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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (13 page)

BOOK: Expediente 64
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Hardy trató de sonreír. La palabra enfermo ya no era algo que le preocupase.

—Ploug me ha contado algo más sobre el hallazgo del cadáver de hoy.

—Estaba en un estado deplorable. Descuartizado y distribuido en pequeñas bolsas de basura. Las bolsas frenarían algo la descomposición, claro, pero de todas formas diría que estaba bastante avanzada.

—Ploug dice que han encontrado una bolsa más pequeña que parece ser que estaba cerrada al vacío — comunicó Hardy—. Piensan que ha habido aire caliente dentro y que después se enfrió de repente. La carne, al menos, estaba bien conservada.

—Vaya. Pues entonces habrá algún rastro de ADN. Tal vez así nos acerquemos a la solución. Me parece, Hardy, que buena falta nos hace a los dos.

Hardy lo miró a los ojos.

—Le he dicho a Ploug que investiguen si el hombre era de origen étnico diferente al nuestro.

Carl ladeó la cabeza y notó que el grifo de la nariz volvía a abrirse.

—¿Por qué?

—Porque Anker me dijo que se había pegado con un puto extranjero la noche que llegó a casa con la ropa ensangrentada, cuando vivía conmigo y con Minna. Y la ropa no estaba ensangrentada como en una pelea, te lo aseguro. Al menos no como en las peleas que he visto.

—¿Qué cojones tiene que ver eso con este caso?

—Sí, lo mismo me pregunto yo. Pero algo me dice que Anker estaba muy pasado, ¿vale? Ya hemos hablado de eso.

Carl asintió en silencio.

—Mañana hablaremos, Hardy. Ahora tengo que echar un sueño de un par de horas, para sacarme esta mierda del cuerpo. Esta noche voy adonde Mona a comer ganso de San Martín y habrá sorpresas, por lo que me ha dicho.

—Pues que te diviertas —replicó Hardy. Sonó amargo.

Carl se dejó caer sobre la cama y se puso a pensar en la cura del sombrero. Por lo que sabía, era una cura que su padre seguía haciendo cuando se ponía enfermo.

«Túmbate en una cama», solía decir. «Cuelga un sombrero de uno de los extremos del pie de cama y luego busca con la mano la botella de priva que debes tener siempre en la mesilla de noche, y bebe hasta que veas un sombrero en cada extremo. Te garantizo que al día siguiente estás curado. Y si no, te importa un bledo ya.»

Sí, la cura era infalible, pero ¿y si tenías que conducir un par de horas después? ¿Y si no querías apestar a alcohol? Porque seguro que Mona no iba a reírle las gracias viéndolo en ese estado.

Dio varios suspiros y se compadeció de sí mismo. De todas formas, echó mano de su botella de Tullamore Dew y tomó un par de sorbos. Tampoco iba a hacerle daño.

Después tecleó en el móvil el número de Vigga, aspiró hondo y esperó, conteniendo la respiración. Solía ayudarlo a tranquilizarse.

—Huy, qué bien que hayas llamado —gorjeó Vigga. Así que el diablo andaba suelto.

—Al grano, Vigga. Estoy demasiado cansado y enfermo para chorradas.

—¿Estás enfermo? Bueno, pues ya hablaremos en otro momento.

¡Santo cielo! Vigga sabía muy bien que él sabía que ella no lo decía en serio.

—¿Es algo de dinero? —quiso saber.

—¡Carl! —exclamó, demasiado contenta. Por eso se dispuso a dar otro sorbo rápido de la botella de whisky. Gurkamal ha pedido mi mano.

El whisky puede escocer bastante en la nariz, y eso mismo experimentó Carl en aquel instante. Tosió varias veces, secó la mucosidad de la punta y no hizo caso de los ojos, que se anegaron de agua.

—Joder, Vigga, eso es bigamia. Estás casada conmigo, ¿recuerdas?

Ella rio.

Carl se incorporó en la cama y alejó la botella.

