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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Expediente 64 (19 page)

BOOK: Expediente 64
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Giró la cabeza a un lado y dio una patada a la pared.

—Joder, era una pasada.

—¿Estás bien, Rose? —preguntó Assad, poniéndole la mano con cuidado en el brazo.

—Esto es ni más ni menos que el peor abuso de poder que pudiera imaginarse —dijo Rose con una expresión en el rostro que Carl nunca le había visto. Después continuó entre dientes—. Que te condenen a vivir en una isla desierta hasta que te pudras. Los daneses no somos ni una pizca mejores que los que más odiamos. Somos como quienes lapidan a las mujeres infieles, como los nazis, que asesinaban a los retrasados y a otros disminuidos graves. Lo que ocurría en Sprogø ¿no podría compararse acaso con los denominados hospitales mentales soviéticos para disidentes o las instituciones para el tratamiento de disminuidos mentales en Rumania? Pues claro, porque no somos un carajo mejores que ellos, ¿vale?

Y a continuación dio media vuelta y desapareció hacia el retrete. Así que los problemas intestinales no estaban arreglados del todo.

—Uf —dijo Carl.

—Sí, por la noche también ha estado, o sea, muy excitada con todo eso de Sprogø —dijo Assad en voz baja; no quería arriesgarse a que Rose lo oyera—. De hecho, me ha parecido que estaba bastante rara. Puede que nos envíe a Yrsa en su lugar.

Carl achicó los ojos. La sospecha surgía de vez en cuando, y sobre todo ahora.

—¿Crees que Rose ha sufrido esa clase de tratamiento? ¿Es lo que sugieres, Assad?

Este se alzó de hombros.

—Lo único que digo es que hay algo en ella que molesta como un zapato con una piedra dentro.

Carl observó un momento el receptor antes de levantarlo y teclear el número de Ronny.

Tras dejarlo sonar bastante tiempo colgó, esperó veinte segundos y volvió a llamar.

—¿Diga…? —se oyó una voz gastada, cansada y aturdida por la edad, el alcohol y el tren de vida irregular.

—Hola, Ronny —se limitó a decir.

Ninguna reacción.

—Soy Carl.

Ninguna reacción aún.

Luego gritó algo más fuerte, y después más fuerte todavía, y entonces percibió cierta actividad al otro lado de la línea en forma de unos medio ronquidos jadeantes en busca de aire y una tos flemosa producto de los sesenta cigarrillos cuyas colillas seguro que ocupaban su cenicero en aquel momento.

—¿Quién dices que eres? —preguntó después.

—Carl, tu primo. Hola de nuevo, Ronny.

Otro ataque por el receptor.

—¿Qué horas son estas de llamar? ¿Qué hora es?

Carl miró el reloj.

—Las nueve y cuarto.

—¡
Las nueve y cuarto
! Pero ¿estás majara, o qué? Llevo diez años sin noticias tuyas ¡y vas y me llamas a las nueve!

Y colgó.

Nada nuevo bajo el sol. Carl se lo imaginó. Seguro que desnudo a excepción de los calcetines, que no se quitaba nunca. Seguro también que tenía las uñas larguísimas y una barba de días desigual. Un hombre grande con un cuerpo grande que, se encontrara donde se encontrase en el mundo, donde más a gusto estaba era en la penumbra y con el sol a medio gas. Si le agradaba viajar a Tailandia, desde luego no era por el bronceado.

Antes de transcurrir diez minutos volvió a llamar.

—¿Qué número de teléfono es ese, Carl? ¿De dónde llamas?

—De mi despacho de Jefatura.

—¡No jodas, tío!

—He oído cosas sobre ti, Ronny, así que tenemos que hablar, ¿vale?

—¿Qué has oído sobre mí?

—Que andas contando cosas sobre la muerte de tu padre por todo el mundo en bares de dudosa reputación, y que me involucras a mí.

—¿Quién coño dice eso?

—Otros policías.

