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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (7 page)

BOOK: Expediente 64
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Y luego el puto caso de los tiempos de Maricastaña. ¿Por qué se había puesto su primo Ronny a graznar en un bar tailandés diciendo que la muerte de su padre no había sido un accidente cuando Carl sabía que de hecho
fue
un accidente? ¿Por qué había dicho Ronny que había matado a su padre, cuando era imposible? Él y Carl estuvieron juntos mirando con ojos como platos cuatro tetas de Copenhague en Hjørringvej mientras sucedió, así que Ronny no
pudo
ser. Y ahora, no te jode, venía Bak diciendo que Ronny había dicho que
Carl
había estado envuelto en ello.

Sacudió la cabeza. Apagó el televisor y a su ministra de Asuntos Exteriores cabezahueca, cascarrabias y pagada de sí, y agarró el teléfono.

Fueron cuatro llamadas en vano a cuatro números diferentes. Una consulta en el registro civil y otro par de llamadas que tampoco llevaron a ninguna parte. Aquel Ronny tenía una capacidad extraordinaria para esconderse entre los fangales de la sociedad.

Así que Lis iba a tener que buscarlo, estuviera donde estuviese.

Escuchó el tono de llamada durante medio minuto, y luego se levantó, con la irritación pegada al cuerpo. ¿Por qué diablos no respondían las secretarias?

Camino del segundo piso pasó junto a varias personas de nariz enrojecida y cara larga. Aquella puta gripe estaba haciendo estragos. Mantuvo su mano derecha a la altura del rostro al pasar al lado. Largo, diablo de gripe, pensaba, mientras saludaba discreto con la cabeza a sus colegas, que estornudaban o tosían, y tenían los ojos tan brillantes y las expresiones tan doloridas que cualquiera diría que era el fin del mundo.

El Departamento de Homicidios, por el contrario, estaba más silencioso que una tumba. Como si todos los asesinos a los que la gente del departamento había puesto las esposas a lo largo del tiempo se hubieran aliado en una campaña de venganza con armas bacteriológicas. ¿Por fin hacía honor a su nombre hasta las últimas consecuencias? ¿Habían estirado todos la pata, ya que todo estaba tan desierto?

Desde luego no había ninguna
sexy
Lis tras su mostrador con sus movimientos de bailarina de flamenco, y, lo que era más extraño, tampoco estaba la señora Sørensen. Aquel mamarracho amargado que solo se levantaba del asiento para ir al baño.

—¿Dónde coño está la gente? —gritó, y las grapadoras tintinearon.

—Deja de gritar, Carl —graznó una voz desde una puerta a mitad del pasillo.

Carl metió la cabeza en el caótico despacho, donde los montones de papeles y muebles destartalados hacían que su cajón de sastre del sótano pareciera la suite de lujo de un crucero.

Saludó con un gesto a la cabeza que surgió tras los montones de papeles, y alcanzó a hacer su pregunta antes de que Terje Ploug levantase hacia él su rostro superresfriado.

—Oye, ¿dónde está la gente? ¿Qué pasa, hay epidemia de gripe en el segundo piso, o qué?

La respuesta fue explícita. Cinco estornudos bien soltados mezclados con algo de tos y moquillo en las fosas nasales.

—Vale, vale —reaccionó Carl, y retrocedió un poco.

—Lars Bjørn está en la sala de reuniones con uno de los grupos, y Marcus está trabajando en la calle —se oyó entre sorbidos de mocos—. Pero ya que estás aquí, Carl, hemos encontrado una nueva pista en el caso de la pistola clavadora. Estaba a punto de llamarte.

—Vaya.

La mirada de Carl se desvió de la nariz enrojecida y se desenfocó. Había pasado mucho tiempo desde que Anker, Hardy y él fueron tiroteados en aquel barracón en ruinas de Amager. ¿Es que aquello iba a perseguirlo toda su vida?

—Esta mañana han derruido el barracón de madera donde os tirotearon después de que encontraseis a Georg Madsen con un clavo de pistola clavadora incrustado en el cráneo —observó Ploug con sequedad.

—Ya. Bueno, ya era hora.

Carl se metió las manos en los bolsillos. Estaban húmedas.

—Las excavadoras se han empleado a fondo, así que también han excavado la capa superficial del terreno.

—Vaya. ¿Y qué han encontrado? —quiso saber Carl. Pasaba ya de oír más. Maldito caso.

—Una caja de madera cerrada con pistola clavadora, y en su interior un saco con trozos de cadáver en diversos estados de putrefacción. Han encontrado la caja hace una hora, y han avisado a la Policía. Los peritos y Marcus ya están allí.

Qué putada. Hardy y él no iban a tener tranquilidad durante algún tiempo.

—No cabe duda de que el asesinato de Georg Madsen y los dos de Sorø, que fueron asesinados también con una pistola clavadora, y también el cadáver de la caja, están relacionados —aseveró Terje Ploug mientras se secaba el rabillo lagrimeante con un pañuelo que debería incinerarse bajo la vigilancia de expertos.

—¿En qué os basáis?

—En que el cadáver tenía un clavo bastante largo clavado en el cráneo.