—¡Oye, tú! ¿Es esa tu manera de pedir el divorcio? ¿Te has pensado que me voy a quedar sentado en la cama un miércoles cualquiera y reír de buena gana mientras me dices que mi mundo se va a desmoronar? Hostias, Vigga, ya te he dicho que no puedo permitirme divorciarme, ya lo sabes. Si hacemos separación de bienes no voy a poder conservar la casa donde vivo. Donde vive tu hijo y donde dos inquilinos tienen su hogar. No puedes pedir eso, Vigga. ¿Por qué no os contentáis tú y ese Carcamal con iros a vivir juntos, sin necesidad de casaros?

—Nuestro Anand Karaj va a celebrarse en Patiala, donde vive su familia. ¿No es fantástico?

—Sooo, para el carro, Vigga. ¿No has oído lo que te he dicho? No puedo permitirme un divorcio ahora. ¿No quedamos en que tendríamos que alcanzar un acuerdo cuando llegáramos a ese punto? ¿Y qué coño es eso del anal carajo del que hablas? No lo entiendo.

—Anand Karaj, tonto. Es la ceremonia en que nos inclinamos ante el libro
Gurú Granth Sahib
para expresar de forma pública que vamos a casarnos.

Carl dirigió una mirada panorámica a la pared del dormitorio. Aún colgaban algunos pequeños tapices de cuando a Vigga le dio por el hinduismo y los misterios de Bali. Pero ¿es que había alguna religión con la que su mujer no hubiera flirteado en una u otra época?

—No entiendo nada, Vigga. ¿Pretendes en serio que me deshaga de trescientas o cuatrocientas mil coronas para que te cases con un hombre con medio kilómetro de pelo en el turbante que va a reprimirte día y noche?

Ella rio como una colegiala que por fin ha conseguido salirse con la suya para perforarse la nariz.

Si Vigga continuaba así, Carl iba a desmayarse en cualquier momento. Alargó la mano, alcanzó un pañuelo de papel de la mesilla y se sonó las narices. Aunque parezca extraño, no salió nada.

—¡Carl! Ya me doy cuenta de que no sabes nada de las enseñanzas del maestro Gurú Nanak. El sijismo representa la igualdad, la meditación y ganarte la vida de forma honorable. Compartir con los pobres y dar importancia al trabajo. No encontrarás una manera más limpia de vivir que la que practican los sijs.

—Vale, pues si tienen que compartir con los pobres, que empiece Carcamal compartiendo conmigo. Digamos que doscientas mil coronas, y asunto olvidado, ¿vale?

Otra vez aquella risa que parecía interminable.

—Tranquilo, Carl. Pídele el dinero prestado a Gurkamal antes de dármelo a mí. Te lo prestará a un interés muy bajo, para que no tengas que pensar en ello. Y he llamado a un tasador de la propiedad para que valore la casa. En este momento las casas adosadas de Rønneholtparken en ese estado de conservación se están vendiendo a uno coma nueve millones, y debemos seiscientas mil, o sea que para quedarte con ella solo tendrás que pagarme la mitad de la diferencia, es decir, la mitad de uno coma tres millones; y además puedes quedarte con los muebles.

¡La mitad! ¡Seiscientas cincuenta mil coronas!

Carl echó la cabeza atrás y apagó el móvil sin decir nada.

Fue como si la conmoción hubiera expulsado el virus de su cuerpo y lo hubiera sustituido por una caja de plomadas sobre el pecho.

Percibió su perfume incluso antes de abrirse la puerta.

—Adelante —dijo Mona, tirándolo del brazo.

La felicidad duró otros tres segundos, hasta que ella cambió el rumbo hacia la sala y lo plantó frente a una figura con un vestido negro, ajustado y ultracorto que estaba encendiendo velas inclinada sobre la mesa.

—Esta es Samantha, mi hija pequeña —la presentó—. Tenía ganas de conocerte.

