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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (37 page)

BOOK: Expediente 64
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—Intentaré poner en orden mis ideas.

—El suyo fue casi seguro uno de los primeros de una larga serie de casos en los que Curt Wad manipuló la verdad e impuso su voluntad sin ninguna consideración hacia las injusticias que iba a provocar con ello. Si llegamos a acusar a Curt Wad, es muy posible que debamos llamarla a declarar como testigo. ¿Le parece bien?

—¿Si declararé contra Curt Wad? No, no creo que lo haga. Esa época ha pasado para mí. El peso de la justicia ya caerá sobre él sin mi colaboración. Seguro que el diablo está frotándose las manos en este momento.

—Lo comprendemos, Nete —dijo Assad mientras se disponía a servirse otra taza de té.

Carl lo detuvo con la mano.

—Entonces es posible que vuelva a tener noticias de nosotros, Nete. Gracias por todo —se despidió Carl, comunicando con un movimiento de cabeza a Assad que la sesión había terminado. Si se daban prisa, tendría el tiempo justo de ir a casa a cambiarse de ropa y ver si su nueva llave de los salones de Mona funcionaba como debía.

Assad dio las gracias. Agarró otra pasta al pasar al lado, la elogió, y después levantó el índice en el aire.

—Un momento, Carl. Había otra persona sobre la que teníamos que preguntar.

Se volvió hacia Nete Hermansen.

—Un pescador de Lundeborg desapareció también entonces. Se llamaba Viggo Mogensen. No habrá tropezado con él alguna vez, ¿verdad? Lundeborg no está lejos de Sprogø en barco.

Ella sonrió.

—No, de ese sí que no he oído hablar nunca.

—Pareces muy pensador, Carl. ¿Qué pasa en tu cabeza?

—Pensativo, Assad. No pensador. Bueno, es que hay mucho que pensar, ¿no te parece?

—Ya lo creo. Yo tampoco, o sea, lo comprendo. Aparte de ese Viggo Mogensen, es como si hubiera dos casos en uno: Rita, Gitte, Curt Wad, Nørvig y Nete por un lado. Aquí su primo Tage queda fuera, ya que por lo que sabemos no tuvo nada que ver con Sprogø. Pero por otra parte siguen estando Tage y Nete. Así que es, entonces, la única que ha tenido relación con todos ellos.

—Sí, tal vez, Assad, pero no lo sabemos con seguridad. Puede que también la haya tenido Curt Wad. Tenemos que llegar hasta el fondo de esto. Desde luego, la idea de un suicidio colectivo o una conjunción de inexplicables accidentes simultáneos ya no está en mi agenda.

—¿Cómo ha sido eso? ¿Has dicho agenda y simultáneos?

—Olvídalo, Assad. Continuaremos en otro momento.

29

Sprogø, 1955

Había en el muelle un grupo de mujeres saludando con la mano, como si Nete y Rita fueran amigas largo tiempo esperadas. Todas apiñadas, dando voces, risueñas, como niñas, y Nete no lo entendía.

¿Por qué diablos sonreían? El barco de Nyborg no era ninguna balsa de salvamento. Ningún arca de Noé llegada para recogerlas a todas y llevarlas a lugar seguro. Por lo que había oído, era lo contrario. Aquel barco era una maldición.

Nete miró más allá de la borda y los brazos agitados y elevó la vista hacia el faro que se erguía sobre la colina, y más allá, hacia un grupo de edificios amarillos de tejado rojo con un montón de ventanas que, como si fueran ojos, custodiaban el paisaje y a las pobrecitas que lo poblaban. Una puerta acristalada de dos hojas se abrió entre ellas, y en medio del descansillo de la escalera apareció una figura menuda pero erguida, asida a la barandilla. Era, sin duda, el almirante viendo cómo regresa su flota a la seguridad del puerto; o más bien la reina de Sprogø, cuidando de que todo fuera bien. La que mandaba.

—¿Tenéis cigarrillos? —fue lo primero que les gritaron las chicas. Una de ellas incluso trepó a una de las vigas del malecón con el brazo extendido. Si había suerte, quería estar en primera fila.

Las chicas se apelotonaron en torno a las recién llegadas como una banda de gansos graznando. Los nombres volaban por el aire, y las manos buscaban contacto.

Nete miró inquieta a Rita, que por su parte estaba como pez en el agua. Sí, Rita tenía cigarrillos, y ese era el camino a lo alto de la jerarquía. Sacó los paquetes, los enseñó, y después los volvió a meter en el bolsillo con la misma rapidez. No era extraño que fuera ella quien atrajo la atención.

A Nete le asignaron un cuarto bajo la cubierta inclinada. Una simple claraboya en el techo era su único contacto con el exterior. Hacía un frío húmedo, y el viento se filtraba silencioso por las rendijas del marco de la ventana. Dos camas y la pequeña maleta de su compañera de habitación. Si no fuera por un crucifijo y dos fotos pequeñas de estrellas de cine que no conocía, habría parecido la celda de una cárcel.

El cuarto estaba junto a otras habitaciones, y justo frente a la puerta había unos lavabos de terrazo, donde se aseaban.

