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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (41 page)

BOOK: Expediente 64
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Miró por la ventana del balcón. Fuera hacía un tiempo gris de noviembre, con un viento que hacía susurrar las ramas desnudas de los ciruelos mirabel.

No es un buen día, pensó, y alargó la mano en busca de sus teléfonos móviles. ¿Qué lo había despertado?

No había ningún mensaje en los móviles; pero luego accionó la pantalla del teléfono fijo y vio un número que no reconoció.

Activó la función de rellamada, y tras unos segundos lo embargó la sensación de que no debía haberlo hecho.

—Søren Brandt —dijo una voz que no tenía ganas de oír.

—No tenemos nada de que hablar —respondió, breve.

—Pues yo creo que sí. Quería preguntarle si había leído mi blog sobre el suicidio de Hans Christian Dyrmand.

El tipo del otro lado de la línea se quedó escuchando, para ver si su pregunta tendría respuesta, pero no la consiguió.

Maldito cabrón y maldito internet.

—He hablado con la viuda de Dyrmand —continuó el periodista cabrón—. No encuentra explicación para lo que ha hecho su marido. ¿Tiene algo que comentar sobre eso?

—Nada de nada. Apenas lo conocía. Y escuche, estoy de duelo. Mi mujer está en su lecho de muerte. Así que tenga la decencia de dejarme en paz, y ya hablaremos otro día.

—Lo siento. Por otra parte, me ha llegado información en el sentido de que la Policía lo está investigando en relación con un caso de desaparición. Pero tengo la impresión de que tampoco va a querer comentar nada sobre eso; ¿me equivoco?

—¿Qué caso de desaparición?

No tenía ni idea de qué se trataba, y era la segunda vez que lo oía.

—Bueno, eso es un asunto entre usted y la Policía. Pero entiendo que tienen muchas ganas de intercambiar información conmigo sobre las actividades claramente criminales de La Lucha Secreta. Así que mi última pregunta es si usted y Wilfrid Lønberg tienen la intención de incluir en el programa de Ideas Claras actividades de ese tipo, tales como abortos forzados.

—Por favor, no me venga con calumnias. Ya arreglaré mi asunto con la Policía, esté seguro. Y si hace público algo sin documentarlo va a salirle caro, se lo prometo.

—De acuerdo. Bueno, documentación no falta, así que gracias por sus comentarios. Ahora podré escribir algo sin intermediarios.

Y colgó. Fue
él
quien colgó. Curt estaba furioso.

¿De qué documentación podía estar hablando? ¿La noticia del robo de los archivos de Nørvig se había extendido tanto? Eso iba a ser el fin de aquel mierda de Brandt.

Agarró el móvil seguro y tecleó el número de Caspersen.

—¿Qué novedades hay de la visita nocturna a Jefatura, Caspersen?

—Me temo que no hay buenas noticias. Nuestro hombre entró sin problemas, pero cuando bajó al sótano lo descubrió ese Hafez el-Assad. Por lo visto duerme allí.

—¡Mierda! ¿Crees que vigila los ficheros?

—Me temo que sí.

—¿Por qué no me has llamado para decírmelo, Caspersen?

—Te he llamado, Curt. Varias veces esta mañana. No al teléfono desde el que hablas ahora. Al otro móvil.

—Estos días no uso el iPhone. Por motivos de seguridad.

—Pero también te he llamado al fijo.

Curt alargó la mano y activó la pantalla. Era verdad. Antes de hablar con Søren Brandt se habían registrado varias llamadas perdidas. Caspersen lo había llamado por lo menos cada veinte minutos desde las ocho de la mañana.

¿Había dormido tan tranquilo junto a Beate? ¿Sería la última vez que lo hacía?

Interrumpió la conversación y miró a Beate, mientras decidía qué hacer.

Los tres debían desaparecer. El árabe, Carl Mørck y Søren Brandt. Ya se encargaría en otro momento de Nete Hermansen. Su amenaza no era del calibre de la de los demás.