La mirada que recibió de aquel clon de Mona en versión veinte años más joven no expresaba tanta alegría. Al contrario, pasó una rápida revista a las entradas de las sienes de Carl, al contorno de su cuerpo algo gastado y al nudo de su corbata, que de pronto era demasiado pequeño. Lo que vio no la impresionó, era evidente.

—Hola, Carl —lo recibió, mostrando en su tono la aversión que sentía por los hombres que solía pescar por ahí su madre.

—Hola, Samantha —respondió Carl, tratando de enseñar la dentadura con algo que parecía entusiasmo. ¿Qué coño le había contado Mona de él para que la decepción del rostro de la hija se expresara de forma tan clara?

Las cosas no mejoraron cuando un chaval entró zumbando en la estancia y avanzó luchando hasta las rodillas de Carl, a las que asestó un mandoble con una espada de plástico.

—¡Soy un bandido peligroso! —gritó el monstruo de rizos rubios a quien llamaban Ludwig.

Joder, aquello le hizo olvidar el resfriado. Como aquel día recibiera más sustos, iba a curarse del todo.

Superó el primer plato sonriendo con los ojos entornados, como había aprendido en múltiples películas de Richard Gere, pero cuando llegó el ganso los ojos de Ludwig se abrieron como platos.

—¡Está goteando mocos al plato! —informó, señalando a la punta de la nariz de Carl y activando varias contracciones en el diafragma de su madre.

Cuando el chico empezó a fabular sobre la cicatriz de la sien de Carl, la tildó de asquerosa y no quiso creer que tuviera una pistola, a Carl no le quedaban fuerzas para contraatacar.

Por favor, pensó para sus adentros con la vista alzada al cielo. Si no me ayudas, sé de un chico que va a recibir unos azotes dentro de diez segundos.

El gong que lo salvó no fue ni el saber estar de la bella abuela ni las dotes educativas de la joven madre. No, fue un zumbido en su bolsillo que anunciaba que, gracias a Dios, había terminado el sosiego.

—Perdón —se excusó, levantando una mano hacia las dos mujeres mientras con la otra buscaba el móvil.

—¿Sí, Assad? —preguntó cuando vio su nombre en la pantalla. En aquel momento estaba dispuesto a decir cualquier cosa, por estúpida que fuera, si lo podía beneficiar. Porque iba a largarse de allí.

—Perdona mis molestias, Carl. Pero ¿puedes decirme, o sea, cuántas desapariciones se denuncian al año en Dinamarca?

La críptica frase introductoria podía provocar una respuesta igual de críptica. Perfecto.

—Yo diría que unas mil quinientas. ¿Dónde estás?

Era una frase que siempre sonaba bien.

—Rose y yo seguimos en el sótano. Y de esas mil quinientas denuncias, ¿cuántas crees que se sostienen a fin de año?

—Bueno, depende. Yo diría que unas diez, a lo sumo.

Carl se levantó de la mesa y trató de aparentar una gran concentración.

—¿Ha habido nuevos descubrimientos en el caso? — preguntó. Otra buena frase.

—No sé —respondió Assad—. Eso lo tienes que decir tú. Porque en la misma semana en que desapareció aquella Rita Nielsen de la casa de putas, se denunciaron otras dos desapariciones, y otra más a la semana siguiente, y jamás se ha encontrado a ninguna de esas personas. ¿No te parece que es muy raro?
Cuatro
en tan pocos días, Carl, ¿qué me dices? Es lo correspondiente a medio año normal.

—¡Cielos, voy para allá enseguida!

Fantástica frase de salida, aunque Assad se quedaría algo extrañado. ¿Desde cuándo reaccionaba con tal prontitud?

Carl se volvió hacia los comensales.

—Lo siento. Os habréis dado cuenta de que he estado algo ausente. Por una parte tengo un resfriado tremendo, así que espero no haber contagiado a nadie.

Se sorbió los mocos para recalcarlo, y observó que la nariz estaba reseca.