Carl asintió. Igual que los otros cadáveres. Una deducción lógica.

—Voy a pedirte que me acompañes al lugar del hallazgo dentro de media hora.

—¿Ah, sí? ¿Para qué me queréis? Ya no es mi caso.

A juzgar por la expresión facial de Terje Ploug, fue como si hubiera dicho que en adelante solo se pondría jerseys de lana de camello rosas y solo se ocuparía de casos que tuvieran que ver con dálmatas de tres patas.

—Marcus no opina lo mismo —se contentó con decir Ploug.

Por supuesto que era también un caso de Carl. Se lo recordaba a diario la brillante cicatriz de su sien. La marca de Caín, que daba testimonio de su cobardía y falta de reacción en el momento más decisivo de su vida.

Carl dejó vagar la mirada por las paredes del despacho de Ploug, cubiertas de fotos forenses de escenarios de crimen, suficientes para llenar una caja de mudanzas de tamaño medio.

—De acuerdo —accedió, para después añadir, una octava por debajo de lo normal—: pero iré solo.

No tenía ni puta gana de ir de polizón en la hormigonera bacteriológica de Ploug. Prefería caminar.

—¡Pero bueno…! ¿Cómo es que estás aquí? —se oyó la voz de la señora Sørensen tras el mostrador cuando, algo más tarde, Carl desfiló por los dominios de las secretarias con la mente llena de imágenes del desgraciado día en que Anker murió y Hardy se quedó paralítico.

Aquella voz sonaba casi dulce y solícita, y le daba mala espina, así que Carl se volvió poco a poco, con las cuerdas vocales preparadas y dispuesto para el contraataque.

La señora Sørensen estaba a solo un par de metros de él, pero la vio tan cambiada que era como si la estuviera observando a cien metros.

No era porque hubiera cambiado de vestuario. Seguía pareciendo alguien que había entrado en una tienda de ropa de segunda mano con los ojos vendados. Pero aquellos ojos y su cabello reseco, oscuro y ahora muy corto, brillaron de pronto como unos zapatos de charol antes de un baile de gala y, lo que es peor, en sus mejillas aparecieron dos manchitas rojas que no debían atribuirse solamente a una buena circulación, sino que también anunciaban que había en ella más vida de lo que hubiera podido esperarse.

—Me alegro de verte —dijo la secretaria. Válgame el cielo. Era casi surrealista.

—Hmmm —gruñó Carl. No se atrevió a más. Luego preguntó con cuidado, preparado para que lo colmara de juramentos y mala leche—. Oye, ¿sabes dónde está Lis? ¿Está enferma, como los demás?

—Está en la sala de reuniones tomando apuntes, pero luego tiene que bajar al archivo. ¿Quieres que le diga que eche un vistazo por tu despacho?

Carl tragó saliva. ¿Había dicho «un vistazo»? ¿Estaba oyendo a Ilse, la loba de las SS, alias señora Sørensen, emplear la palabra
vistazo
?

Aprovechó aquel segundo de confusión para esbozar una débil sonrisa y dirigirse con decisión hacia las escaleras.

—Dime, jefe —dijo Assad sorbiéndose los mocos—. ¿De qué quieres, entonces, hablar conmigo?

Carl entornó los ojos.

—Es muy sencillo, Assad. Quiero que me cuentes con pelos y señales qué ha ocurrido en el local de Eskildsgade.

—¿Qué ha ocurrido? Pues que el tipo ha pillado lo que le decía, entonces.

—Vaya. Pero ¿por qué, Assad? ¿Con quién y con qué lo has amenazado? A un delincuente lituano no lo acojonas contándole cuentos de Andersen, ¿verdad?

—Bueno, pueden ser bastante terroríficos. Por ejemplo, ese de la niña con la manzana envenenada…

Carl dio un suspiro.

—Assad, Andersen no escribió
Blancanieves
, ¿vale? ¿Quién le has dicho que iba a encargarse de él?

Assad dudó un instante. Después aspiró hondo y miró a Carl a los ojos.

—Solo le he dicho que me quedaba con su carné de conducir porque iba a enviárselo por fax a cierta gente con la que he trabajado antes, y que tenía que volver a su casa y decirles a todos que se marcharan, porque si había alguien en la casa cuando llegaran mis contactos, o si él estaba aún en Dinamarca, la casa iba a saltar por los aires.

—¿Que iba a saltar por los aires? Me parece que eso no es para contar a nadie, ¿entendido, Assad?

Carl hizo una pausa teatral, pero no logró que Assad desviase la mirada.

—¿Y el tipo te ha creído, sin más? —continuó Carl—. ¿Por qué? ¿A quién ibas a enviarle el fax, para que el lituano se arrugara tanto?

Assad sacó del bolsillo un folio doblado. «Linas Verslovas», ponía en la parte superior cuando lo desdobló. Debajo había una foto con mucho parecido con el tipo, pero no favorecedora, unos datos breves y un montón de garabatos en un idioma del que Carl no entendía ni papa.

—Recogí información sobre el tipo antes de ir a «hablar con él» —dijo Assad, dibujando en el aire un par de comillas—. Me la enviaron unos amigos que tengo en Vilnius. Pueden entrar en los archivos de la Policía cuando les da la gana.