Nete había pasado su infancia limpiando establos, pero nadie podía decir de ella que no fuera limpia, porque se pasaba un cepillo de cerdas tiesas por manos y brazos, y el resto del cuerpo lo limpiaba con una esponja.

—Joder, eres la chica más limpia del mundo —solía decir Tage.

Pero la limpieza en aquellos lavabos era una gran confusión, así que era difícil hacerlo bien. Todas las chicas se lavaban a la vez con el torso desnudo, y solo disponían de cinco minutos para hacerlo. Otra vez jabón en escamas, como en Brejning, que dejaba el pelo tan tieso y poco atractivo como un casco de soldado, y además hacía que olieras peor que antes de lavarte.

El resto del día era un repicar de campanillas, horarios fijos y obediencia ciega. De modo que Nete aborrecía todo aquello y se mantenía apartada cuanto podía. Así había sido con su familia de acogida y así era allí también. La ventaja era que de esa manera podía lamentar su destino en paz y tranquilidad, pero por encima de todo pendía una sombra abrumadora: de aquel lugar no iba a poder marcharse sin más. Tal vez un alma amable de entre el personal o una buena amiga podrían haberle hecho la estancia más soportable, pero las mujeres que las cuidaban eran bastas y mandonas, y bastante trabajo tenía Rita con sus cosas. Hacía sus negocios, estafaba y hacía sus trueques, así que poco a poco fue subiendo en la jerarquía, y al final se aposentó como una reina en el trono de aquellas súbditas cortas de luces.

En la cama frente a la de Nete yacía una chica ingenua que estaba siempre parloteando sobre niños pequeños. El Señor le había regalado una muñeca, y si la cuidaba bien también ella tendría un niño pequeño algún día, repetía una y otra vez. Con aquella no se podía hablar de manera razonable, pero muchas de las otras chicas eran bastante listas. Una de ellas quería estudiar, pero el personal se reía de ella. «Eso son lujos», decían, y la mandaban a trabajar.

También Nete trabajaba. Había pedido ir al establo, pero no le dieron esa oportunidad. Mientras Rita pasaba la mayor parte del día en la lavandería, hirviendo ropa y riéndose con las otras chicas, Nete estaba en la cocina picando verdura y fregando cacharros. Cuando se cansaba y empezaba a trabajar más lento y a mirar por la ventana, se convertía en presa fácil. No solo el personal, las otras chicas también se metían con ella. Y cuando una de ellas la amenazó con un cuchillo y la echó al suelo de un empujón, Nete devolvió la provocación arrojándole a la cara una tapa ardiendo y abollando un puchero a patadas. A cuenta de aquello tuvo su primera conversación con la directora.

El despacho y la directora eran como un todo. Era frío y estaba ordenado con método. Estanterías con clasificadores de correspondencia y carpetas a un lado, y archivadores colgantes al otro. En aquellos archivos venían ordenados sus destinos, preparados para sacarlos, sopesarlos y escupirles encima.

—Dicen que causas problemas en la cocina —la riñó la directora con el índice levantado.

—Pues póngame en el establo y no causaré problemas —respondió Nete, siguiendo las manos de la directora en su evolucionar sobre la mesa. Aquellas manos y dedos eran su ventana al mundo. Rita decía que en ellas se podían leer sus pensamientos, y debía de saberlo bien con la de veces que había estado allí.

Unos ojos fríos la miraron.

—Has de saber una cosa, Nete. Aquí no se trata de daros privilegios que os faciliten la vida. Se trata de que, a pesar de vuestro mal carácter y vuestra cabeza hueca, aprendáis que incluso las cosas de la vida que no son divertidas pueden vivirse con gran provecho. Estáis aquí para aprender a comportaros como personas y no como los animales que habéis sido hasta ahora. ¿Entendido?

Nete sacudió la cabeza en silencio; ella apenas lo notó, pero la directora sí, y de pronto sus dedos se detuvieron.

—Podría tomar eso como una impertinencia, Nete, pero prefiero pensar que solo eres una descerebrada, una simple y una tonta.

Se enderezó en su silla. Su torso era tosco y compacto. Seguro que no habían girado la cabeza muchos hombres para mirarla.

—Voy a ponerte en la sala de labores; es unos meses antes de lo habitual, pero en la cocina no te quieren.

—Sí, señora —dijo Nete mirando al suelo.

Pensaba que era imposible que la sala de labores fuera peor, pero lo era.

El trabajo en sí no estaba mal, pese a que no tenía buena mano para coser dobladillos de sábanas ni para hacer encaje. Lo peor era la cercanía de las otras chicas. Estar en una habitación llena de sus disparates y peleas. En un momento dado eran las mejores amigas, y de pronto se convertían en enemigas mortales.

Nete sabía bien que había muchas cosas de la vida sobre las que no sabía nada. Lugares, historia y cosas corrientes. Pero cuando tenías tantas dificultades como ella con las letras y los números, debías aferrarte a la información que entraba por los oídos, y Nete no había tenido en su vida a mucha gente que hubiera conseguido penetrar en su mente de ese modo.

