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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (4 page)

BOOK: Expediente 64
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Curt Wad abrió la puerta de los viejos establos de la antigua escuela de equitación, echó a un lado un viejo herraje que había en la pared sobre un pequeño congelador y tecleó su código de nueve cifras en la pantalla que había detrás, igual que había hecho un sinfín de veces. Luego esperó un momento a que la pared hiciera su familiar clic, y la parte central se deslizó a un lado.

Lo que había dentro de aquella especie de búnker enorme solo interesaba a gente con ideas afines a las suyas. El congelador con fetos humanos de abortos ilegales y los archivadores, listas de miembros, el ordenador portátil que empleaba en los congresos, y después los viejos apuntes de los tiempos de su padre, sobre los que basaba su trabajo.

Curt abrió el congelador y extrajo una caja con bolsas de plástico que pasó de inmediato al chófer.

—Estos son los fetos que cremamos nosotros. Espero que el congelador del coche no esté del todo lleno.

El chófer sonrió.

—No, todavía queda sitio.

—Y aquí está el correo para nuestra gente. Las direcciones están escritas.

—Bien —asintió el chófer mientras echaba un vistazo a los sobres—. Pero no podré llegar a Fredensborg hasta la semana que viene. Ayer cubrí todo el norte de Selandia.

—No importa. Basta que llegues a Århus. Estarás allí mañana, ¿verdad?

El chófer asintió en silencio y miró en la caja de plástico.

—Ya me ocupo yo de estos. ¿Tenemos también fetos para entregar en el crematorio de Glostrup?

Curt Wad cerró la puerta corredera del búnker y se dirigió al congelador de la entrada. Allí se guardaban los abortos legales.

—Sí, están aquí —respondió, levantando la tapa del arcón y sacando otra caja de plástico.

Puso la caja en el suelo y fue a por un archivador de plástico a la estantería que había encima del congelador.

—Estos son los papeles correspondientes a los fetos —comunicó al chófer, entregándoselos—. Todo está en regla.

Mikael comprobó que cada bolsa de la caja tenía su nota de entrega.

—Todo en regla, nadie puede objetar nada —concluyó, y transportó todo a la furgoneta, distribuyó el contenido de cada caja en su minicongelador, clasificó los boletines internos en los compartimentos para las diversas asociaciones, se llevó la mano a la gorra y se despidió con cortesía.

Curt Wad alzó la mano para despedirse cuando la furgoneta desapareció por Brøndbyøstervej.

Desde luego, es una bendición que pueda seguir trabajando por la causa a mi edad, pensó con satisfacción.

«Parece mentira que hayas cumplido los ochenta y ocho», solía decir la gente, y era verdad. Cuando se observaba en el espejo, también él se daba cuenta de que aparentaba quince años menos, y además conocía la razón.

«La vida consiste en vivir de acuerdo con tus ideales», era el lema de su padre. Sabias palabras que habían sido su referencia. Por supuesto que tenía sus dificultades, pero mientras su cabeza funcionase también funcionaría su cuerpo.

Curt atravesó el jardín y entró por la puerta trasera; siempre lo hacía en horas de consulta. Cuando su sucesor en la clínica estaba trabajando, Curt no podía utilizar la parte delantera de la casa, era lo convenido. Además, bastante trabajo tenía con organizar el partido. Habían pasado los tiempos en que era él quien clasificaba a la gente y mataba. Su sucesor lo hacía igual de bien y con el mismo celo.

Sacó la cafetera y pasó el dedo por la cucharilla para que no hubiera demasiado ni demasiado poco. El estómago de Beate estaba muy delicado últimamente, así que era importante.

—Vaya, ¿estás en la cocina, Curt?

Era su sucesor, Karl-Johan Henriksen. Al igual que a Curt, también a él le gustaba presentarse con una bata recién lavada y planchada. Porque por muy ajenos que te resultaran tus clientes, la bata recién lavada y planchada significaba que los pacientes te veían como una autoridad a la que podían encomendar su vida sin temor alguno. Estúpidos ingenuos.

—Ando con el estómago revuelto —informó Henriksen, mientras buscaba un frasco en el armario—. Las castañas asadas con mantequilla y el vino tinto suelen estar bien cuando los tomas, pero después ya es otra historia.

Sonrió, llenó un vaso con agua y vació en él un sobre de sal de frutas.

—Ha pasado el chófer, así que ambos congeladores están vacíos, Karl-Johan. Ya puedes empezar a llenarlos de nuevo.

Curt sonrió a su alumno, porque no hacía falta que le dijera nada. Henriksen era quizá más efectivo aún de lo que había sido Curt jamás.

—Sí, ya estoy en ello. Hoy habrá otros tres abortos. Dos regulares y uno de los otros —repuso Henriksen con una sonrisa, mientras el contenido del vaso burbujeaba, animado.

—¿De quién es?

—De una somalí que ha enviado Bent Lyngsøe. Embarazada de mellizos, según me han informado —concluyó arqueando las cejas, y luego bebió del vaso.