Carl arrugó el entrecejo.

—¿Me estás diciendo que la información la has sacado de los servicios de inteligencia de Lituania?

Assad hizo un gesto afirmativo, y una gota de moquillo goteó de su nariz.

—¿Y esa gente te leyó una traducción del contenido por teléfono?

La nariz volvió a gotear.

—Vaya. Me imagino que no pondrá cosas agradables. ¿Así que has amenazado a ese Linas Verslovas con que la Policía secreta, o como diablos se llame, iba a tomar represalias contra su familia? ¿Qué razón tenía para creerte?

Assad se alzó de hombros.

Carl alargó la mano y acercó una carpeta de plástico que había sobre la mesa.

—He tenido tu informe de la Dirección de Extranjería desde el día que te presentaste, Assad. Y ahora por fin he tenido tiempo de examinarlo con más calma.

Carl sintió dos ojos oscuros fijos en su frente.

—Por lo que veo, están todos los detalles de tu vida tal como me los has contado.

Miró a su ayudante.

—Pues claro, Carl.

—Pero no pone nada más. Nada de lo que hacías antes de venir a Dinamarca. Ni por qué te permitieron quedarte aquí, ni quién ha propuesto que se te concediera la petición de asilo con tanta rapidez. Nada sobre la fecha de nacimiento de tu mujer ni de tus hijas, ni sobre su vida civil. Solo los nombres, nada más. Lo que tenemos aquí es una serie de informaciones extrañamente atípicas e incompletas. Es casi como si alguien hubiera andado con los papeles y hecho unos cambios.

Assad volvió a encoger los hombros. En aquellos hombros parecía haber una sintaxis universal con muchísimos matices.

—Dices que tienes amigos en los servicios de inteligencia lituanos, y que pueden ayudarte con amenazas e información confidencial en cuanto se lo pides. Pero ¿sabes qué, Assad?

Este volvió a alzarse de hombros, con una mirada más vigilante.

—Eso significa que puedes hacer cosas que ni el jefe de la Comisaría Central de Información puede hacer.

Otro movimiento de hombros.

—Pues es posible, Carl. Pero ¿qué quieres decir con eso?

—¿Que qué quiero decir? —Carl se enderezó y arrojó la carpeta sobre la mesa—. Esto es lo que quiero decir: ¿cómo cojones has logrado esa posición de superioridad?
Eso
es lo que quiero saber, y aquí no pone nada de eso.

—Escucha, o sea, Carl. ¿No lo pasamos bien aquí juntos? ¿Para qué escarbar en ello?

—Porque hoy has traspasado el límite en que la curiosidad normal suele detenerse.

—¿Porque qué?

—Joder, tío. ¿Por qué no me dices que has trabajado para los servicios de inteligencia sirios y que tienes varios marrones en tu pasado, por lo que te cortarán la cabeza si regresas a tu país, y que en Dinamarca has hecho favores a los servicios secretos o a los de Defensa o a algunos de los otros sinvergüenzas, así que no les ha quedado otro remedio que dejarte corretear aquí en el sótano a cambio de un sueldo decente? ¿Por qué no me lo cuentas todo?

—Podría contártelo, o sea, si lo que dices fuera verdad, pero no es del todo cierto. Lo que sí es cierto es que de alguna manera he trabajado por Dinamarca, y por eso estoy aquí, y por eso también no puedo decir nada. Pero quizá pueda alguna vez, Carl.

—Así que tienes amigos en Lituania. ¿Puedes decirme dónde más tienes amigos? Podría sernos de ayuda en alguna ocasión si lo supiera, ¿no?

—Ya te lo diré cuando llegue, o sea, el momento, Carl. Tú tranquillo.

Carl dejó caer los hombros.

—Se dice tranquilo, Assad.

Trató de sonreír a su acatarrado ayudante.

—Pero en lo sucesivo no vas a volver a hacer algo como lo que has hecho hoy sin ponerme en antecedentes.

—¿Sin ponerte qué?

—Sin avisarme, Assad. Me lo tienes que decir antes de hacerlo, ¿vale?

Assad proyectó hacia delante el labio inferior y asintió con la cabeza.

—Y otra cosa. ¿Me quieres decir qué haces en Jefatura tan temprano por las mañanas? ¿Es algo que no debo saber, puesto que sucede en la oscuridad de la noche? ¿Y por qué no puedo visitarte en tu dirección de Kongevejen? ¿Y por qué te he visto reñir con hombres que a primera vista también parecen proceder de Oriente Próximo? ¿Por qué os liáis a hostias tú y Samir Ghazi, de la Policía de Rødovre, cada vez que os veis?

—Es algo personal, Carl.

Lo dijo de una manera que hizo mella en Carl. Fue ofensivo. Como un amigo que rechaza la mano extendida. Como señal inequívoca de que, pese a lo que pudieran compartir, Carl no solo estaba en segundo término. Sencillamente, no tenía nada que ver con el mundo de Assad cuando salía de allí. La palabra clave era confianza, y Assad no sentía ni pizca hacia él.

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