En suma, que se le había dado bien encerrarse al exterior, pero en la sala de labores no le valía de nada. Y el chismorreo despreocupado con que las chicas llenaban la estancia la estaba volviendo loca. Diez horas todos los días.

—Grethe, guapa, ¿me pasas el ovillo de lana? —podía decir una de ellas, y Grethe responder a gritos—: ¿Qué te has pensado, que soy tu ama de llaves, bestia babosa?

Así que el tono podía cambiar de un momento a otro. Y todas, excepto Nete y la chica que lo sufría, se reían e intercambiaban insultos, hasta que se reconciliaban y volvían a empezar a contar las mismas historias una y otra vez.

No, aparte de la falta de cigarrillos, los cuchicheos sobre los guapos mozos de los barcos, y después las horripilantes historias sobre el cirujano de Korsør, no había mucho de que hablar.

—Voy a volverme loca en esta puta isla —susurró a Rita en el patio antes del almuerzo.

Rita la miró de arriba abajo, como si fuera un producto de la estantería del tendero, y luego dijo:

—Haré que nos pongan en el mismo cuarto. Ya me encargaré yo de alegrarte el ánimo.

Aquella misma tarde, la compañera de cuarto de Nete tuvo un accidente grave y tuvieron que llevarla al hospital de Korsør. Dijeron que se había acercado demasiado a la caldera de la lavandería, y que todo había sido culpa suya. Que era tonta y torpe, y que siempre estaba pensando en su muñequita.

Los chillidos se oyeron con claridad en la sala de costura y tejido. En suma, que Nete se sentía incómoda.

Cuando Rita se mudó al cuarto de Nete, la risa volvió a su vida por un breve intervalo. Las historias divertidas sonaban aún más divertidas en boca de Rita, y sabía muchas. Pero la compañía de Rita tenía su precio, y ya la primera noche Nete aprendió cuál era.

Protestó, pero Rita era fuerte y la forzó, y cuando tuvo a Nete jadeando de placer esta se resignó a la situación.

—Cierra el pico, Nete. Si se sabe esto, estás acabada, ¿entiendes? —susurró Rita. Y Nete entendió.

Rita no solo tenía fuerza física, sino también mental, mucha más que Nete. Aunque Rita detestaba estar en la isla, siempre existía en su mente un buen futuro esperándola. Sabía con seguridad que iba a lograr escapar, y mientras le daba vueltas a aquello se las arreglaba mejor que nadie para vivir una vida agradable.

Tenía los mejores trabajos, le servían la primera en la mesa, fumaba cigarrillos detrás de la lavandería, poseía a Nete por la noche y era la reina de las chicas el resto del tiempo.

—¿De dónde sacas esos cigarrillos? —preguntaba Nete de vez en cuando. Y nunca obtenía respuesta, hasta aquella noche de primavera en que vio que Rita se levantaba de la cama a hurtadillas, se vestía y abría la puerta con cuidado.

Van a sonar las campanillas de alarma, pensó Nete, porque en todas las puertas había un pequeño pasador que saltaba cuando la abrías, y entonces sonaba la alarma y aparecía el personal, vociferando, unos buenos golpes y una vuelta por los cuartos de reflexionar, como llamaban a las celdas de castigo. Pero la alarma no sonó, porque Rita había metido un pedazo de metal como si fuera una cuña.

Cuando Rita estaba en el pasillo Nete se levantó y miró cómo lo había hecho. No era más que un pedazo de metal doblado que se podía meter en el agujero del pasador mientras abrías la puerta. Facilísimo.

En menos de diez segundos Nete se puso el uniforme y salió tras Rita con sigilo y el corazón palpitante. Bastaba una tabla crujiente del suelo o el chirrido de una puerta para que se desatara el infierno, pero Rita había allanado el camino.

Cuando Nete llegó a la puerta exterior, ya no estaba cerrada con llave. Rita también había encontrado una ganzúa para abrirla.

Vio a distancia que la figura pasaba a toda velocidad junto al gallinero y seguía por los prados. Era casi como si conociera cada piedra y cada charco embarrado del camino en aquella oscuridad.

No cabía duda de que Rita se encaminaba a La Libertad, que era como llamaban las chicas a la casita que estaba en el extremo del cabo oeste. Era donde las chicas más obedientes podían pasar las horas del día en lo que llamaban la semana de vacaciones. En los viejos tiempos la llamaban «casa de los apestados», porque era donde metían a los marineros enfermos en cuarentena; y seguía siendo una casa de apestados, como comprobó Nete aquella noche.

Había varios botes con redes y cajas de pescado arrastrados playa arriba junto a la casa, y en La Libertad se veía luz procedente de dos lámparas de petróleo.

Con sumo cuidado, Nete se deslizó hasta la casa y miró por la ventana, y lo que vio la pilló desprevenida. En un extremo de la pequeña mesa había varios cartones de cigarrillos, y en el otro estaba Rita inclinada hacia delante con las manos en la mesa y el culo al aire de forma que el hombre tras ella podía introducirle el miembro sin estorbo.

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