Tecleó el número de Mikael en su móvil seguro.

—¿Podemos localizar a Søren Brandt?

—No debería ser difícil. En este momento está en una casa de veraneo, en Høve, en la Nacional 5.

—¿Cómo sabemos eso?

—Lo sabemos porque no le hemos quitado el ojo de encima desde que interrumpió la asamblea general.

Curt sonrió. Por primera vez aquel día.

—Bien, Mikael, muy bien. ¿Y qué hay de Carl Mørck? ¿Sabéis también dónde para?

—Lo sabemos. En este momento está cruzando el aparcamiento de su casa. Nuestro hombre lo vigila, y sabe como nadie cómo hacerlo. Exmiembro de la Comisaría Central de Información. Pero sigo sin saber dónde está el árabe.

—Eso te lo puedo decir yo. Está en el sótano de Jefatura. Así que aposta a un hombre en la terminal de Correos, junto a Jefatura, para que pueda vigilar cuándo abandona el lugar nuestro objetivo. Y ¿Mikael…?

—¿Sí…?

—Esta noche, cuando todos duerman en la casa de Carl Mørck, va a ocurrir un accidente, ¿de acuerdo?

—¿Incendio?

—Sí. Haz que empiece en la cocina. Explosivo y con mucho humo. Y di a nuestra gente que deben huir sin que los vean.

—Entonces lo haré yo.

—De acuerdo. Pero protégete bien y sal enseguida.

—Lo haré. ¿Y qué hay de Søren Brandt?

—Di a tus hombres que actúen de inmediato.

33

Noviembre de 2010

Carl despertó cuando sintió que lo zarandeaban.

Abrió los ojos y registró una figura difusa inclinada sobre él. Cuando quiso levantarse se mareó, y de pronto se encontró de manera inexplicable en el suelo, junto a la cama. Allí estaba pasando algo muy, muy raro.

Entonces sintió extrañado el viento soplando por la ventana abierta y notó el olor a gas.

—¡Ya he despertado a Jesper! —gritó alguien del pasillo—. Está devolviendo, ¿qué hago?

—Ponlo de costado. ¿Has abierto la ventana? —gritó la figura de pelo negro que estaba junto a Carl.

Carl notó un par de cachetes en las mejillas.

—Carl, mírame. Enfócame bien, ¿vale? ¿Estás bien?

Carl asintió con la cabeza, pero no estaba seguro.

—Tenemos que bajarte, Carl. Aquí hay todavía demasiado gas. ¿Puedes andar?

Carl se levantó poco a poco, avanzó tambaleándose hasta el pasillo y miró escalera abajo; aquello parecía una larga caída interminable. Hasta que no estuvo sentado en una silla frente a la puerta abierta del jardín, no empezaron las formas y contornos a hacerse nítidos.

Se quedó mirando al novio de Morten, que estaba de pie junto a él.

—¡Qué diablos! —balbuceó—. ¿Todavía aquí? ¿Te has mudado?

—Creo que es motivo de alegría para todos —llegó el comentario escueto desde la cama de Hardy.

Carl miró aturdido hacia la cama.

—¿Qué ha pasado?

Se oyó un estrépito en la escalera, y apareció Morten tirando de Jesper. Este tenía peor aspecto que la vez que regresó a casa después de dos semanas de fiesta interminable en la isla de Kos.

Mika señaló hacia la cocina.

—Alguien ha entrado en la casa con muy malas intenciones.

Carl se levantó a duras penas y lo siguió.

Advirtió enseguida la bombona grande de gas en el suelo, una de esas nuevas de plástico. Desde luego que no tenía ninguna así, porque las amarillas de siempre para la barbacoa funcionaban sin problema. ¿Y por qué salía un tubo de goma desde el regulador?