—Hmm. Y, por otra, tenemos en este momento cuatro casos de desaparición y un horrible asesinato en Amager de los que debemos ocuparnos. Lo siento mucho, de verdad, pero voy a tener que marcharme. De lo contrario, puede pasar algo terrible.

Clavó la mirada en Mona, que ahora parecía más que preocupada. Era una actitud muy diferente a la que adoptaba cuando estaba en la silla de terapeuta.

—¿Se trata del antiguo caso en el que estabas implicado? —preguntó, sin hacer caso de los cumplidos de Carl sobre la cena—. Anda con cuidado, Carl. ¿Sigues sin darte cuenta de cuánto te afecta?

Carl asintió con la cabeza.

—Sí, es ese caso. Pero no te preocupes por mí, no tengo intención de meterme en nada. Estoy
bien
.

Mona frunció el entrecejo. Joder, vaya mierda de cita. Aquello suponía dos pasos atrás. Qué entrada en familia más desafortunada. La hija lo odiaba. Carl odiaba al nieto. Apenas probó el ganso, y los mocos se le cayeron al plato, y ahora Mona tenía que sacar a relucir el maldito caso. Así que seguro que iba a azuzar a aquel psicólogo de pacotilla de nombre Kris contra él.

—Estoy
muy bien
—concluyó, apuntó hacia el chico con el índice estirado y disparó con una sonrisa.

La próxima vez iba a tener que pedir a Mona más detalles sobre sus sorpresas.

11

Agosto de 1987

Tage oyó el ruido del correo al caer en el buzón y se puso a maldecir. Desde que colocó el cartel de «no deseo publicidad», solo recibía cartas de Hacienda, que no solían traer nada bueno. Por qué coño se ensañaban con las escasas monedas sucias que arañaba poniendo parches a las ruedas, cepillando las bujías de los chavales y limpiando carburadores de motocicletas, era algo que nunca entendió. ¿Preferían tal vez que se pusiera a la cola de la oficina de asistencia pública de Middelfart o se dedicara a los robos en serie en las casas veraniegas de la playa de Skårup como los demás pavos con quienes solía beber?

Alargó la mano hacia una de las botellas de vino de cereza que había entre la cama y la caja de cerveza que usaba de mesilla, comprobó si había llenado algo de la botella durante la noche y luego la acercó a la entrepierna y meó hasta llenarla. Después se secó los dedos en el edredón y se levantó sin prisas. Se estaba cansando de tener a la tartaja de Mette viviendo en su casa, porque el retrete estaba detrás del cuarto de ella, en la planta baja, y donde vivía él, en el taller frente a la casa, las tablas de las paredes estaban podridas, el viento gemía al entrar, y para cuando te dabas cuenta ya era invierno otra vez.

Miró alrededor. Viejas páginas centrales de revistas con chicas desnudas con los pechos manchados de aceite lubricante y las esquinas despegadas. El suelo estaba lleno de bujías, ruedas y piezas de motocicletas, y el aceite de motor salpicaba el suelo de cemento, formando costras. Pocos estarían orgullosos de un sitio así, pero era suyo.

Alargó la mano hacia arriba y encontró el cenicero de la pequeña estantería lleno de buenas colillas. Eligió la mejor, aspiró con calma mientras la brasa se deslizaba el último centímetro hacia sus dedos pringados de aceite, y luego aplastó la colilla.

Después se subió los calzoncillos, atravesó el suelo frío y se dirigió hacia la puerta. Si daba otro paso podría alcanzar justo el buzón del correo. Era una bonita caja de aglomerado cuya tapa se había hecho el doble de gruesa desde que la colocaron, en la mañana de los tiempos.

Primero observó el paisaje urbano. No quería que nadie volviera a quejarse porque estaba en medio de Brenderup con la barriga al aire y los calzoncillos con manchas grises, pasaba del tema. «Tías estrechas que no soportaban la visión de un hombre en la flor de la edad», como solía decir a los colegas del banco donde solía sentarse. Era una palabra bonita, que le encantaba emplear. Estrecha. Sonaba moderno de cojones.

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