Sí, Karl-Johan Henriksen era también un hombre bueno. Tanto para el partido como para La Lucha Secreta.

—Beate, guapa, ¿no te encuentras bien? —preguntó, cauteloso, cuando entró en la sala con la bandeja.

Llevaba más de diez años sin hablar, pero sí que podía sonreír. Aunque estaba terriblemente delicada, y aunque la belleza y el espíritu de la juventud hacía tiempo que la habían abandonado, a Curt le costaba hacerse a la idea de que un día, tal vez muy pronto, tendría que empezar a vivir sin ella.

Ojalá llegue a conocer el día en que podamos mencionarla en el Parlamento y expresar nuestra gratitud por su aportación, pensó, tomando su mano ligerísima entre las suyas.

Se inclinó, besó la mano con cuidado y sintió un leve temblor en ella. No necesitaba más.

—Toma, cariño —dijo, y llevó la taza a sus labios mientras soplaba un poco sobre la superficie—. Ni demasiado caliente ni frío. Justo como te gusta.

Ella frunció sus labios hundidos, que habían besado con tanto amor a él y a sus dos chicos cuando más falta les hacía, y sorbió despacio y en silencio. El café estaba bien, decían sus ojos. Aquellos ojos que habían visto tanto y en los que se había refugiado su mirada cuando alguna rara vez era presa de la duda.

—Luego voy a salir en la televisión, Beate. Lønberg, Caspersen y yo. Van a ponernos a caldo si pueden; pero no podrán. Y hoy vamos a cosechar el fruto de un trabajo de decenios y ganar muchos votos, Beate. Muchos, muchos votos, de quienes piensan como nosotros. Los periodistas creen tal vez que somos unos viejos chochos —dijo, riendo—. Bueno, sí que lo somos. Pero pensarán que tenemos las ideas confusas. Que pueden pillarnos diciendo tonterías y cosas sin lógica.

Le acarició el pelo.

—Voy a encender el televisor para que puedas verlo.

Jakob Ramberger era un periodista diestro y bien preparado, y cualquier otra cosa habría parecido imprudente, a la luz de las críticas que habían recibido las abundantes entrevistas sin garra de los últimos tiempos. Un periodista listo tenía más pavor a los telespectadores que a sus superiores, y Ramberger era listo y sabía un par de cosas. Había ridiculizado a telón subido a los políticos más conocidos, y desnudado a caciques, moteros, jefes de empresa irresponsables y delincuentes.

Por eso, Curt se alegró de que los fuera a entrevistar Ramberger, porque aquel día, por una vez, no iba a conseguir ridiculizar a nadie, y eso iba a tener repercusión en la pequeña Dinamarca.

Ramberger y sus invitados se saludaron con cortesía en una antesala donde sus colegas preparaban la siguiente edición del telediario, pero en cuanto Ramberger soltó las manos de sus invitados-víctima, cada cual se fue a su trinchera.

—Ustedes acaban de comunicar al Ministerio del Interior que Ideas Claras ha recogido firmas suficientes para presentarse a las próximas elecciones parlamentarias — empezó el periodista tras una presentación breve y no demasiado aduladora—. Debo darles la enhorabuena, pero también preguntar: ¿Qué creen que puede ofrecer Ideas Claras al votante danés que los demás partidos no ofrezcan ya?

—Ha dicho
al
votante danés, cuando sabe que hay una mayoría de mujeres —puntualizó Curt Wad, sonriendo. Hizo un gesto afirmativo hacia la cámara—. No, en serio, ¿queda a los votantes daneses otra alternativa que no sea rechazar los viejos partidos?

El entrevistador lo miró.

—Las personas que tengo ante mí no son ningunos pimpollos. Tienen una media de setenta y un años, y usted, Curt Wad, sube la edad hasta los ochenta y ocho. Así que dígame, con la mano en el corazón: ¿No cree que, en lo que a usted se refiere, llega cuarenta o cincuenta años tarde para buscar esa influencia en el Gobierno de Dinamarca?

—Que yo recuerde, el hombre más influyente de Dinamarca es casi diez años mayor que yo —respondió Wad. Todos los daneses compran en sus tiendas, usan su gas y tienen cosas que han sido importadas en sus barcos. Cuando sea lo bastante hombre para traer a esa magnífica persona al estudio y se burle de él por su edad, puede usted volver a invitarme y hacerme la misma pregunta.

El periodista asintió con la cabeza.

—Solo me refería a que me cuesta ver cómo un danés medio puede verse representado en el Parlamento por hombres que son una o dos generaciones mayores que ellos. Nadie compra leche un mes después de su fecha de caducidad, ¿verdad?

—No, tampoco compra fruta sin madurar como los políticos que nos dirigen hoy en día. Creo que deberíamos dejarnos de metáforas alimenticias, señor Ramberger. Por cierto, ninguno de los tres va a presentarse al Parlamento. En nuestro programa se dice con total claridad que en cuanto entreguemos las firmas convocaremos una asamblea general constituyente, y será allí donde se elegirán nuestros candidatos parlamentarios.

