó a reír.

—Hacienda la pilló una vez con cien mil coronas en un cajón de su casa. Creedme si os digo que le costó caro, porque no pudo explicar bien su procedencia. Desde entonces todo su dinero iba al banco, y nunca sacaba ni una corona en metálico. Compraba
todo
con tarjeta de crédito. Claro, había muchas tiendas en las que no podía comprar, pero pasaba de ellas. No iban a volver a trincarla. Y así fue.

—Bien —concluyó Carl. Al menos eso estaba aclarado. Después añadió, casi en serio—. Una pena que no te haya dejado dinero.

Seguramente el dinero habría supuesto la muerte de Lone Rasmussen, pero habría sido una muerte por todo lo alto.

—Al menos me dieron sus muebles y todo lo del piso, porque en la Sociedad Protectora no lo querían, y menos mal, porque mis cosas estaban hechas un cristo.

Carl se lo imaginó.

Luego le dieron las gracias y se despidieron. Lone Rasmussen se despidió diciendo que si querían volver a llamar, adelante.

Carl hizo un gesto afirmativo. Así ocurriría algo en su vida.

Rose se los quedó mirando un rato largo y supo que los había convencido. Aquel caso tenía mucha miga que había que estudiar a fondo.

BOOK: Expediente 64
13.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Worry Web Site by Jacqueline Wilson
Terrible Swift Sword by William R. Forstchen
The Chinaman by Stephen Leather
Buying Time by Young, Pamela Samuels
Las normas de César Millán by César Millán & Melissa Jo Peltier
Champions of the Gods by Michael James Ploof
Graveyard Games by Sheri Leigh