—Pues están de la olla.

—¿Puedes venir aquí?

—¡¿A Jefatura?! Tú estás chalado. Oye, ¿te has vuelto senil desde la última vez que nos vimos? Ni hablar, si tenemos que reunirnos, que sea en un sitio que valga la pena, qué cojones.

Al segundo iba a proponer algo que costaba dinero. Algo que tendría que pagar Carl, y que sería algo de beber.

—Ya está, me invitas a una birra y un bocado en el Tivolihall. Lo tienes justo al lado.

—No lo conozco.

—Justo frente al Rio Bravo,
ese
ya sabes dónde está, joder. En la esquina de Stormgade.

Si aquel payaso sabía que Carl conocía el Rio Bravo, ¿por qué coño no proponía reunirse allí?

Concertaron la cita, y luego Carl se quedó un rato pensando qué decirle a aquel imbécil para que le entrase en la cabeza.

Será Mona, pensó cuando el teléfono volvió a sonar. Miró el reloj. Las nueve y media; era bien capaz de llamar. De solo pensarlo, le entró vértigo.

—¿Síí…? —preguntó, pero la voz no era la de Mona, tampoco era sexy. Lo más parecido a un corte de mangas.

—¿Puedes subir un momento, Carl?

Era Tomas Laursen, el perito policial más cualificado de la zona oeste de Copenhague, hasta que lo dejó, asqueado por el trabajo y tras ganar un premio gordo de lotería, que después perdió por unas inversiones fallidas. Ahora estaba de encargado en la cantina del cuarto piso, y lo hacía muy bien, por lo que Carl sabía; ya iba siendo hora de hacerle una visita.

¿Por qué no ahora?

—¿De qué se trata, Tomas?

—Del cadáver que encontraron ayer en Amager.

Lo único que seguía igual en la cantina después de que la dirección de la Policía decidiera adecuarla a los nuevos tiempos era la sorprendente falta de espacio.

—¿Te va bien? —preguntó Carl al hombre fornido, que hizo una especie de gesto afirmativo de perfil a modo de respuesta.

—Desde luego, no creo que vaya a poder pagar el Ferrari que encargué ayer —dijo sonriendo, y se llevó a Carl a la cocina.

La sonrisa desapareció allí.

—¿Te das cuenta de lo alto que habla la gente mientras jama? —dijo en voz baja—. No me había dado cuenta antes de entrar a trabajar aquí.

Abrió una cerveza y se la dio a Carl sin que él la pidiera.

—Escucha, Carl. Si te digo que he oído a alguien hablar de que tú y Bak os habéis estado peleando por el caso de Amager, ¿hay algo de cierto en ello?

Carl tomó un trago. Había mucho que empujar.

—No exactamente por ese caso. ¿Por qué?

—Al menos, Bak anduvo ayer sugiriendo a sus antiguos compañeros de aquí que había algo
sospechoso
en la manera en que te libraste de las balas en el barracón de Amager cuando murió Anker y Hardy se quedó paralítico. Que solo querías que pareciera que te habían disparado. Que era imposible que el rasguño que tenías en la sien te hiciera perder el conocimiento, y que era fácil fingir un tiro así a poca distancia.

—Qué hijo de puta. Debió de decirlo antes de que lo ayudara en el caso del asalto a su hermana. Puto cabrón desagradecido. ¿Y quién va a creer esas habladurías?

Laursen sacudió la cabeza. No quería decírselo. Aunque allí arriba cualquiera debería sentirse seguro para parlotear cuanto quisiera. Siempre que los chismorreos no tuvieran que ver con Laursen, claro.

—Me temo que hay muchos aquí que piensan lo mismo; pero eso no es todo, Carl.

—¿Hay más?

Dejó la botella de cerveza sobre un frigorífico. No quería oler a cerveza cuando bajara al despacho del inspector jefe, para echar más leña al fuego.