—Ya que menciona su programa, parece ser que incide sobre todo en normas morales, ideas e ideologías que nos retrotraen a épocas que nadie desea que vuelvan. A regímenes políticos que perseguían a las minorías y a los ciudadanos más débiles de la sociedad. Incapacitados mentales, minorías étnicas y ciudadanos socialmente desfavorecidos.

—Pues están equivocados, porque no existe el menor parecido —intervino Lønberg—. Al contrario, nuestro programa defiende, por medio de nuestra influencia y con un punto de partida responsable y humanista, valorar cada caso de forma individual, y nos abstendremos de tratar los problemas de forma mecánica, sin analizarlos con seriedad y profundidad. Por eso defendemos un eslogan tan sencillo como «cambiar para mejorar». Y ese mejorar será algo bastante diferente a lo que usted sugiere.

El entrevistador sonrió.

—Bueno, suena muy bien, pero la cuestión es si llegarán a tener una mínima influencia. No es mi opinión personal, pero los periódicos han escrito repetidas veces acerca del programa de su partido que es lo más parecido a los programas nazis de antropología racial. Dogmas tercos en los que el mundo se describe como compuesto de diversas razas en lucha permanente unas contra otras. Que hay razas superiores y razas inferiores, y que la superior…

—Sí, y que la superior se extingue si se mezcla con una inferior —lo interrumpió Caspersen—. Ya veo que tanto los periódicos como usted han buscado en Google información sobre el nazismo, señor Ramberger. Pero nuestro partido no aplaude la discriminación, la injusticia ni la falta de humanidad como los nazis y partidos parecidos hicieron en otro tiempo y siguen haciendo hoy. Al contrario, solo decimos que no hay que mantener vivo algo que no tiene posibilidad de vivir una vida más o menos digna. Hay que poner límite a lo que los médicos y la gente normal pueden llegar a exponerse. Y hay que poner límite a los sufrimientos que se causan a las familias, y a los gastos que acarrea al país, solo porque los políticos se entrometen en cualquier cosa sin tener en cuenta las consecuencias de su intervención.

Fue un largo debate, seguido de llamadas telefónicas de gente normal sobre todo tipo de temas: esterilización forzada de criminales y de quienes, por causas psíquicas o relacionadas con su nivel de inteligencia, no podrían cuidar de su descendencia. Medidas sociales que quitaban a las familias numerosas una serie de subsidios. Criminalización de los clientes de prostitutas. Cierre de fronteras. Prohibición para inmigrantes de entrar en el país sin educación, y muchas otras cosas.

El debate se calentó. Muchos de los telespectadores estaban más enfadados de lo habitual cuando les daban la palabra, pero para otros tantos ocurría lo contrario.

Aquella retransmisión valió su peso en oro.

—Es gente con nuestra fuerza y nuestra convicción la que va a decidir en el futuro —afirmó Caspersen más tarde, camino de casa.

—Bueeeno, pero nada es estático —apuntó Lønberg. Esperemos que hoy hayamos dado una buena impresión.

—La hemos dado —dijo Caspersen riendo—. Tú al menos, Curt, lo has conseguido.

Curt ya sabía a qué se refería su compañero. El periodista había preguntado si no era cierto que a lo largo de los años había recibido numerosas críticas de las instituciones. Él se había cabreado, aunque sin mostrarlo. Entonces respondió que si un médico con buena mano y mente clara no transgredía los principios éticos en algún momento de su vida, no merecía ser la prolongación del brazo de Dios.

Lønberg sonrió.

—Sí, con eso has dejado patidifuso a Ramberger.

Wad no devolvió la sonrisa.

—Ha sido una respuesta estúpida. He tenido suerte, porque no ha entrado a discutir casos concretos. Debemos tener siempre cuidado con lo que les decimos, ¿lo oís? Si damos a la prensa la mínima carnaza, harán lo que puedan para descuartizarnos. No olvidéis que no tenemos amigos fuera de nuestras filas. La situación actual es exactamente la misma para nosotros que para el Partido de la Recuperación y el Partido de Dinamarca cuando nadie les daba crédito. Esperemos que la prensa y los políticos nos dejen en paz para organizarnos, como hicieron entonces con esos dos partidos.

Caspersen arrugó el entrecejo.

—Estoy convencido de que esta vez vamos a entrar en el Parlamento, y todos los trucos valen. Pero ya sabéis lo que pienso. Si hay que sacrificar el trabajo en La Lucha Secreta, habrá valido la pena.

Wad lo miró. Todos los grupos tenían su Judas. Caspersen era conocido por su trabajo como abogado penalista y por la política local, así que, con su experiencia organizativa, tenía sin duda un lugar entre ellos. Pero el día que empezara a contar monedas de plata iba a ir a la calle. Ya se encargaría Wad.

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