—¿De dónde viene eso? —preguntó Carl, demasiado aturdido para recordar el nombre del tipo que tenía al lado.

—No estaba a las dos de la mañana, cuando he ido a observar el estado de Hardy —respondió el tipo.

—¿De Hardy?

—Sí, ayer tuvo una fuerte reacción al tratamiento. Sudores y dolor de cabeza. Es buena señal que reaccione con tal viveza a mis estímulos. Y seguro que es lo que nos ha salvado la vida.

—No, ¡ese has sido tú, Mika! —gritó Hardy desde la cama.

Ah, claro, se llamaba así. Mika.

—Explícate —exigió Carl, con su instinto de policía en piloto automático.

—Desde ayer por la noche visito a Hardy cada dos horas. Y he pensado seguir haciéndolo otro día o dos más, para poder observar con precisión lo que le ocurre. Hace media hora ha sonado mi despertador, y he notado un fuerte olor a gas en el sótano, que al subir a la planta baja casi me tumba. He cerrado la bombona de gas y abierto las ventanas, y entonces me he dado cuenta de que había una olla puesta al fuego, y que echaba humo. Al mirar dentro he visto que el fondo, aparte de algo de aceite, estaba casi seco, y que dentro había un pedazo de papel de cocina arrugado. El tufo venía del papel.

Señaló la ventana de la cocina.

—En menos de un segundo la he arrojado afuera. Si llego algo más tarde, el papel habría ardido.

Carl hizo un gesto afirmativo a su compañero perito de incendios, Erling Holm. En sentido estricto, no era su jurisdicción ni su caso, pero Carl no tenía ganas de mezclar a la Policía de Hillerød en aquello, y Erling vivía a solo cinco kilómetros, en Lynge.

—Estaba pensado de cojones, Carl. Veinte o treinta segundos más y el papel habría ardido y hecho prender el gas. Y a juzgar por el peso de la bombona, ya había salido gas abundante. Con el gran regulador y el tubo de goma acoplados no habría llevado más de veinte minutos en total.

Sacudió la cabeza.

—Por eso el autor no ha puesto la olla a fuego vivo. Quería que la casa estuviera llena de gas antes de detonar.

—No es difícil de imaginar lo que habría ocurrido entonces, ¿eh, Erling?

—No. El Departamento Q habría tenido que buscarse otro jefe.

—¿Una gran explosión?

—Sí y no. Pero una explosión eficaz, en la que todas las habitaciones y el mobiliario habrían ardido a la vez.

—Pero para entonces Jesper, Hardy y yo estaríamos muertos ya, envenenados por el gas.

—No creas. El gas no es venenoso de por sí. Pero te puede dar un buen dolor de cabeza.

Soltó una risotada. Los peritos de incendios tenían un humor extraño.

—Habríais muerto quemados en un instante, y los del sótano no habrían podido salir, y lo más diabólico es que los peritos no habríamos podido demostrar que tras el incendio hubiera ninguna intención criminal. Seguro que habríamos localizado la fuente del incendio en una mezcla de bombona de gas y olla, pero podría tratarse de un accidente. Resultado de la despreocupación que se observa en estos tiempos de barbacoa. Francamente, creo que el autor habría salido libre.

—No puede ser.

—¿Tienes alguna idea de quién puede haberlo hecho?

—Sí. Alguien con una pistola-ganzúa. Hay unas marcas pequeñas en la cerradura. Por lo demás, no sé nada.

—¿Alguna sospecha?

—Bueno, eso me lo guardo para mí.

Carl dio las gracias a Erling y se aseguró de que todos los de casa estaban bien antes de hacer una ronda rápida por las casas de los vecinos para saber si habían visto algo. Los más estaban algo irritados y somnolientos, ¿quién no lo está a las cinco de la mañana? A pesar del susto, la mayoría mostraron empatía. Pero no ofrecieron ninguna ayuda para identificar a nadie.