—Los forenses han encontrado varias cosas importantes en los bolsillos del cadáver de ayer. Una de ellas es una moneda que se había quedado en un pliegue. Una corona, para ser exactos. Bueno, de hecho han encontrado cinco monedas danesas, pero esa era la más reciente.

—¿De cuándo era?

—De no hace mucho: 2006. Así que el cadáver ha podido estar enterrado a lo sumo cuatro años. Pero había más.

—Sí, ya me imagino. ¿Qué más han encontrado?

—Dos de las monedas del bolsillo estaban envueltas en film transparente, y había huellas dactilares. Del dedo índice derecho de dos personas distintas.

—Vaya. ¿Han descubierto algo más?

—Sí. Las huellas estaban bastante claras y bien conservadas, así que lo de que las monedas estuvieran envueltas en film transparente debía de tener ese objetivo, supongo.

—¿De quiénes eran las huellas dactilares?

—¡Una era de Anker Høyer!

Carl puso los ojos como platos. Se imaginó por un instante el rostro incrédulo de Hardy. Su voz amargada cuando habló de la adicción de Anker a la cocaína.

Laursen volvió a ofrecer la cerveza a Carl, antes de dirigirle una mirada inquisitiva.

—Y la otra huella era tuya, Carl.

16

Agosto de 1987

Curt Wad estuvo un rato sopesando la carta de Nete, y después la abrió con la misma falta de expectativa que habría mostrado si se hubiera tratado de prospectos de algún laboratorio.

En otra época Nete despertó su deseo de cometer abusos, pero después había habido decenas de casos. Entonces, ¿por qué ocuparse ahora de aquella insignificante aldeana? ¿Qué interés podían tener para él sus opiniones e ideas?

Leyó la carta un par de veces y luego la apartó con una sonrisa.

Aquella putilla hablaba de caridad y perdón; no lo hubiera esperado. ¿Por qué había de creer una sola palabra de lo que había escrito?

—Buen intento, Nete Hermansen —declaró—. Pero voy a investigarte bien.

Empujó el cajón superior del escritorio hasta el fondo, hasta que se oyó un clic en una esquina del mueble. Luego empujó un poco la mesa del escritorio hasta que cedió y se desplazó, desvelando un espacio de un centímetro de altura, donde se encontraba su indispensable libreta de direcciones y teléfonos.

Después consultó una de las primeras páginas, marcó el número y se presentó.

—Necesito un número de registro civil, ¿puedes ayudarme? Se trata de una tal Nete Hermansen, puede que aparezca con su apellido de casada, Rosen. Vive en Peblinge Dossering 32, cuarto piso, en Nørrebro, Copenhague. Exacto, es ella. ¿La recuerdas? Sí, su marido tenía talento, pero creo que para ciertas cosas le fallaba el juicio en los últimos años. ¿Ya has encontrado su número de registro? Vaya, qué rapidez.

Escribió el número de registro civil de Nete Rosen y dio las gracias. Recordó a su contacto que le devolvería el favor con sumo gusto si fuera necesario. Así eran las hermandades.

Luego volvió a mirar en la libreta, encontró otro número de teléfono, lo tecleó, dejó la libreta en su sitio y empujó la mesa hasta que volvió a hacer clic.

—Hola, Svenne, soy Curt Wad —se presentó cuando contestaron—. Necesito saber algo de una tal Nete Rosen, tengo su número de registro. Según mis informaciones, debería estar siguiendo un tratamiento en algún hospital en este momento; es lo que quisiera que me confirmaras. Sí, en Copenhague. ¿Cuánto tiempo tardarás en averiguarlo? Bueno, si lo puedes saber hoy mismo, mejor que mejor. ¿Lo intentarás? ¡Bien! Muchas gracias.

A continuación se recostó en su butaca y releyó la carta una vez más. Era extraño, estaba bien escrita y no había ninguna falta de ortografía. Hasta la puntuación era irreprochable, de forma que no había duda de que alguien la había ayudado. Porque era disléxica, corta de luces y apenas estaba escolarizada. A él no iba a engañarlo.