Antes de una hora apareció Vigga con el pelo desordenado, y tras ella Gurkamal con su turbante, sus grandes dientes blancos y su barba interminable.

—Dios mío —dijo entre jadeos—. No le habrá pasado nada a Jesper, ¿verdad?

—No, aparte de que ha vomitado en el sofá y sobre la cama de Hardy, y además, por primera vez en mucho tiempo, ha confiado sus penas a mamita.

—Oh, pobrecito.

Ni una palabra sobre el estado de Carl. Era muy diferente ser casi un exmarido y ser el hijo.

La oía en segundo plano mimando a su criatura cuando sonó el timbre.

—Si es ese cabrón que viene con otra bombona, ¡dile que todavía nos queda algo en la vieja! —gritó Hardy—. Tal vez la semana que viene.

¿Qué diablos ha hecho Mika con este hombre?, pensó Carl al abrir la puerta.

La chica que tenía ante él estaba pálida por la falta de sueño, lucía unas ojeras azul-rojizas, un anillo en el labio y no tendría dieciséis años.

—Hola —se presentó. Señaló por encima del hombro hacia la casa de enfrente, la de Kenn, mientras se retorcía de timidez.

—Bueno, soy la novia de Peter y hemos ido a la fiesta en el club de jóvenes, así que he dormido en su casa, porque vivo en Blovstrød y no hay autobús tan tarde. Hemos vuelto a casa hace unas horas, y Kenn ha bajado al sótano, donde dormíamos, después de que lo hubieras visitado para ver si había visto algo raro esta noche en los alrededores de vuestra casa. Nos ha contado lo que había sucedido, y le hemos dicho que nosotros sí habíamos visto algo al llegar a casa, y Kenn me ha pedido que viniera a contártelo.

Carl arqueó las cejas. No debía de estar tan dormida, con tal repertorio de palabras.

—Vaya. Y dime, ¿qué has visto?

—He visto a un hombre junto a tu puerta cuando hemos pasado al lado. Le he preguntado a Peter si lo conocía, pero Peter estaba atareado con otras cosas para molestarse en mirar —explicó con una risita ahogada.

Carl la presionó.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Te has fijado?

—Sí, porque estaba junto a la puerta, donde hay bastante luz. Parecía estar manipulando la cerradura, pero no se ha vuelto, así que no le he visto la cara.

Carl notó que sus hombros caían unos centímetros.

—El tipo era bastante alto y bien plantado, por lo que he podido ver, y llevaba ropa muy oscura. Un abrigo o una chaqueta grande, algo así. Y llevaba un gorro negro como el de Peter. Y bajo el gorro he visto un pelo muy rubio. Casi blanco. Y tenía al lado una bombona o algo parecido.

«Pelo muy rubio», decía, eso era todo, pero casi era suficiente. Si Carl estaba en lo cierto, el ayudante de Curt Wad que había visto en Halsskov tenía otras destrezas, aparte de saber conducir una furgoneta.

—Gracias —dijo Carl—. Tienes buena vista, y me alegro. Has hecho bien en venir.

La chica se retorcía las manos, algo cohibida.

—¿Has visto si llevaba guantes?

—Ah, sí —repuso la chica, dejando de retorcerse las manos—. Es verdad. Llevaba guantes. De los que tienen agujeros en los nudillos.

Carl hizo un gesto afirmativo. No hacía falta que sus compañeros buscasen huellas dactilares. La cuestión se centraba en si podrían investigar aquel regulador especial, aunque tenía serias dudas de que eso los llevara lejos, porque había unos cuantos de aquellos en circulación.

—Si esto está bajo control, voy a Jefatura —anunció justo después en la sala, pero Vigga lo agarró.

—Primero firma aquí. Una copia es para ti, otra para el Gobierno regional y la tercera para mí —hizo saber, dejando tres folios sobre la mesa de la cocina. «Acuerdo sobre reparto de bienes gananciales», ponía.

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