Sonrió con ironía. Lo más probable era que el abogado la hubiera ayudado. ¿No le había dicho acaso que el abogado estaría presente, en caso de que Curt aceptara la invitación?

Rio en voz alta para sí. Como si pensara aceptarla.

—¿Qué haces riendo para ti, Curt?

Wad se volvió hacia su esposa y meneó un poco la cabeza.

—Es que estoy de buen humor —explicó, y le rodeó el talle con las manos cuando ella se acercó al escritorio.

—Tampoco te faltan razones, amigo mío. Has hecho todo muy bien.

Curt Wad asintió con la cabeza. También él estaba satisfecho.

Cuando su padre se jubiló, Curt se hizo cargo de su consulta y su lista de pacientes, de los historiales médicos fruto del trabajo de toda una vida y de diversos ficheros del Comité contra la Fornicación y de la Sociedad de Daneses. Documentos importantes para Curt, veneno puro en las manos equivocadas, pero no tan venenosos como el trabajo para el que se le pidió que asumiera la dirección: La Lucha Secreta.

Eso consistía no solo en encontrar mujeres embarazadas cuyos fetos no merecieran vivir. También estaba la fatigosa tarea de conseguir introducir en el círculo a más personas cualificadas. Personas que por nada del mundo se arriesgarían a desvelar lo que representaba aquella asociación secreta.

Hubo unos años en los que la consulta de Curt en Fionia funcionó muy bien como centro de la actividad, pero a medida que los abortos provocados se concentraban cada vez más en la región de la capital, decidió romper con el pasado y mudarse a Brøndby, un municipio cercano a Copenhague, no demasiado interesante, pero que estaba en el centro de los acontecimientos. Cerca de los hospitales centrales, cerca de los médicos generalistas y especialistas más competentes con una buena cartera de clientes y, cosa nada insignificante, bastante cerca también de la clientela hacia la que apuntaba La Lucha Secreta.

En aquel municipio suburbano conoció a su esposa Beate a mediados de los años sesenta. Una mujer admirable, y además enfermera, que tenía buenos genes, sentimiento patriótico y don de gentes, cosa de la que Curt supo sacar partido.

Incluso antes de casarse la inició ya en su trabajo, y en lo que se podía lograr si se entregaba a La Lucha Secreta. Había esperado tal vez cierta oposición, y, en el mejor de los casos, nerviosismo por el trabajo, pero, contra todo pronóstico, mostró comprensión e iniciativa. De hecho, fue ella quien estableció contactos con el círculo de enfermeras y comadronas. Al cabo de un solo año había incorporado al movimiento al menos a veinticinco reclutadoras, como las llamaba ella, y a partir de ahí prendió con fuerza. También fue ella quien inventó el nombre Ideas Claras y propuso que debían intensificar el aspecto político del trabajo de La Lucha Secreta, así como el trabajo práctico.

El ideal de mujer y madre.

—Mira, Beate.

Le tendió la carta de Nete y dejó que la leyera a su ritmo, y ella sonrió mientras la leía. La misma sonrisa simpática que había transmitido a sus dos espléndidos chicos.

—Vaya locuacidad. ¿Qué le vas a responder, Curt? — preguntó—. ¿Puede ser cierto lo que dice? ¿Tiene tanto dinero?

Él asintió en silencio.

—De eso no hay duda, pero tiene pensado algo más que hacerme de oro, puedes estar segura.

Se levantó, corrió una cortina que cubría toda la pared del fondo, y dejó a la vista cinco archivadores grandes de metal verde oscuro que había guardado celosamente durante años. Dentro de un mes habría terminado la construcción de la caja fuerte a prueba de incendios en el antiguo edificio de las caballerizas, que ahora hacía de anexo, y entonces llevarían todo allí. Nadie que no fuera del círculo de allegados podría entrar.

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